En 1930, Harry Jacob Anslinger (1892-1975), siendo comisionado de la Oficina Federal de Narcóticos (FBN, en inglés), creía que el cannabis no transformaba a sus consumidores en violentos, sino que el deseo de consumir llevaba a algunas personas a cometer delitos para conseguir dinero para comprarlo. No tardó en cambiar de opinión, cuando hizo suyos los esfuerzos de algunos poderosos, representantes de la intolerancia racial y el supremacismo blanco, interesados en lo que consideraban un instrumento de control social y ávidos de beneficios económicos. Anslinger fue nombrado primer jefe de la FBN en 1930 por el tío de su esposa, Andrew W. Mellon.
Al finalizar la prohibición del alcohol, Anslinger comenzó una campaña de desinformación promoviendo la idea de que el cannabis hacía que sus usuarios cayeran en arrebatos de delirios, en contraste con lo que pensaba en 1930: “Probablemente no haya falacia más absurda que la idea de que los consumidores de cannabis se vuelven violentos”.
Entre sus secuaces se encontraban William R. Hearst, John D. Rockefeller y Pierre Dupont. Anslinger, desde el FBN, criminalizó las sustancias psicoactivas, aumentó las penas para los delitos relacionados con el cannabis y promovió la publicación de la Ley de control de narcóticos de 1936. Se eliminó toda discrecionalidad para suspender sentencias o permitir la libertad condicional, mientras consentía invocar la pena de muerte para cualquiera que vendiera heroína a un menor.
En 1937 se aprobó la Marihuana Tax Act, que ilegalizó el cannabis. Esta ley fue redactada por Anslinger y presentada por el congresista Robert L. Doughton. Harry se puso él mismo a la cabeza de una guerra contra la planta en nombre del Gobierno de Estados Unidos. Esta ley no penalizaba la posesión o el consumo, imponía multas por violaciones en la distribución y el pago de impuestos.
“Fúmate un porro y es posible que mates a tu hermano”
“La marihuana es un atajo hacia el manicomio. Si fuma marihuana durante un mes, su cerebro no será más que un almacén de fantasmas horribles. El hachís es un asesino que mata por el amor de matar al hombre más amable que alguna vez se rio de la idea de que cualquier hábito podría atraparlo”. La planta tenía sus raíces en el mismísimo infierno, como aseguraba un cartel de la época.
Con el apoyo de William R. Hearst, Anslinger utilizó sus archivos Gore para llevar sus exageraciones contra el cannabis a nivel estatal. Los archivos Gore eran una colección de trozos escogidos de informes policiales para representar, gráficamente hiperbólicos, los delitos cometidos por consumidores de drogas. Anslinger fue parte de un movimiento más amplio destinado a alarmar al público e impulsar así la prohibición de todas las drogas.
El informe del canal de Panamá y el informe La Guardia sobre los efectos de consumir cannabis contradijeron las afirmaciones del Departamento del Tesoro, negando que llevara a la locura y afirmando: “La práctica de fumar marihuana no conduce a la adicción en el sentido médico de la palabra”. El informe La Guardia enfureció a Anslinger en plena campaña contra el cannabis y lo condenó por no ser científico.
Otra guerra de los cien años
Johann Hari, en su investigación publicada con el título Tras el grito, cuenta cómo accedió a los archivos de la Penn State University donde se guardan los documentos de Anslinger: su diario, sus cartas, los expedientes de sus casos... Después de leerlos, Hari dice: “Solamente entonces empecé a vislumbrar quién era en realidad aquel hombre y lo que hoy en día supone para nosotros”. El hombre que empezó una guerra que ya dura cien años...
La agencia que dirigía dependía del Departamento del Tesoro y estaba a punto de ser eliminada. Solo era la agencia que antes se ocupaba de la prohibición del alcohol y había que encontrar un nuevo cometido a Anslinger y a sus hombres. Estos eran corruptos después de catorce años luchando contra el alcohol, para verse ahora derrotados por el fin de la “ley seca”. Pero las drogas eran legales y el Tribunal Supremo había dictaminado que los adictos debían recibir tratamiento médico, no ser encarcelados por los esbirros de Anslinger.
