Madrid se convierte por unos días en la capital mundial del Orgullo LGTBIQ. Pero ¿qué nos trajo hasta aquí?, ¿dónde queda la lucha ahora que hasta El Corte Inglés cuelga la bandera arcoíris y todos los partidos sacan su carroza en el desfile?, ¿cuál es nuestro lugar en el mundo de hoy?, ¿habremos muerto de éxito?
Una hepatitis A me ha mantenido alejado durante estas fiestas del Orgullo, este año especial en que a las celebraciones habituales se superponía el extra global de la elección de Madrid como anfitriona del WorldPride. Al hecho de estar convaleciente con la restrictiva prescripción de no beber alcohol ni consumir drogas, se unió la oportunidad de alquilar mi casa de Lavapiés a unos amigos británicos de un amigo que vive en Londres, así que me convencí de lo bien que le vendría este complemento a mi precarizada economía y de que ya estoy mayor para fiestas multitudinarias… Y me fui los días grandes a casa de mis padres, cerca de la playa.
Mientras me marchaba, no sin cierto fastidio (ese fastidio gregario que produce perderse determinados acontecimientos señalados y colectivos, quizás porque es mejor sentir que envejecemos con ellos que de forma extemporánea), pensé en lo paradójico que resultaba que Venus (bueno, una cuasivenérea) me expulsara de Madrid, a la que el Ayuntamiento, previo permiso por escrito a la alcaldesa de París, había rebautizado estos días como “La ciudad del amor”. Así que el sábado del desfile, mientras recibía mensajes y llamadas de mis amigos, todos pedísimos y echándome muchísimo de menos, ahí estaba yo con mis casi cuarenta y un años, viendo en compañía de mis padres la retransmisión por La Sexta, como esos ancianos, escayolados o padres de hijos adolescentes que ven ya sea la Semana Santa, ya sea la cabalgata de Reyes, a través de sus televisiones locales, en una de las situaciones vicarias más sórdidas y tristes que se me ocurren.
En su libro sobre Trieste, la escritora y viajera transgénero Jan Morris afirma que el exilio no es más que ausencia, así que espero que esta breve narración “en ausencia” (las personas ahora aglutinadas bajo las todavía crípticas siglas LGTBIQ conocemos mayoritariamente cuáles son algunos matices de lo que puede significar el exilio) sirva para ilustrar desde lo particular toda una serie de debates y reflexiones que, tanto en los días previos al Orgullo como durante el mismo, se han mantenido en conversaciones, redes sociales y medios de comunicación en torno a unas identidades sexuales a priori consideradas minoritarias. El debate es amplio e incluye la mercantilización de una celebración cuyo origen histórico fueron unas revueltas de carácter claramente político, la gentrificación de los barrios pioneros, como Chueca, que ahora acogen el grueso de las celebraciones, o el apropiacionismo, el lavado de imagen o la normalización que se entrecruzan con los deseos libertarios, la crítica político-económica y el festejo radical de la diferencia. Una fascinante cartografía, entre la realidad y el deseo, de lo que supone ser un individuo deseante, atravesado por múltiples relaciones de poder, en la sociedad global de nuestros días.
El 28 de junio del 69
La ocupación de muchas carrozas por parte de multinacionales, así como la publicidad gay-friendly, es sintomática del asimilacionismo por parte de las grandes corporaciones globales de este nicho de consumidores
La fecha histórica en torno a la cual se celebra el Orgullo conmemora los disturbios acontecidos en 1969 en el pub Stonewall Inn del Village neoyorkino, un local regentado por la mafia que acogía entre sus clientes a un gran número de marginados del heteropatriarcado: transexuales, travestis, drags, viejas locas, camioneras, gente sin techo, chaperos, jóvenes homosexuales exiliados de sus familias, etc. Las redadas de la policía, amparadas en leyes discriminatorias, eran frecuentes, pero esa noche una multitud enfurecida retó a las fuerzas del orden y los disturbios, a la que se unió buena parte de los residentes gais del Village; siguieron durante las noches posteriores, sirviendo de catalizador del movimiento moderno proderechos LGTBI en Estados Unidos y en el resto del mundo. Así, el Orgullo, un orgullo del lumpenproletariado de la pirámide sexual, surgido al albor de la turbulenta contracultura y los movimientos civiles de los años sesenta, ha ido creciendo hasta convertirse en lo que es ahora, pasando por los años (terribles aunque claves) de la gran crisis del sida (todavía no extinta en el llamado Tercer Mundo), y cuyo último logro, manifiestamente asimilacionista, ha sido la reciente aprobación del matrimonio homosexual en Alemania.
