Después de Marruecos, Paraguay es el principal productor de cannabis del mundo. Se calcula que por año se siembran unas veintiuna mil hectáreas, que luego se trafican a Brasil y Argentina. Pero ya existen unos seis mil campesinos que tuvieron sus primeras cosechas comunitarias y quieren dejar de trabajar de forma clandestina para ser protagonistas en la nueva industria legal.
En Paraguay, la tierra es roja. Cualquiera diría que se debe al hierro presente en sus sedimentos, pero en este país mediterráneo de América del Sur, el suelo está regado con sangre. Primero: espadas y fusiles, tanto españoles como portugueses se encargaron de los guaraníes. Más adelante les siguieron los fusiles y cañones argentinos, brasileros y uruguayos, que aniquilaron al noventa por ciento de la población masculina durante la guerra de Paraguay, entre 1864 y 1869, según censos oficiales. En cinco años, este país pasó de ser la potencia latinoamericana con la única línea de trenes de la región, a estar sumida en una profunda pobreza estructural y daño demográfico que persiste hasta la actualidad. Sin embargo, hoy los guaraníes siguen resistiendo. También encontraron a una aliada que creció en silencio y escondida en la selva: la planta del cannabis.
Paraguay es el principal productor de marihuana de toda América. Los informes de la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) aseguran que allí se cultivan unas veintiuna mil hectáreas por año; para tomar dimensión, apuntaremos que a nivel mundial esta cifra solamente es superada por Marruecos, que planta unas cincuenta y siete mil hectáreas, según datos de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). Pero también, junto a México y Colombia, Paraguay es uno de los países que más sufre la guerra contra las drogas en la región.
La producción de treinta mil toneladas anuales de este país está en manos de diferentes organizaciones del narcotráfico, como el Comando Vermelho y el Primer Comando de la Capital, enfrentados entre sí. Los cultivos se ubican en la zona fronteriza con Brasil, en los departamentos de Concepción, Amambay, San Pedro, Caagazú, Alto Paraná, Itapúa y Canindeyú. En esta zona donde la tierra se ruboriza por su inmensa cantidad de nutrientes, unos veinte mil campesinos cultivan las inmensas plantas nativas y luego se las entregan a los terratenientes para elaborar el célebre prensado paraguayo. Finalmente, el ochenta por ciento se distribuye en Brasil y el veinte por ciento restante, en Argentina. Algunas veces, los campesinos cobran monedas por el trabajo; otras, ni siquiera vuelven con vida.
Pero ahora cada vez menos campesinos e indígenas de Paraguay dejan de llegar como golondrinas a los cultivos del narcotráfico. Se están organizando en cooperativas para ser ellos mismos quienes produzcan cannabis y puedan proveer al mercado interno, en un contexto de avance regulatorio en el país. Así confían que van a encontrar una salida económica a décadas de tanta necesidad. En la tierra colorada, desde las venas abiertas de América Latina, la sangre guaraní riega la sativa del sur: el Punto Rojo crece.
Qué dice la ley
En el año 2017, Paraguay aprobó su Ley de Cannabis Medicinal, luego del reclamo de varias asociaciones civiles para tratar las enfermedades de sus familiares. Entonces, esta normativa dejó de considerar un delito el uso de la planta para fines terapéuticos. En un primer momento, se creó el Programa Nacional para el Estudio y la Investigación Médica y Científica del Uso Medicinal de la Planta de Cannabis y sus Derivados (PROINCUMEC). Este organismo debía promocionar la investigación científica, capacitar profesionales de la salud y garantizar el aceite de cannabis a todos los pacientes que se inscribieran en un registro. El poder ejecutivo emitió dos decretos donde se establecían los requerimientos para que las compañías pudieran adquirir las licencias productivas: el Ministerio de Agricultura se encargó del cáñamo y el de Salud, de los aceites medicinales.
“Nunca nos dieron el aceite”. La persona que habla es Cynthia Farina, presidenta de Mamá Cultiva Paraguay, una de las organizaciones más importantes en el reclamo por la Ley de Cannabis Medicinal: “Existe un registro donde uno puede acercarse a retirar el medicamento, pero no funciona; no tienen la cantidad necesaria y los que entregan están próximos a vencer”, asegura la activista en diálogo con Cáñamo.