Ante la perspectiva de quedarse sin trabajo, Anslinger se comprometió a erradicar de la faz de la Tierra todas las drogas. Y en treinta años consiguió que la Agencia se convirtiera en el cuartel general de una guerra global, que, cien años después, aún continúa.
En su primer trabajo en los ferrocarriles, Anslinger se obsesionó con la Mano Negra, la mafia, en una época en la que la mayoría de estadounidenses no creía en la existencia de esta organización criminal. Todavía en los años sesenta del siglo xx, Hoover, director del FBI, y todo un representante de la ley en Estados Unidos, sostenía que “la mafia no era más que una absurda teoría conspirativa con el mismo anclaje en la realidad que el monstruo del lago Ness”. Había excepciones, como el padre de John Kennedy, Joseph, ligado a la mafia hasta su acuerdo con ella para lograr la elección de su hijo. Anslinger recopiló y archivó toda la información que pudo sobre la mafia, convencido de que esa información le sería de utilidad en el futuro.
Durante los primeros años, Anslinger había desdeñado el cannabis al considerarlo como una molestia que le distraía de las drogas importantes que quería perseguir: la cocaína y la heroína. Afirmaba que el cannabis no provocaba adicción y, de pronto, empezó a defender la doctrina contraria, en la creencia de que los inmigrantes mexicanos y afroamericanos consumían más cannabis que los blancos.
A la locura desde el mismo infierno
Anslinger preguntó a treinta expertos, veintinueve respondieron que prohibir el cannabis sería un error y que se estaba presentando la planta en los medios de comunicación de forma inadecuada. Pero él no les hizo caso y solo se citó con el único que consideraba la planta como algo nocivo que debería ser erradicado. Este único testimonio afirmaba que, al fumar hierba, primero se cae en “un estado de ira delirante”. Después el consumidor se ve asaltado por “sueños de carácter erótico”. Luego “se pierde el dominio del pensamiento racional”. Y por último e inevitablemente, “la locura”. Anslinger resaltaba que “la marihuana convierte al hombre en un animal salvaje”. Y “si el abominable monstruo de Frankenstein se las viera con el monstruo de la marihuana, se moriría de miedo”.
Uno de los médicos consultados se puso en contacto con Anslinger, Michael V. Ball. No compartía su visión (o falta de ella) sobre las drogas, puesto que había consumido extracto de cannabis y “solo le había provocado somnolencia... Puede que el cannabis volviera a la gente loca, pero en un número ínfimo, por eso era muy posible que las personas que reaccionaban de esa manera sufrieran ya antes de algún problema mental que todavía no se había manifestado”.
Según Ball, era necesario hacer estudios científicos rigurosos para averiguar la verdad. Anslinger le respondió: “El mal de la marihuana no es algo que se pueda seguir postergando”, y que no estaba dispuesto a financiar ningún estudio en el futuro.
“Es muy difícil matar a un negro que haya consumido cocaína”
Además de amenazar a otros médicos que le presentaban pruebas de su error, ordenó a la Policía de todo el país que buscaran casos en que la marihuana hubiese provocado el asesinato de alguna persona, y empezó a recibir miles de esas historias. La prensa también perseguía esas historias, sobre todo la prensa amarilla de William R. Hearst. Anslinger le dio el respaldo de un departamento del Gobierno que las difundiría por toda la nación con el sello “oficial”, que verificaba su autenticidad, y funcionó. Ese departamento empezó a pedir más fondos para la Oficina Federal de Narcóticos, para que los salvara de aquella horrible amenaza.
Cuando la Asociación Médica Americana (AMA) presentó su informe donde desacreditaba sus afirmaciones más conflictivas, Anslinger dictó que si alguno de sus agentes era sorprendido con una copia del mismo sería despedido.
Todo el mundo se había reído de Anslinger cuando reveló que existía la mafia. ¿Qué pruebas tenía? Ahora, gracias a sus agentes, podía demostrar que la mafia no solo era real si no que era una organización de mucha mayor entidad de lo que se habían imaginado. Había recopilado datos sobre ochocientas personas que operaban en Estados Unidos. Sus redadas demostraban que estaba en lo cierto, pero las autoridades seguían negándose a creerlo.
