–¡Voy a pinchar a Vypz Kartell en la puta puerta del Sooooool! –aúlla, desde el fondo del escenario, sobre los fogones de pinchar, uno de los maestros de ceremonias.
Mucha gente no sabe quién es Vypz Kartell (es una estrella del dance hall) pero todo el mundo sabe qué es la Puerta del Sol de Madrid y los miles de personas que han venido hasta aquí lo han hecho porque resulta que esta tarde, de cinco a nueve, es el lugar más interesante para fumarse un buen cañón de marihuana sin que nadie te moleste. Una fiesta siempre es una fiesta, aunque tenga dentro una idea (la legalización del cannabis es la idea) y en todas las fiestas hay clímax y anticlímax. En la Mani Fiesta Acción hay música y hay bloques en los que se explica el estado de la cuestión, los avances en el proceloso camino de la regulación del cannabis en España. Los bloques bordean el anticlímax, y cuando acaban, vuelve la música y la Puerta del Sol se eleva sobre sí misma y la gente se divierte. El cronista cósmico también se divierte: él siempre se divierte, pero, de pronto, ¡ah!, el cronista cósmico comprende que lleva un buen rato tirando latas de cerveza vacías al cubo de las latas de cerveza llenas que hay en el backstage y piensa: “Se acabó la fiesta”. Se equivoca: el cronista cósmico siempre se equivoca y la fiesta sigue, dentro y fuera de los cubos de latas de cerveza, más acá y más allá del backstage, donde la gente fabrica humo y reparte amor, o reparte humo y fabrica amor. En el backstage casi todo el mundo tiene una edad. Fuera del backstage no. Fuera del backstage hay mucha gente joven y eterna, hay grupos de chicos y chicas sentados en el suelo, y uno que no supiera mucho del asunto diría que son emo.
–No somos emo.
Obviamente, esa no es la cuestión:
–No nos gusta que nos cacheen por fumar –dice una de ellas–, eso sí debería ser un delito.
–Todo esto debería ser normal, todo esto ya es normal –dice Marina, “unas cuantas décadas” después de haberse fumado el primer porro.
Un hombre sacude un vaso de plástico para pedir dinero. “Postureo, postureo”, salmodian desde el escenario. “Unos le llamaban Fran, otros le llaman Paquito. ¡Paquito, Paquito!”. Un hombre con americana de cuadros y gorra promocional de la Cadena Cien cruza la plaza con su mujer enganchada en el antebrazo y regurgita las palabras “gilipollas” y “alcaldesa”. Así que hay simpatizantes y antipatizantes. Hay una pareja de prejubilados estadounidenses que lo encuentra todo muy divertido. Ella es de Florida y él es de Maine, donde la marihuana es legal. Traban conversación con una chica de veinticinco, pero no consiguen lo que buscan, un poco de marihuana fuera de casa. Más seres inanimados: Mickey y Minnie no interactúan con la gente que ha venido a la fiesta. Se hacen fotos con unas turistas hispanoamericanas y cuando termina la sesión, extienden las manos y las turistas rebuscan en el monedero, aunque solo le dan dinero a Mickey. Lentos y torpes, como verdaderos enamorados, como parte de la gran ola de amor que esta tarde se cierne sobre la Puerta del Sol, Mickey y Minnie se acercan y Mickey le entrega el dinero a Minnie, que se lo guarda en el bolso. Resulta inevitable –es una estupidez– pensar que dentro de Mickey hay un hombre enamorado de la mujer que hay dentro de Minnie, aunque a lo mejor resulta que son muñecos de verdad, y personas de mentira.
–Todo esto debería ser normal, todo esto ya es normal –dice Marina, “unas cuantas décadas” después de haberse fumado el primer porro.
Todo esto es casi normal. El amor, el humo. La pregunta más antigua del mundo –¿Qué pasaría si etcétera?– cristaliza esta tarde en esta otra: ¿Qué pasaría si se legalizara el cannabis?, ¿se acabarían todos los problemas? Por ejemplo: iba a llover y no ha llovido, así que hace bochorno en el sentido menos reaccionario de la palabra. Mateo es un treintañero realista –en el buen sentido de la palabra– que entiende que solo se acabarían los problemas relacionados con la prohibición.
