Medicina de escritores
Antes de sentarnos, Sergey me recalca que hizo una excepción conmigo. La gente le llama para hacer una sesión y ni siquiera responde. Le parece una broma. Este camino es serio, debe hacerse poco a poco. Al menos debes quedarte dos semanas, hacer cinco o seis tomas. Y ahí sí que tu vida cambia, dice.
Pero Sergey me ha aceptado. Quizás valoró que yo tenía experiencia en el asunto, o le pudo el ego al saber que lo iba a entrevistar, tal vez incluso promocionar en España, quién sabe, pero Sergey repite una y otra vez que una única sesión es muy poco.
–¿No puedes quedarte unos días más?
–No puedo. Me encantaría, pero no es posible.
Sergey me pregunta cómo supe de él. Le cuento que estaba en Cuzco. Empezó a llover y me metí en la librería Génesis. Ahí, en un estante dedicado a chamanismos y otros temas espirituales, estaba su libro. Hay poca bibliografía sobre la mescalina o la huachuma mescalina y su libro, titulado The cactus of sanity, me llamó la atención. Leí dos capítulos apoyado en el mostrador, mientras miraba de reojo la calle, donde granizaba, y decidí escribirle inmediatamente. Tengo que conocer a este tipo, me dije. Luego vi que tenía otro libro sobre el cactus que nos ocupa y que llevaba quince años trabajando con la huachuma en un pequeño pueblo del valle sagrado.
Sergey me pregunta por mi resistencia a la medicina. Le digo que suelo tomar un poco más que el resto, pero tampoco quiero una dosis extrema. Ya sé lo que es estar doce o catorce horas bajo los efectos de la huachuma. Sergey dice que me dará tres cuartos, una dosis fuerte, pero no una que pueda hacerme volar la cabeza.
–Un día es duro para mí, un reto –dice–. Tengo que ser muy preciso en la toma. Quiero que tengas una experiencia potente, pero no te conozco, y no quisiera pasarme. Será pura intuición. Dos días ya sería diferente, porque te conocería un poco más, pero uno solo es un misterio.
–Estoy convencido que esto es el inicio de algo muy potente, ya lo verás –digo–. Nos volveremos a encontrar antes de lo que crees.
–Sí, mi medicina es especial, es medicina de escritores –dice–, porque es la energía que yo le pongo. Te va a abrir la mente de golpe. Hay gente que ni siquiera tiene talento para escribir nada y toma conmigo y luego escribe unos diarios enormes. No sé cómo, pero convoco las energías de las musas. Todos mis libros fueron inspirados por la medicina.
Le prometo que el próximo año regresaré, le repito que ya tomé huachuma unas diez o quince veces. La suya es diferente, me asegura. Veremos.
–¿Nunca sentiste que enloquecías en ninguna toma?
–Nunca.
Recuerdo entonces la vez que tuve algo parecido a un mal viaje de ayahuasca (aunque esa distinción no tiene sentido, buenos y malos viajes, pero para entendernos) y me tranquilicé al escuchar a Magda decirme: Marc, sea lo que sea en lo que estés, esto también pasará. Y así fue. Gran enseñanza.
Magda es mi chamana, mi maestra, mi amiga. Nacida en Mataró, a los veintitantos años empezó un viaje por Perú que la dejó ahí veinticinco años más. En Perú Magda entendió que su viaje era su manera de reencontrarse con su ser más antiguo, el que respira y vibra con los latidos de la tierra. Los Andes y la Selva la regresaron a su niña salvaje, a la Madre, y a la Mujer Medicina que es y que fue.
Toman huachuma los lunes, miércoles y viernes a las diez de la mañana. Salen a caminar por la montaña y regresan a las seis de la tarde, con la caída del sol. El resto del tiempo trabajan a distancia, pasean o simplemente viven esta vida de plenitud, amor y lucidez que regala la huachuma.