“Extraños frutos cuelgan de los árboles”
Anslinger arruinó, destrozó y acabó con la vida de Billie Holiday, con el pretexto de su adicción a la heroína, cegado en realidad por sus prejuicios raciales hacia negros y mexicanos. En cambio, a la actriz Judy Garland, adicta a la morfina, en una charla cordial le sugirió que se tomara unas vacaciones y escribió al estudio cinematográfico que la estrella no tenía ningún problema con las drogas. También favoreció a una dama de la alta sociedad, señalando que era muy probable que no pudiera detenerla porque eso “destruiría la intachable reputación de una de las familias más honorables de la nación”. Él mismo se encargó de ayudarla, sin aplicarle la ley.
En realidad, la razón principal de los que defendían la guerra contra las drogas era, sostenían, que quienes tomaban dichas sustancias eran los negros, los mexicanos y los chinos. Y que al hacerlo olvidaban su lugar en la sociedad y amenazaban a la población blanca. Este sesgo racista aún perdura.
Las otras razones, protección de la juventud y prevención de la drogadicción, nunca se cumplieron. Si Anslinger pudo librar una guerra contras las drogas fue precisamente porque estaba reaccionando a uno de los mayores miedos del pueblo norteamericano blanco, anglosajón y protestante: la revuelta de los esclavos. Era más fácil pensar que la causa de la ira de los negros residía en un polvo blanco o en una planta. Y que si se eliminaban estos los negros volverían a ser sumisos. Y se doblegarían una vez más. “Los negros que han tomado cocaína son difíciles de matar”.
Para Anslinger, los chinos, “con esa crueldad particular propia de los orientales”, habían desarrollado “una especial inclinación por los encantos de las mujeres caucásicas de buena familia”. Atraían a las chicas blancas a fumaderos de opio, hacían que se engancharan a la droga y luego las obligaban a cometer actos de “una depravación sexual indescriptible”. Johann Hari concluye así: “Todo aquel que haya querido a un drogadicto, y todos los drogadictos, albergan en su interior el mismo impulso que Harry Anslinger de querer dominar la adicción. Aniquilarla. Hacerla desaparecer. Anslinger representa lo que sucede cuando a uno se le da poder y licencia para matar guiándose por sus impulsos más escondidos y paranoicos, y qué sucede cuando la mafia y el crimen organizado toman el mando, corrompiendo a policías, periodistas, jueces y políticos...”.
La mafia y el crimen organizado
La guerra contra las drogas empezó en Estados Unidos y los primeros críticos también comenzaron allí. Muchas personas eran capaces de ver que esa guerra no era lo que Anslinger afirmaba, sino algo muy distinto. Y él se aseguró de que esa información crítica no transcendiera al público. Mientras que afirmaba que estaba luchando contra la mafia, fue acusado de trabajar en secreto para ella. Según denunció el doctor Henry Smith Williams, la guerra contra las drogas se había montado porque la mafia pagaba a Anslinger, ya que, gracias a él y a su cruzada, la mafia se reservaba en exclusiva el mercado de las drogas.
El doctor Williams era una de las autoridades más respetadas de la profesión médica. Era autor de una Historia de la ciencia en treinta volúmenes y de numerosas entradas en la Enciclopedia británica, y llegó a tener más de diez mil pacientes, entre ellos, muchos adictos a los que legalmente recetaba opio o “el jarabe calmante de la señora Winslow”. Mientras, Anslinger pagaba a toxicómanos desesperados que enviaba a la consulta de Williams y otros médicos para entramparlos. Una vez con la receta extendida, eran detenidos por la policía. Así fueron engañados y detenidos veinte mil médicos; el noventa y cinco por ciento, considerados culpables. Así se consiguió que no volvieran a extender ninguna receta más a ningún adicto. Y de paso, que tampoco lo hicieran otros colegas en el futuro. “Los médicos, por mucho que quieran, ya no podrán tratar a los adictos”, palabras de Anslinger.
Afirmaba que su estrategia funcionaba: el número de adictos había descendido a veinte mil en todo el país. Años después, el historiador David T. Courtwright (Las drogas y la formación del mundo moderno), haciendo uso de sus atribuciones conferidas por la Ley de libertad de información, presentó una solicitud para que se le informara de cómo se había calculado esa cifra y resultó que no era más que una invención. Los funcionarios del Departamento del Tesoro admitieron que “no tenía ningún valor”.