Según datos oficiales, el Ministerio de Salud entregó unas doce licencias a laboratorios para que elaboraran aceite medicinal de cannabis. Sin embargo, Farina sostiene que solamente dos son los que elaboran el derivado de la planta: Lasca, SA y Comfar, SAECA. “Lo único que hacen es importar CBD, lo envasan y distribuyen. Pero no solo no llega a la gente, sino que solo reconocen a los pacientes de epilepsia refractaria y esclerosis; el resto no accede”, dice Farina. Denuncia que el contexto de producción de aceite medicinal de cannabis en verdad es un monopolio: “Lo tiene la Cámara de Cáñamo Industrial de Paraguay (CCIP). No permite que nadie más tenga licencias productivas; ni otras empresas ni los campesinos que se están organizando”, asegura la presidenta de Mamá Cultiva.
“La reforma agraria va a ser con la marihuana. Buscamos una revolución económica y vamos a volver al cannabis un recurso agrícola, bajo un modelo cooperativo. Junto a las comunidades marginadas vamos a atender a un mercado gigante”, dice Juan Carlos Cabezudo, fundador de Granja Madre
En lo concreto, si bien en Paraguay dejó de ser un delito el uso medicinal del cannabis, las personas que tienen que hacer uso de la planta para tratar enfermedades continúan bajo la criminalización. Al no tener acceso a los aceites que debería proveer el Estado, los pacientes no tienen otra opción que recurrir al autocultivo o cultivo solidario. Pero la Ley 1.340 castiga con una pena de prisión de cinco a quince años a quien posea una planta de cannabis.
Para salir de la condición de criminales, Mamá Cultiva presentó un proyecto de ley para que se habilitara el autocultivo de cannabis con fines medicinales, sin límites de plantas y con permiso tanto para producir aceites, como para transportar la materia prima. La iniciativa fue aprobada por las dos cámaras parlamentarias. Sin embargo, distintos actores pusieron el grito en el cielo a las pocas horas. Uno de ellos fue la Cámara de la Industria Farmacéutica de Paraguay (CIFARMA). “El cultivo y el procesamiento doméstico no garantizan un producto higiénico y seguro”, dijo mediante un comunicado Luis Ávila, referente de CIFARMA y entonces gerente de marketing de Lasca, uno de los laboratorios que tiene licencia productiva por parte del Ministerio de Salud paraguayo. El presidente Mario Abdo Benítez no dudó y vetó la ley que habilitaba el autocultivo de cannabis.
Tanto Farina como cientos de usuarios de cannabis continúan en la clandestinidad. Y se siguen plantando: “Yo cultivo y preparo aceites. Desde la asociación tenemos acompañamiento de cultivadores solidarios. Así nos seguimos abasteciendo –cuenta Farina sobre el aceite que necesita para su hija Verónica, de doce años–. Tiene epilepsia y sufre de convulsiones muy largas desde los seis meses de vida”, recuerda. Tras cinco años de internaciones de Verónica y una búsqueda inalcanzable de mejoría, Farina buscó alternativas y se topó con el cannabis. Continuó formándose y agrupándose con otras madres con la misma realidad, hasta que se pusieron en contacto con Mamá Cultiva Chile. “Ellas nos ayudaron y creamos Mamá Cultiva Paraguay en el 2016”, cuenta Farina sobre la organización, que ya tiene cuatrocientas familias agrupadas. Sostienen que el Estado está deuda con las familias que necesitan cannabis. Por eso ya se aliaron con otros sectores desplazados históricamente: las cooperativas de campesinos.
La unión hace la fuerza
El 20 de noviembre de 2021, Juan Carlos Cabezudo cumplió cuarenta y cuatro años. Ese día solo pasaron a saludarlo unos amigos por su casa, en el departamento de San Pedro. No hubo fiesta, así que Cabezudo se acostó temprano aquel sábado. A la mañana siguiente estaba despierto cuando desde su cama y hacia las ocho menos cuarto comenzó a ver movimientos extraños por la ventana. “A la mierda. Acá me jodí”, pensó en el momento justo en que se dio cuenta de que ocho militares entraban por el fondo de su casa con fusiles de asalto.
