Los titulares de los periódicos hablaban de “la cirugía del alma”, “la operación revolucionaria”, “el milagro de la cirugía del cerebro”, o bien, “una de las innovaciones quirúrgicas más grandes de esta generación”. Preguntaban a los médicos si la lobotomía servía para aumentar la inteligencia, mejorar el carácter o si podría curar el asma...
Los hospitales psiquiátricos eran entonces almacenes de enfermos mentales abandonados a su suerte en condiciones insalubres y desbordados por los nuevos ingresos tras la segunda guerra mundial. La lobotomía fue la solución para enviar a muchos pacientes a casa, con alivio del personal sanitario y de las familias. Prestigiada por la ciencia como tratamiento eficaz, se extendió con rapidez por Estados Unidos y Europa, sobre todo por el Reino Unido, los países escandinavos y Latinoamérica.
En el siglo xvii se veía la locura como un descenso a la animalidad. Si la razón es lo que eleva a los humanos a estar por encima de las bestias, al perderse la razón el enfermo cae en un estado de animalidad infrahumana. Y al igual que los animales, los locos poseen una fuerza descomunal que hay que someter sin miramientos y por su propio bien.
En el siglo XVIII se debilita físicamente al enfermo para mitigar su animalidad y quitar energía a su locura mediante sangrías salvajes hasta el desfallecimiento, algunas desde la yugular; purgas repetidas y enérgicos vomitivos; dietas extremas durante semanas; pan y agua.
El dolor también era terapéutico: se le producían llagas y ampollas durante meses para que el dolor ayudara al loco a salir de las sombras de su locura. Estas medidas tenían un componente psicológico: el enfermo desarrollaba tal miedo, que refrenaba la rebeldía ante la amenaza de su uso.
En el siglo xix se da un cambio en la forma de ver y de tratar a los dementes. Ya no es un animal despojado de humanidad, sino una persona enferma que sufre y debe ser ayudado.
Supremacismo caucásico
"Las personas lobotomizadas se volvían menos violentas y más manejables, pero todos sufrían una pérdida de personalidad irreversible."
A principios del siglo XX se inicia la idea de que el loco es portador de una mala semilla, de un plasma germinal defectuoso que hay que evitar que se expanda y ponga en peligro al resto de la sociedad. Se le prohíbe casarse y tener hijos, se le interna en asilos mentales y se implanta la esterilización forzosa. El incipiente movimiento eugenésico proporciona los “argumentos científicos”, dar “a las razas o linajes de sangre más dotados una mayor oportunidad de prevalecer sobre los menos adecuados”. Los mal nacidos, portadores de un germen defectuoso que hay que eliminar.
Fue Francis Galton, primo de Darwin, quien acuñó el término eugenésico, del griego, con el significado de ‘bien nacido’. Galton fue miembro de la Royal Society y fue nombrado caballero después de promover sus ideas sobre el mejoramiento del género humano. Para él, el ciudadano medio era “demasiado ruin para el trabajo diario de la civilización moderna”.
La eugenesia triunfa en Inglaterra y después en Estados Unidos, donde se implementan las primeras leyes para la esterilización forzosa de los “no aptos”. Sus fundadores fueron algunos de los “barones bandidos” –Andrew Carnegie, John D. Rockefeller y la viuda de E. Henry Harriman–, y fue difundida por las universidades más prestigiosas. Charles Davenport, biólogo de Harvard, abanderó un movimiento que terminó en la esterilización de sesenta mil estadounidenses y sentó una de las bases ideológicas del ideario nazi en Europa.
Después de Estados Unidos, las campañas de esterilización se extendieron por Europa, sobre todo en los países nórdicos: Noruega, Dinamarca, Finlandia, Sueca e Islandia. En 1925, la Fundación Rockefeller donó dos millones y medio de dólares al Instituto Psiquiátrico de Múnich para convertirlo en un centro de referencia en la investigación eugenésica.
Uno de los fundadores de la Wild Life Conservation (WCS), Madison Grant, escribió The Passing of the Great Race, donde defendía los experimentos sobre la eugenesia con personas no blancas. Grant promovió la idea de la “raza nórdica” o “raza aria” como el grupo social clave para el desarrollo humano. Fue, en palabras de Stephen Jay Gould, el primer libro que los nazis ordenaron reimprimir cuando tomaron el poder. Adolf Hitler escribió a Grant: “El libro es mi biblia”.
Al finalizar la segunda guerra mundial, la eugenesia cae en descrédito y se opera un cambio en la opinión pública, sumada a un rechazo de las condiciones en que viven los enfermos en las instituciones públicas.
La primera operación
La historia de la lobotomía tiene sus antecedentes en Suiza con los ensayos de Gottlieb Burckhardt a finales del siglo xix. Se trata de una operación quirúrgica sobre un cerebro intacto, físicamente sano, para curar o mitigar los síntomas de un trastorno o enfermedad mental.
Burckhardt creía que una parte de la corteza cerebral, la sede de la comprensión de las palabras, estaba hipertrofiada en los enfermos que sufrían alucinaciones auditivas. Creyó que sería de ayuda a sus pacientes aligerarlos de masa cerebral en los sitios supuestamente responsables de las alucinaciones. En catorce meses realizó cinco operaciones, pero las alucinaciones no desparecieron. Tres murieron y dos desarrollaron epilepsia.
Tras una inyección de morfina se administraba cloroformo, se horadaba el cráneo en el sitio prefijado y con una espátula se practicaba una topectomía: se extirpaban pequeños fragmentos del córtex, retirando unos cinco gramos.
La comunidad científica lo vio como una temeridad impropia de quien ha realizado el juramento hipocrático de no hacer daño nunca: lesionar un cerebro intacto. Burckhardt se dio por vencido y abandonó.