Hablo con Sergey entonces de la diferencia entre tomarla así, cocinada, o tomarla deshidratada. Sergey solo ofrece del primer modo. El otro lo deja para casos excepcionales, un viaje. Si con alguien hace buenas migas y se lo pide, le vende su medicina, seca, y así la persona continúa su trabajo en su país. La que cocina no, porque ahí pone su alma, y su alma no está en venta.
–¿Durante cuántas horas la cocinas?
–Eso es mi secreto, pero no son horas, son días.
Me instalo en mi cuarto en la casa que Sergey construyó a pocos metros de la suya, en la que vive con Mercedes y sus dos hijas. Pasan las horas y voy conociendo a los que ahora mismo la habitan: James, de Atlanta, lleva 8 meses acá; Darrel, de Australia, lleva 7 meses acá; Rachel, de Austin, lleva 4 meses acá; Andreas, de Austria, lleva dos días.
Toman huachuma los lunes, miércoles y viernes a las diez de la mañana. Salen a caminar por la montaña y regresan a las seis de la tarde, con la caída del sol. El resto del tiempo trabajan a distancia, pasean o simplemente viven esta vida de plenitud, amor y lucidez que regala la huachuma.
Salgo a almorzar al mercado. Por apenas siete soles, o sea 1,75 euros, me como un menú que consiste en una sopa de primero, triguchaque con chuño y un pescado frito de segundo, acompañado de choclo, arroz blanco y ensalada ¡La sazón de Doña Aleja! La bebida es un mate de manzanilla. Todo muy sano. A la salida me encuentro por la calle a Rachel. Conversamos un rato, y aprovecho para preguntarle cuánto paga por mes. Son 2500 dólares. Alojamiento, gastos y las tres ceremonias semanales. Lo que para mí sería inasumible a ella le parece una ganga. El formato retiro se volvió un buen negocio para quien supo montárselo. Rachel es una nurse practicioner, una enfermera más formada, un poco terapeuta, un poco doctora, que ahora quiere trabajar online para seguir viviendo en este valle tan fértil. Antes de llegar aquí, según cuenta, su vida era algo desordenada y no siempre feliz, allá por Austin. Desde que sigue la dieta huachumera de Sergey se siente realizada. Su rostro brilla cuando habla.
En el jardín me encuentro con Darrell, australiano. Me cuenta que era un zombi cuando llegó, estaba muerto por dentro. Siete meses después siente que es otro. Se ha pulido casi todos sus ahorros, pero siente que es lo que necesitaba. A finales de mes se irá con James a los USA.
Mi experiencia
La novedad es la nitidez de las visiones en las nubes. Imágenes de figuras incas o prehispánicas, incluso una pequeña aldea se hace viva, y veo una señora que lleva agua al río, las calles, las casas humildes, los huertos.
La señora está quieta, en la esquina superior izquierda, lleva algo parecido a un delantal y un cazo de agua. ¿Qué querrá decirme?
Veo también un tablero gigante, como de juego de mesa, cuyo centro lo preside un rostro de un sacerdote inca.
Luego veo una cara que me resulta familiar, un actor mexicano. Compruebo en internet que es Damián Alcázar. Luego me entero que tuvo un accidente (se cayó de una escalera golpeándose cuello y cabeza) tras una toma de ayahuasca con Alonso del Río. Magda me dirá después que quizás es una señal para que no tome con Alonso. Ella dos veces fue invitada a hacerlo y nunca se concretó.
La belleza del lugar al caminar de regreso, mezcla de distintos paisajes, parece el paraíso terrenal.
La conexión con esta tierra, con estas montañas, con esta gente peruana, sencilla y amable, como la señora que me preparó la cena ayer, yuca, verduras.
Linda la integración posterior en el sofá con los chicos.
Vivir en Perú es una opción, sí. Al menos pasar temporadas largas.
Pienso en esta frase: chamanismo es convertir la vida en una ceremonia, la naturaleza en un altar, y el amor en una religión.