En total, unos diecisiete uniformados allanaron el domicilio de Cabezudo y se lo llevaron preso. En el operativo organizado por la Secretaría Antidrogas de Paraguay (SENAD) se incautaron más de seiscientas plantas de cannabis que él tenía dentro del proyecto Granja Madre, una organización fundada por este abogado y que estaba formando cooperativas de campesinos para dar respuesta a la deuda que el Estado tiene en producir y distribuir cannabis. Dos meses antes, el propio Cabezudo había informado a las autoridades que iba a hacer un evento público donde se distribuyó la producción de los primeros campesinos cooperativizados. Pero el abogado pasó dos noches en un calabozo y otros nueve meses con una causa abierta donde enfrentaba veinte años de prisión, hasta que fue sobreseído por la justicia: “Nunca tuve miedo a que me arrestaran, pero vivimos en un país complicado. Lo que más temía era que me plantaran algo que no era mío –cuenta Cabezudo sobre la detención que, según dice, reforzó su idea política y aceleró el proceso que estaba llevando adelante con los campesinos–. Se abrió un debate y nos impulsó a avanzar más en el proceso de cooperativización. Las autoridades no volvieron a intervenir y fuimos pasando del temor a hacer dos cosechas abiertas”, cuenta el fundador de Granja Madre.
Cabezudo explica que el modelo que está aplicando responde al abandono social y económico del campesinado, la criminalización del uso de cannabis y el incumplimiento del Estado en la aplicación de la Ley de Cannabis Medicinal: “Ante esta realidad, nos radicalizamos y nos pusimos a plantar –dice el abogado. Luego, detalla algunas de sus acciones–: Regalamos tres mil plantas en la vía pública, organizamos las bases campesinas y distribuimos la producción en la comunidad”.
En la actualidad, Granja Madre tiene diez cultivos comunitarios con doscientas plantas cada uno, distribuidos dentro del departamento de San Pedro y ubicado a 254 km de la capital, Asunción. Se tratan de dos mil plantas de genéticas locales y extranjeras que son trabajadas por una decena de comunidades que, en total, representan a unas seis mil personas: “La producción va dirigida a regalar el aceite dentro de la comunidad. La idea es comercializar el excedente en los centros urbanos”, dice Cabezudo sobre la última cosecha, que representó alrededor de 68 kg de flores secas, que sirvieron para hacer derivados, como cremas y aceites bajo la marca de la cooperativa, llamada Kokuesero. Sobre este mismo nombre también se creó un equipo de fútbol local que compite en la Liga de San Pedro y que posee la primera camiseta de fútbol del país en la que su principal auspiciante es una marca de cannabis.
Al cierre de esta edición, Granja Madre organizó un evento público en la plaza Italia, de Asunción, donde se vendió la gran mayoría de la producción. Cabezudo cuenta que el objetivo es recaudar fondos para construir un laboratorio de extracciones y contratar un master grower. “El campesinado sabe cosas –dice Cabezudo sobre la experiencia que tienen varios de los trabajadores de la tierra en los cultivos operados por el narcotráfico–. Pero, hasta acá, son muy pocas las técnicas de mejoramiento del producto final. Apenas se sabe sacar a los machos”, dice el referente de Granja Madre. Luego, agrega que, en vez de aplicar cultivos de grandes plantas, como se hacen en las extensiones de los cárteles, “hacemos pocas siembras para aumentar la calidad”.
En cuanto a la tensión que pueda existir con la producción de cannabis en la frontera, Cabezudo responde que no existe porque este sector está enfocado al comercio con Brasil, mientras que ellos responden a un mercado interno. “En la historia de Paraguay jamás se atendió al cannabis en ninguna agenda seria, científica y mucho menos como una propuesta económica. Queremos salir de la situación en la que nos metieron con toda la mierda del narcotráfico –dice Cabezudo, y afirma–: La reforma agraria va a ser con la marihuana. Buscamos una revolución económica. Vamos a convertir el cannabis un recurso agrícola, bajo un modelo cooperativo y, junto a comunidades marginadas, vamos a atender a un mercado gigante”.
Por último, Cabezudo admite que sí existen tensiones dentro del fenómeno cannábico de Paraguay, aunque no sean por parte de los cárteles del narcotráfico. “Molestamos a los laboratorios –dice, y vuelve sobre el caso de su detención–: En nuestro país no hay dinero para una intervención con tantos militares para alguien como yo. Esos intereses se financian y hubo apoyo para perjudicarnos, infundir miedo. Llegaron a mi casa hasta con medios de prensa”, cierra.