Cincuenta años después, un profesor de la Universidad de Lisboa, Egas Moniz, decidió intentarlo de nuevo, inventando la lobotomía frontal, más conocida entonces como leucotomía. Intentaba sosegar las mentes de enfermos de esquizofrenia rebanándoles los lóbulos frontales.
Entra Moniz
Egas Moniz, bautizado como António Caetano de Abreu Freire, adoptó el nombre de un héroe portugués del siglo xii al que se remontaba su linaje familiar. A los cincuenta y dos años abandona la política; había sido diputado durante treinta años, embajador en España y ministro de Asuntos Exteriores. El golpe militar de Salazar le hizo volver a ejercer de médico, concentrando su actividad en la investigación clínica. Fue nominado dos veces al Premio Nobel por su invención de la angiografía cerebral, que permite visualizar las arterias cerebrales a través de los rayos X. En 1927 logró una angiografía de las arterias cerebrales de un paciente del que se sospechaba un tumor. La visualización de las arterias deformadas por el tumor permitió diagnosticar la presencia de este y su localización precisa.
En 1935, a la vuelta del Segundo Congreso Internacional de Neurología, celebrado en Londres, Moniz está dispuesto e impaciente por probar un nuevo método quirúrgico sobre los lóbulos frontales, convencido de encontrar una cura que alivie la agitación de los enfermos mentales.
Moniz sufría gota desde hacía años y sus manos eran incapaces de operar. De ello se encargó su asistente, Pedro Almeida Lima, neurocirujano y antiguo colaborador en el desarrollo de la angiografía. Los pacientes los proporcionaría el Hospital Psiquiátrico, con el enfado de su jefe de psiquiatría, José de Matos Sobral Cid, que no veía bien la iniciativa, considerándola una intrusión de los neurólogos en la psiquiatría.
El 12 de noviembre de 1935 llevaron a cabo la primera intervención en una mujer de sesenta y cinco años diagnosticada de melancolía involutiva con ideas ansiosas y paranoides. Se le afeitó el cráneo y se limpió el cuero cabelludo con alcohol, administrándole novocaína como anestésico. Se le aplicó adrenalina para reducir el sangrado. Bajo la supervisión de Moniz, el cirujano taladró dos orificios en la parte superior y delantera del cráneo, uno a cada lado, por donde se insertó una jeringa para inyectar alcohol puro en el interior del cerebro. El objetivo era destruir ciertas partes de la materia blanca que, según Moniz, correspondían a conexiones responsables de los pensamientos e ideas fijas malsanas. La muerte de estas fibras se produjo por la deshidratación causada por el alcohol. La operación duró treinta minutos.
Dos meses después, escribe Moniz: “No hay nuevas ideas patológicas u otros síntomas, y la mayor parte de sus ideas paranoicas anteriores en principio se han ido”. El informe termina con una conclusión excesivamente optimista: “Una cura clínica”. Pero la paciente nunca abandonó el hospital.
El problema que surgió era que el alcohol destruía y esclerotizaba otras zonas no elegidas. A partir del noveno paciente, Moniz ideó el leucotomo, un instrumento de acero en forma de estilete hueco que se insertaba en el cerebro. Una vez en su posición, se presionaba la empuñadura y, a través de una ranura en el extremo, sobresalía un hilo metálico formando un lazo rígido de medio centímetro. Entonces se giraba el leucotomo trescientos sesenta grados, una vuelta, y el lazo rebanaba un corazón de materia blanca de un centímetro de diámetro, como si fuera el corazón de una manzana. A continuación se retraía el hilo y se sacaba el leucotomo con el trozo de cerebro. Después se volvía a introducir para repetir la operación en otra zona de la materia blanca. Moniz mandaba cortar tres o cuatro corazones en cada lado del cerebro, repitiendo toda la operación días después si no observaba la mejoría esperada. Moniz y Lima llamaron a esta técnica leucotomía, del griego lecos, ‘blanco’, y tomia, ‘cortar’.
Las personas lobotomizadas se volvían menos violentas y más manejables, pero todos sufrían una pérdida de personalidad irreversible.
En 1937, Moniz había publicado una monografía, un libro y trece artículos; en uno de ellos acuñó el nombre de psicocirugía. Todo terminó en la concesión del Premio Nobel en 1949.
La ciencia se resiente
Moniz no aportó pruebas de que algunos de sus pacientes, que él había calificado de curados, consiguiera vivir con normalidad fuera del hospital. Sí hubo una disminución de la agitación y un aumento de la tranquilidad. Hubo mucha prisa en presentar los resultados iniciales y sin tiempo para una evaluación sosegada. La sistematización y el rigor experimental que Moniz utilizó en el desarrollo de la angiografía cerebral brillaron por su ausencia en las psicocirugías.
Moniz nos proporciona una demostración casi perfecta de cómo no hay que hacer ciencia: emprendió operaciones sin tener ni idea del daño que podrían causar o de cuáles serían los resultados. No realizó experimentos previos con animales; no seleccionó meticulosamente a sus pacientes ni realizó después un seguimiento minucioso de los resultados, y de hecho ni siquiera realizó por sí mismo las operaciones, se limitó a supervisar a sus colaboradores para luego atribuirse el mérito de cualquier posible éxito.
Egas Moniz operó a más de cien pacientes hasta jubilarse a los setenta y cinco años. Pero iba en silla de ruedas desde los sesenta y cuatro, cuando un paciente le disparó cinco tiros, afectándole la espina dorsal y los pulmones. El paciente no había sido operado por Moniz. Adujo que este no le daba los medicamentos apropiados para su dolencia: neurastenia hipocondríaca.
Moniz se recuperó y vivió hasta los ochenta y un años, cuando falleció en 1955.