La conquista del espacio
La historiografía moderna, que va de la despenalización de la sodomía (un término claramente bíblico) en el Código Napoleónico a la inclusión de la I de intersexual (una nomenclatura claramente clínica) en las siglas LGTBI, abarca un sinfín de nociones cambiantes relativas al sujeto occidental moderno, donde lo sexual es un lugar, un topos, en el que, como avanzó Foucault en su Historia de la sexualidad, confluyen la política, la medicina, la biología, la religión, la economía, el urbanismo y otros muchos saberes disciplinarios, y sobre el que las teorías transfeministas queer tienen todavía mucho que decir. Un devenir histórico que ha corrido parejo a los últimos siglos de capitalismo industrial y postindustrial, ahora farmacopornográfico según Paul B. Preciado. Porque la historia de la visibilidad LGTBI (siglas que en su paulatina adición de contraidentidades borran, de alguna manera, su horizonte político y a la que llamaré de forma más contestataria antiheteropatriarcal) es la historia de la tierra adquirida.
“Go West!”, se habían dicho los primeros colonos de Castro, el barrio de San Francisco que materializó la vieja utopía de la tierra prometida ensayada en espacios más exiguos del Londres o el París decimonónicos. El éxodo de los disidentes sexuales, que como ya entrevió Proust en su obra magna guarda muchas similitudes con el de los judíos, aunque muchas veces sin el consuelo que los judíos han tenido en la familia y su capacidad de “herencia directa”, es una lucha por el espacio, un espacio que en nuestro orden capitalista se ha regido por las leyes del derecho mercantil. No es de extrañar que al igual que pasara con las primeras sufragistas y el movimiento feminista de la primera ola, la historia de los movimientos contra la heterosexualidad obligatoria, por acuñar el término de Adrienne Rich, esté estrechamente imbricada con la historia del capitalismo. La “habitación propia” del éxodo sexual estuvo desde tiempo inmemorial en los bajos y locales comerciales, abiertos normalmente en horario nocturno.
El orgullo crítico y los que se apuntan al carro
Desde hace unos años se celebra en mi barrio, Lavapiés –última víctima de la gentrificación urbanística que sufre el centro de Madrid–, un Orgullo alternativo que recoge las dispares críticas que, desde dentro, se hace al Orgullo oficial: por ser este predominantemente blanco, masculino, heteronormativo, cisgénero, burgués, mercantil y estéticamente estandarizado. No se trata de una contraprogramación stricto sensu, porque se puede disfrutar de uno y de otro, pero sí de una corriente crítica que cada año cuenta con un mayor número de asistentes, donde, desde el transfeminismo o el anticapitalismo, se trata de contrarrestar la deriva neoliberal y hegemónica de las fiestas oficiales.
Desde hace unos años se celebra en Lavapiés un Orgullo alternativo que recoge las dispares críticas que, desde dentro, se hace al Orgullo oficial: por ser este predominantemente blanco, masculino, heteronormativo, cisgénero, burgués, mercantil y estéticamente estandarizado
Durante los años del PP, la mínima participación del Ayuntamiento y su lógica delegación en manos privadas, más motivadas por fines empresariales que reivindicativos, unida a cierta pasividad y modorra de colectivos como la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (FELGTB), hizo que los grandes se comieran a los pequeños y que los promotores de las fiestas privadas (este año eran más de ochenta repartidas a lo largo de la semana, a precios en muchos casos no asequibles para cualquiera o solo pagables tras un esfuerzo de ahorro) presionaran al Ayuntamiento para prohibir que los bares sacasen barras a la calle, con una clara intención de desmantelar, o reducir en todo lo posible, la fiesta de la vía pública.