–Pero hay muchos otros problemas –dice Mateo, y dibuja con el brazo un semicírculo que apunta hacia el costado derecho de la Puerta del Sol, donde unos sanitarios intentan reanimar a un joven que ha quedado fuera de juego.
Subido en uno de esos patinetes autopropulsados, un policía municipal –un extraño cruce entre un skater de ciudad pequeña y el patrullero Mancuso– se desplaza por la plaza –le llaman rima interna y no lo es–, se abre paso entre miles de personas que fuman porros y no las ve porque hoy le han dicho: “hoy no veas nada”.
A un lado del escenario hay aparcado un autobús de la organización con la planta de arriba descapotada. El cronista cósmico se sube a la planta superior del autobús, barre la Puerta del Sol con una mirada y suelta un poco de aire por las orejas. Sensación de poder, suaves oleadas de erotismo y culpabilidad. El cronista cósmico se frota las sienes y entabla una encarnizada batalla contra sus demonios interiores: dancehall, hip-hop, rap y otros sonidos que no comprende y que lo trasladan a una noche cerrada como boca de lobo y a un barco que zozobra en medio de la tempestad. ¿Hay base científica para asociar, de manera tan recurrente, el principio activo de la marihuana a cierto tipo de música? ¿Dónde están los demás? Los demás son los músicos que no hacen rap ni cosas por el estilo pero están en contra de la prohibición. La juventud de allí abajo no parece echarlos de menos. “Nadie cobra por estar aquí”, recuerda Bernardo Soriano, abogado, portavoz de Regulación Responsable y organizador de la fiesta. Soriano, y el resto de activistas que toman la palabra, hablan de dinero más de una vez. Los recursos que se inmovilizan por la prohibición, la recaudación para las arcas del Estado que traería consigo la regulación. Hummm: el dinero, ese pájaro de plata. Pero el autobús se bambolea y eso siempre es divertido. Hay un hombre dentro de unas zapatillas Nike que no fuma porros porque fumar le parece una aberración.
–Pero vaporizo casi todos los días.
Los artistas se desplazan por el escenario a grandes zancadas y cantan encima de las bases y hay unos balones de playa que botan –doing, doing– entre la gente. Arriba y abajo, delante y atrás. Los bajos (los bajos de las bases) reverberan y tiemblan, en la pastelería La Mallorquina, las estanterías de cristal sobre las que las napolitanas de crema –ñam, ñam– duermen el sueño breve de la bollería de alta rotación. Una señora de izquierdas se sube al escenario y resulta que ama a todo el mundo: “A los del hip-hop, a los de las rastas, a los de los tatoos, a los del flamenquito”. También se proyectan vídeos y un hombre del PP de Cantabria habla a favor de la legalización. “Uuuuuuhhhhhh, aaaaaaaah”. Barahúnda de rechazo y, al final, salvas de aplausos en señal de aprobación.
–Esto es un negocio, todo esto lo montan empresas –dice Roberto. Roberto agota las posibilidades de su cañón de alto gramaje, suelta una nube de humo y continúa con su visión de las cosas–: Vamos a ver...
Roberto le dice al cronista cósmico que no quiere figurar en el artículo con su verdadero nombre. Roberto, o cómo se llame, se frota los ojos a menudo. A lo mejor es demasiado tarde y Roberto está cansado, pronto caerá la noche, pronto acabarán los clímax y los anticlímax y fumarse un cañón como el suyo en la Puerta del Sol será más complicado. Cacheo, multa, recurso, anticlímax sin clímax. La franja rosa del horizonte ha virado a púrpura, el escenario se vacía, los maestros de ceremonias cierran sus maletines metálicos y la Puerta del Sol se despeja. Los chicos de la prensa no han venido –por supuesto, habían sido invitados– pero en las alturas permanece, suspendida sobre el kilómetro cero, una gran nube azul y verde que anuncia o parece anunciar que la regulación –la normalización de todo esto– está al caer.