En 1938, H.S. Williams publicó Drugs Addicts are Humans Beings (‘Los drogadictos son seres humanos’), donde presentaba pruebas de que la política estatal de prohibición de las drogas era un engaño en el que estaban implicadas las altas esferas, incluido Anslinger, quien, según Williams, recibía instrucciones de la mafia. Si la guerra contra las drogas, escribió Williams, continúa en Estados Unidos, en cincuenta años el comercio ilegal de drogas alcanzará los cinco mil millones de dólares. Y acertó.
“La marihuana lleva a un lavado de cerebro pacifista y comunista”
Anslinger llevó informes al Congreso sobre una “oleada de heroína comunista” para “debilitar al hombre blanco y construir una quinta columna dentro de Estados Unidos. Un ejército de adictos que estaría dispuesto a pagar su heroína con su propia traición”. Los adictos ya no eran solo delincuentes y mafiosos. Ahora eran traidores comunistas en potencia. Así, Harry, aprovechando los miedos de su época, conseguía aumentar el presupuesto de su agencia.
Pero, según Anslinger, para que esta estrategia funcionara debía adoptarse por todos los países sin excepción. “Hagan lo que hemos hecho nosotros. Declárenle la guerra a las drogas. O si no...”. Ese fue el mensaje y la orden que llevó a la ONU. Todos cedieron bajo presión o amenazas comerciales. Pero para muchos países era una excusa para perseguir algún grupo racial o políticamente estigmatizado.
En 1950, Anslinger se enteró de que un congresista era adicto a la heroína. Se tenía que evitar que aquel prohombre comprara la droga a los gánsteres del mercado negro. Se encargaría él mismo del suministro, ordenando a una farmacia de Washington que se le facilitara heroína de una forma legal. Toda la que necesitase. Así fue hasta la muerte de aquel prohombre: el senador Joe MacCarthy. Sí, MacCarthy, el azote de los comunistas, era un yonqui y Anslinger su camello.
Cuando, con la aquiescencia de Kennedy, abandonó la dirección de la agencia, Anslinger se había convertido en un paranoico; veía enemigos por todas partes, tentativas de grupos para hacerse con el control del mundo. Casi al mismo tiempo, una investigación de Hacienda concluyó que la agencia era un nido de corrupción.
En 1970, la revista Playboy organizó una mesa redonda sobre las leyes antidroga e invitaron a Anslinger y este aceptó. Por primera vez desde los años treinta, tuvo que defender sus teorías frente a adversarios mejor preparados: el psiquiatra Joel Fort, el abogado Joseph Oteri y William S. Burroughs.
Anslinger comenzó así: “Una persona bajo los efectos de la marihuana puede llegar a ser tan violenta que serían necesarios cinco policías para reducirlo. Existen pruebas de que el consumo continuado de hachís desemboca en el ingreso de la persona en un centro psiquiátrico”. Cuando le pidieron pruebas, se refirió al psiquiatra Isaac Chopra. Oteri le replicó que interrogando a Chopra en un juicio este admitió que no había realizado ningún estudio científicamente válido y que nunca había establecido una relación causa-efecto entre la marihuana y la locura. Anslinger no respondió. Ante los estudios, hechos y cifras que demostraban que la prohibición de las drogas había sido un error, Anslinger contraatacó con anécdotas de subido tono sexual, como en los años treinta. El debate estaba hundiendo a Anslinger en el descrédito. A cada aseveración de Anslinger, refutación de los expertos, silencio de Anslinger. Se desbordó diciendo que los participantes “eran unos monstruos que solo decían mezquindades” y que “tenían la mente enferma”, comparándolos con Adolf Hitler.
La última palabra la tuvo el doctor Fort: “Usted ha hecho que en este país se planteen las cuestiones científicas de la misma manera que en la Edad Media”. Esta fue la última intervención pública de Anslinger.
En sus últimos días, sumido en la paranoia y enfermo, tomó dosis diarias de morfina para controlar los dolores que le provocaba una angina de pecho. “Al final, tendría las venas laceradas por el efecto de aquellas sustancias que había tratado por todos los medios de eliminar”, dice Johann Hari sobre esta ironía del destino.
Ya retirado, confesó que la prohibición asfaltó el camino al crimen organizado.