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Cultura / Viajes

Un pescador fumeta, un camello emigrado y otras historias albanesas

Un porro en Albania

Un porro en Albania
Fotos: Bernardo Álvarez-Villar

Este país balcánico es desde mediados de los 90 –gracias a la abundancia de agua y de luz, y a la corrupción de su policía y sus instituciones– uno de los principales cultivadores de marihuana del mundo.

Las montañas de Albania nacen casi en la misma orilla de la costa, tan cerca que puedes escudriñar el camino que lleva a la cima mientras haces el muerto en el mar. Desde lo alto, sus laderas se derraman sobre los valles en pendientes abruptas como vientres hinchados, o como músculos rígidos recorridos por venas de piedra y cubiertos de un matorral resinoso y oscuro. Al mediodía parecen palpitar en ese sol recio que es el de este país fronterizo, tan rudo y tan encantador. En verano, ya poco después de la cinco de la mañana va clareando un cielo azul impoluto con una luminosidad limpísima. En los trechos más elevados de las cordilleras bien puede dar el sol durante 16 o 17 horas diarias, hasta un rato después de que el almuédano llame a la última oración del día desde alguna de las aldeas de la sierra.

Por esas laderas discurren entre los requiebros, al abrigo de riscos sombríos o tomando las canales, dispersándose por las arboledas de las zonas medias, abundantes torrentes de agua helada que irrigan las pendientes y hacen florecer los olivos y las higueras de los valles antes de llegar a las playas de Borsh o Ksamil en el Mediterráneo.

La luz y el agua están siempre al comienzo de todo.

Pues poco más que luz y agua fue todo lo que tuvieron miles de albaneses durante varias décadas de su torturada historia: la desquiciada y brutal dictadura comunista de Enver Hoxha, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1992, seguida de una transición de turbulencias y penurias nunca del todo superadas. Así hasta hoy, cuando Albania es un país formal y raquíticamente democrático, eterno aspirante a ingresar en la Unión Europea.

Un porro en Albania
El bazar viejo y el alminar de la mezquita de Kruje, un pueblo en la montaña a unos 40 kilómetros al norte de la capital.

El Departamento de Estado de Estados Unidos describía en 2018 a Albania como un país de “corrupción desenfrenada, instituciones jurídicas y gubernamentales débiles y control fronterizo laxo”. Sus élites políticas y económicas funcionan con una lógica viciada, una inercia de expolio y opacidad heredada de la dictadura que lastra las expectativas de futuro de la mayoría de la población. El paro se sitúa en torno al 12%, un 28% para los jóvenes, y la tasa de pobreza, según el Banco Mundial, alcanza a un 31% de sus 3 millones de habitantes. Con un PIB per cápita de 4610 euros en 2020 y una economía muy dependiente de un sector primario de pequeñas y deficitarias explotaciones agrarias, muchos deciden emigrar. Se estima que el 41% de los albaneses vive fuera de las fronteras de su país.

Albania es desde mediados de los 90 –gracias a su sol y a su agua, única abundancia que le ha sido concedida– uno de los principales cultivadores de marihuana del mundo. El último World Drug Report, el informe anual publicado por United Nations Office on Drugs and Crime, sitúa a Albania como el séptimo productor mundial de marihuana después de Marruecos, Afganistán, España, Países Bajos, Pakistán y Líbano.

“Tiene que ser fácil pillar algo por allí”, me decía antes del viaje.

La regulación se acerca y la represión se recrudece

Un porro en Albania
El mar Jónico con la isla de Corfú al fondo, desde algún punto de la carretera entre Borsh e Himare.

Dos días antes de volar a Albania, a principios de julio, leí una noticia en la web de esta revista: “Albania inicia la regulación del cannabis”. El gobierno socialista de Edi Rama acababa de presentar un “proyecto para regular la producción de cannabis con fines industriales y medicinales”. El documento contempla autorizar, a partir de 2023, extensiones de cultivo de hasta 150 hectáreas. La producción quedaría en manos de empresas privadas con licencia, que podrían cultivar y producir bajo control del Estado.

El anuncio no era ninguna sorpresa para el país balcánico. El pasado mes de abril el propio Rama presentó los resultados de una encuesta nacional, respondida por más de medio millón de ciudadanos, que reflejaba que un 61% de los albaneses estaba a favor de la regulación del cannabis medicinal, mientras que solo un 29% se pronunció en contra de la medida.