Cultivo guaraní
“Conozco muchos jóvenes que son reclutados para la cosecha o limpieza (de los cultivos de los cárteles). Es un trabajo peligroso porque muchas veces vuelven sin cobrar y otras son apresados por la policía o asesinados”, cuenta Gladys Gómez, Presidenta de la Cooperativa Campesina del Norte.
Una de las comunidades campesinas que se sumó al proyecto de Granja Madre es la Cooperativa Campesina del Norte, ubicada en el extremo del departamento de San Pedro, a unos 420 km de Asunción. “Las familias campesinas siempre están produciendo alimentos que después comercializamos en el mercado local. También tenemos líneas de créditos y hace unos años empezamos a producir leche. Sumamos el cannabis porque es una planta beneficiosa para la salud y porque puede ser el recurso económico que estamos necesitando”, cuenta Gladys Gómez, la presidenta de la cooperativa y una de sus fundadoras hace veinte años.
Gómez aclara que en el campesinado no se pasa hambre: “Porque en el campo hay alimento, pero la gente no tiene dinero por si sufre alguna enfermedad. Existen unidades sanitarias gratuitas, pero no tienen medicamentos y solo atienden a nivel de primeros auxilios”, detalla sobre la principal necesidad. Entonces, esta cooperativa decidió hace un año y medio comenzar un plan piloto con un cultivo de cincuenta plantas: “Sacamos 15 kg de flores secas, que los usamos para procesar cremas, resinas y hojas disecadas para infusiones. Al trabajo se sumaron unas diez personas que ya tenían algo de conocimiento de la planta”, detalla Gómez.
La presidenta de la cooperativa vive hace años a 80 km del inicio de los terrenos donde se encuentran los cultivos de cannabis asociados a los cárteles. Por eso sabe en primera persona qué ocurre en los departamentos como Pedro Juan Caballero: “Conozco a muchos jóvenes que son reclutados para la cosecha o limpieza. Es un trabajo peligroso porque muchas veces se van por dos meses y vuelven sin cobrar. Pero otras veces son apresados por la policía o asesinados”, asegura Gómez. Ella agrega que solo se encuentran a 150 km de la frontera con Brasil: “La situación de sicariato es muy común en las comunidades. Hay familiares cercanos de campesinos que fueron asesinados y no se puede hacer nada. Un día los balearon y ya está; no hay investigación. La cuestión se normalizó”, cuenta.
Si bien Paraguay tiene una de las tasas de homicidios más bajas de la región, en los departamentos donde se concentran las operaciones de los cárteles las cifras se vuelven escalofriantes. Por ejemplo, en Pedro Juan Caballero, bastión del cultivo clandestino, según cifras oficiales de Paraguay, la tasa de homicidios es de setenta y nueve por cada cien mil habitantes. Se trata de un número que está cerca de duplicar la tasa de 44,68 que tiene Jamaica, la nación con más asesinatos en el planeta.
“Es muy difícil vivir con esto. El consuelo es que mientras uno no se meta con ellos, está a salvo”, dice Gómez, una de las guaraníes que aún resiste, a pesar de que debe lidiar con varios frentes de batalla: “Hoy hay una problemática muy fuerte donde se desalojan familias campesinas, en favor del empresariado de la soja también. Están arrasando con todo. La franja del Bosque Atlántico, al este, la perdimos hace rato. Ya no es Paraguay”, asegura.
Un drama familiar
Así como existen campesinos que se organizan en cooperativas, por otro lado, están los que trabajan para los cultivos operados por los cárteles, el rubro industrial de la planta también se diferencia. Incluso, en este último sector, se encuentra presente una profunda rivalidad que tiene como protagonistas a dos hermanos enfrentados, al punto que en Paraguay existen dos cámaras empresariales diferentes.
Para entender la disputa, primero hay que explicar que en la nación guaraní es legal la producción del cannabis medicinal y el cáñamo, bajo la Ley 6.007, anteriormente mencionada. El mecanismo para acceder a las licencias de producción se realiza mediante un pedido formal y el cumplimiento de una serie de requisitos planteados por los ministerios de Agricultura y Salud. En cuanto a la cartera sanitaria, se expidieron unas doce licencias para elaborar aceite medicinal de cannabis. Pero desde el activismo dicen que solamente lo realizan los laboratorios Lasca, SA y Comfar, SAEC. Por el lado del cáñamo, Agricultura solo aprobó tres licencias a las compañías International Market, SA, Irupe Paraguay y Healthy Grains, SA; el CEO de esta última es Marcelo Demp, también presidente de la Cámara de Cáñamo Industrial de Paraguay (CCIP) y uno de los hermanos en cuestión.