El Ayuntamiento de Carmena y, sobre todo, diversas asociaciones civiles han tratado de corregir esto y también de extender las celebraciones a otros barrios más alejados de la tierra prometida del centro (Orgullo Vallecano), o incluso a la periferia (Orgullo de Usera). Pero en este año de Orgullo Mundial la ocupación de muchas carrozas (cuyo alquiler cuesta una suma considerable) por parte de grandes multinacionales como Spotify, Levi’s y Google (además de por las ya habituales empresas del “sector rosa”), así como la publicidad gay-friendly hecha por empresas como El Corte Inglés, Vodafone y Netflix, cuya contratación de, compromiso con o contenido para el público objetivo LGTBI brilla por su ausencia, es sintomática del asimilacionismo por parte de las grandes corporaciones globales de este nicho de consumidores.
El pink washing o lavado rosa lo han sabido aprovechar grupos de comunicación de diversa calaña, pequeñas y medianas empresas que han colgado la banderita arcoíris (tan pacifista) en sus locales donde se suele programar fútbol en medio de comentarios homófobos o hacer chistes de mariquitas. Y todos los partidos políticos sin excepción, incluido el PP (sí, el partido que llevó al Constitucional hace poco la Ley de Matrimonio Homosexual), se han apuntado al carro, nunca mejor dicho.
Nuestro Orgullo
Algunos de mis amigos y yo mismo hemos criticado las campañas “normalizadoras” publicitadas desde el Ayuntamiento. ¿Qué es eso de “Ames a quien ames, Madrid te ama”? ¿Dónde quedan las reivindicaciones ajenas (en su totalidad o en parte) al amor de pareja convencional, la de los transexuales, la de los maricas que no aman a nadie (al menos por ahora) o aman a dos (y no están locos), la de las bolleras que solo han venido a follar en sex-parties, la de los adolescentes con pluma hostigados en sus colegios, la de los bisexuales que han venido a drogarse y ya verán luego no por qué sino por quién decantarse, la de los andróginos que recuerdan a los cuadros de los prerrafaelitas, o la de los asexuales que por fin se han hecho visibles este año? A un amigo, “nuestro Orgullo” le parecía un lema apolítico que quitaba protagonismo al grupo minoritario y marginado (hago un inciso para recordar el lema de la manifestación de este año, que caerá sobre papel mojado: “Por los derechos LGTBI en todo el mundo”), y que resultaba abstracto y diluyente. Yo, sin embargo, después de ver las fotos de este reportaje, llenas de diversidad, diferencia, nudistas, gente gorda y de cuerpo escultural, mujeres y hombres, heteros y heteruzos, hippies y pijos, aves del paraíso y plumas, niños y padres de todo tipo, provincianos y urbanitas, gente de Líbano, de México y de Australia, de Andalucía, de Asturias y de Baleares, me congratulo por el éxito sin incidentes del Orgullo Mundial 2017 y me reafirmo en la idea de que solo a través de la mezcolanza y de lo mestizo, de las críticas positivas que surjan en el fragor, conseguiremos superar el binomio minoría vs. mayoría y deconstruir poco a poco algunas de las relaciones de poder humanas y nuestra relación individual con lo hegemónico.
Considero que el Orgullo, este acontecimiento entre festivo y reivindicativo, este topos, es una gran oportunidad para, mientras gozamos, repensarnos. TODOS. Me duele profundamente que parte de la última ola feminista, tan excesivamente biologicista, abolicionista y encerrada en esencialismos (desde mi punto de vista ya muy superados dentro del feminismo), no se integre más en esta lucha y no nos deje integrarnos más en la suya, porque sería muy enriquecedor para ambas partes. Al fin y al cabo, tenemos un enemigo común a todo ser humano, también para los hombres heterosexuales: el heteropatriarcado, esa pútrida patria. En nuestro Orgullo, lema que ahora me gusta, todos son/somos bienvenidos. No se trata de buscar aliados. Se trata de encontrar sujetos potencialmente revolucionarios. Queer significa en inglés ‘rarito, desviado, torcido’. Transitar la vía del exilio, del apátrida, es una forma de celebrar no solo lo que nos hace únicos, sino también de hallar esa confraternidad que nos hace a todos iguales e hijos de un mismo Tiempo. Así los versos de Wallace Stevens: "Yo era el mundo en el que caminé, y lo que vi, escuché o sentí brotaba de mí mismo".