“Las empresas licenciatarias son parte de la única cámara de Paraguay”, asegura Marcelo Demp. Si bien el empresario sostiene que se han realizado exportaciones a Reino Unido, Países Bajos, Estados Unidos y Canadá, él responde: “No se tienen claros los números [en dinero] de cuánto significa”. “Según los registros de aduana, nunca se exportó cáñamo”. La acusación viene por parte del propio hermano de Marcelo, Andrés Demp. Él es secretario del otro conjunto de empresarios, la Cámara Paraguaya de Cannabis Industrial (Cannapy). Además, sostiene que su hermano Marcelo quiere monopolizar el rubro de la planta.
Pero la disputa entre los hermanos Demp comenzó hace años. Según pudo comprobar Cáñamo, Marcelo y Andrés fueron socios en una empresa exportadora de granos llamada Alquimia, SA. Ellos tenían una buena relación y la compañía era tan exitosa que, en el año 2014, ambos subieron al escenario para recibir un reconocimiento por parte de la Asociación de Empresarios Cristianos (ADEC) por ser líderes en la comercialización de la chía. Hasta que dos años más tarde se partió por completo la relación, tanto empresarial como familiar.
La empresa Alquimia había logrado importar un lote de semillas de cáñamo a Paraguay, con la aprobación de los diferentes organismos de control. Sin embargo, la aduana frenó la entrega hasta que la justicia no terminase una investigación, que duraría tres años, ante sospechas de narcotráfico al tratarse hasta ese momento de una sustancia enteramente prohibida. Cuando se truncó el ingreso de las semillas, Marcelo Demp abrió una nueva compañía dedicada al mismo rubro a espaldas de los socios de Alquimia, incluido su hermano Andrés. Nunca más volvieron a compartir una cena de Navidad y nació la empresa Healthy Grains, SA, una de las tres firmas que posee licencias productivas en la actualidad junto a International Market e Irupe Paraguay.
“Las tres empresas son de los mismos dueños de Healthy Grains. Son las únicas autorizadas hoy en día a producir y exportar cáñamo”, acusa el monopolio Andrés Demp. Además, el secretario de Cannapy dice: “Recibieron permisos para beneficiar a veinticinco mil familias campesinas dándoles dos hectáreas a cada uno, con un total de cincuenta mil hectáreas. No se llegó a sesenta familias productoras”. Esta serie de denuncias también son respaldadas por las organizaciones de Mamá Cultiva Paraguay y Granja Madre.
Andrés Demp dice: “El Ministerio de Agricultura solamente aprueba las iniciativas de Healthy Grains –y explica–: “Cannapy se forma por eso: éramos unas veinte empresas queriendo trabajar en el tema y no nos daban los permisos. Nos presentamos y tenemos dilaciones, rechazos, extravíos de documentos. Nos han pedido hasta ensayos de dos años con un coste de treinta mil dólares. Pero a las empresas de la CCIP no les dieron las mismas exigencias”.
Por su parte, Marcelo Demp sostiene que las compañías de la CCIP son las únicas legítimas de Paraguay. Con respecto a la otra cámara, responde: “Son un grupo de izquierda que presiona a las autoridades para que se libere totalmente. Se juntaron con algunos campesinos, hacen cultivos ilegales y se hacen llamar Cannapy. El Gobierno e instituciones no los consideramos en el marco de la legalidad. Están en la ilegalidad”, dijo Marcelo Demp, que negó la existencia del monopolio.
Sin embargo, Andrés Demp dice que el Gobierno de Mario Abdo Benítez, a través de sus carteras de Agricultura y Salud, solo aprobó las licencias de la CCIP por los estrechos lazos que tendría Marcelo Demp con la familia presidencial: “Sé que Marcelo tenía una relación con Jorge López Moreira, el hermano de la primera dama (Silvana López Moreira). Así consiguieron los permisos”, nos confía Andrés.
No es la primera vez que cae un escándalo similar en el centro del matrimonio presidencial. En el 2021, una investigación de la Dirección Nacional de Contrataciones Públicas (DNCP) publicó que la empresa constructora Engineering, de la cual está reconocido públicamente que su principal lobista es Jorge López Moreira, ganó más de sesenta licitaciones y se demostró que hubo malversación de fondos superiores a los dos millones de dólares en la obra pública.
Derecho a réplica
–¿Conoce a Jorge López Moreira? –Le pregunto a Marcelo Demp.
–No sé de quién estamos hablando –responde.
–Es el hermano de la primera dama, Silvana. ¿No sabe quién es?
–No tenemos vínculo. Lo conoceré de vista, tal vez.
–¿Lo conoce o no? –Le insisto.
–No. No sé. Tal vez en algún evento social. Lo desconozco en este momento.
Así Marcelo Demp no afirmó ni negó desconocer si Jorge López Moreira, el hermano de la primera dama, forma parte de la industria del cannabis. Cortó la comunicación y no volvió a contestar los llamados de Cáñamo.
Cambio de rumbo
Para el momento en que se imprima esta edición, Paraguay habrá elegido un nuevo presidente y Mario Abdo Benítez comenzará a suceder la máxima embestidura. En este contexto de cambio político es que las organizaciones cannábicas que hoy se sienten desplazadas, tanto de la producción como del acceso de la planta y sus derivados, esperan que se apruebe un proyecto de ley que amplíe el marco regulatorio en el país.
Cannapy, Mamá Cultiva Paraguay y Granja Madre presentaron una iniciativa parlamentaria para que no solo se incrementen los otorgamientos de licencias productivas, sino para que también se habiliten todos los usos del cannabis, para sumarse a las pocas naciones del mundo que avanzaron en la regulación integral. El proyecto ya se encuentra en los despachos de la Cámara de Senadores y se espera que pueda ser tratado cuando asuman el poder las nuevas autoridades parlamentarias en el transcurso de este año.
Mientras, parece que al cannabis no hay quien lo frene. En un período próximo se sabrá si la planta será exclusiva de una elite o si se expandirá el acceso a ella. Lo que sí es seguro es que aquí, donde la tierra es colorada, el futuro será verde y brillante, como una sativa paraguaya.
Si bien no existe una versión confirmada de la llegada del cannabis a Paraguay, su genética indica que puede provenir de las sativas colombianas o brasileñas introducidas por los esclavos africanos. Aunque también pudo tratarse de cáñamo plantado por la Corona española hacia el siglo xvi que, ante el clima tropical, se volvió una variedad psicoactiva. Lo cierto es que la planta se encuentra presente en la zona hace siglos y ya desarrolló una identidad propia: el Punto Rojo, una sativa con altos contenidos de THC que puebla la selva entera.
Luego, según la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD), el mercado ilícito comenzó hacia la década de 1960. Una década más tarde, cifras del Departamento de Estados Unidos, reportadas por la Embajada en Asunción, detallaban que en Paraguay se producían de diez a veinte toneladas anuales que llegaban a Brasil y Argentina.
Desde aquel entonces, las plantaciones se multiplican en áreas remotas de la selva, campos privados y tierras fiscales al este de Paraguay, en la franja fronteriza con Brasil. Según cuentan campesinos que trabajaron en este tipo de producciones dominadas por los cárteles, la cosecha se seca en las peores condiciones: la materia vegetal húmeda se deposita en bolsas o en ciertas ocasiones se entierra. Luego, tanto plantas hembras como macho, sin manicurar, se depositan en unas prensas que se fabrican con troncos y gatos hidráulicos. El resultado es un ladrillo marrón y un sabor considerablemente degradado al original de los compuestos activos de la planta. Además, suele contener insectos y hongos, entre otros patógenos.
El motivo por el cual continúa existiendo el prensado paraguayo es porque su coste es sustancialmente menor que el de flores. En la actualidad, 25 g de marihuana prensada cuestan alrededor de doce dólares.
A pesar de que es una sustancia muy lejana al cannabis y es tóxica, el prensado guarda un tesoro. Junto a las ramas y hojas, el pequeño ladrillo también trae semillas. A pesar de que se encuentran enmohecidas, aplastadas y contaminadas con hongos, estas semillas son la piedra fundacional del movimiento cultivador de Sudamérica. Durante muchos años fueron las únicas semillas a las que se podía acceder. Esta sativa paraguaya, generalmente machos o hermafroditas, posee un aroma cítrico y un sabor a madera. Sin un trabajo de selección de sus perfiles de terpenos, esta genética se acerca más a una landrace, variedad autóctona que se ha desarrollado a través de la adaptación a su entorno.