A día de hoy, en virtud del artículo 283 del código criminal de Albania, la posesión, venta, regalo o transporte de cualquier tipo de droga puede suponer entre 5 y 10 años de prisión, salvo si se trata de pequeñas cantidades para consumo personal. También es ilegal el cultivo de cannabis, penado con estancias en la cárcel de entre 5 y 7 años. Sin embargo y pese a ello, los últimos datos de consumo disponibles, recopilados en el European Drug Report del año 2014, indican que el cannabis es la sustancia ilegal más consumida en el país: una de cada diez personas de entre 15 y 64 años dice haberlo probado al menos una vez en su vida, y de ellos la mitad reconoce haberlo hecho en el último año.

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Un torreón del viejo castillo de Kruje; el barrio búlgaro de Berat, a los pies del río Osum.
Un torreón del viejo castillo de Kruje.

El mismo Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías notifica también un incremento de los delitos penales relacionados con las drogas. En 2015 fueron procesadas 1700 personas por este tipo de delitos, siendo la cifra más alta de todo el lustro anterior. Según la propia policía albanesa, entre 2018 y 2021 se duplicaron los delitos de tráfico de drogas cometidos por menores.

En la última década, las autoridades albanesas han reforzado su lucha contra el narcotráfico con el objetivo de asear su imagen de cara a sus severos colegas europeos, y los resultados se dejan notar. Cerca del 40% de la población reclusa en Albania lo está por delitos vinculados al tráfico de drogas, según recoge el medio local Balkan Insight. El mismo medio ha publicado que 8328 albaneses fueron procesados entre 2013 y 2019 por cultivar o traficar con cannabis.

Sin marihuana en Tirana (ni en Kruje, ni en Vlore, ni en Himare)

Un porro en Albania

Podría haber preguntado dónde pillar en las primeras noches en Tirana: en las calles estrechas y oscuras de Blloku, el barrio de moda de la capital, en sus pubs y terrazas abarrotadas o en el mugriento antro de heavys en el que empezamos la noche del sábado. También podría haberlo intentado en Kruje, donde unos adolescentes ociosos echaban la tarde sentados al pie de la carretera; o haber tanteado al napolitano medio hippie que regentaba un hostel en Vlore, hablaba en perfecto español y había leído a Lorca y a Vázquez Montalbán. O al chaval que nos ayudó en Himare a meter el coche por un estrecho camino de piedras y zarzas y nos pidió un cigarrillo por el favor.

Pero no lo hice, tal vez por un miedo inconsciente a verme obligado a negociar en portales sórdidos y callejones oscuros, o por cierta vergüenza o timidez. Salvo que me resulte evidente que un desconocido vende marihuana, siempre me privo de preguntar, más aun en un país desconocido, y opto por un código de comunicación oblicuo y terriblemente ridículo. Me insinúo, miro fijamente si huelo a hierba, o gesticulo y muevo los ojos o hago tics con el cuello. Qué extraño: nada de eso me funcionó durante la primera semana del viaje.

No fue hasta que llegamos a Himare, un modesto pueblecito costero, que se nos presentó una ocasión en bandeja. Gozamos del atardecer en la fantasmagórica ciudad vieja de Himare, desde donde veíamos el sol esconderse tras la isla de Corfú, entre palacios en ruinas y capillas ortodoxas abandonadas, con incensarios de oro polvorientos, iconos de santos roídos de polvo y sal y frescos de la Virgen desconchados. Todo en ese momento –ese romanticismo de la decadencia mediterránea, ese dulzor de higueras y jacarandas, el cuchicheo de las cigarras– ameritaba fumar lento un buen porro de marihuana. Pero fue más tarde, en la playa del paseo marítimo, ya de noche, cuando la olimos cerca por primera vez en todo el viaje.

Era un hombre solo, de mediana edad, aspecto corpulento y cara sonrosada. Se acercó sin que le dijésemos nada. Nos preguntó si éramos españoles y sonrió, como felicitándose por su buen oído con los idiomas. Nos dijo que era de allí del pueblo, que era pescador y que su casa estaba justo ahí, apuntando con el porro humeante hacia una bocacalle del paseo. Luego nos ofreció una calada de una hierba local, según dijo, una hierba muy buena. Acepté, y me llevé a los labios ese porro hecho de una hierba de sabor seco y escasa potencia, pero de regusto agradable. Apenas sabía inglés el pescador. Nos dijo que al día siguiente madrugaba mucho para salir al mar y se marchó. Como un cuarto de hora más tarde, cuando ya nos íbamos, vimos que estaba sentado en una hamaca varios metros detrás nuestro mientras se terminaba el porro.

No podía dejar escapar esa oportunidad, y al pasar por su lado le pregunté si sabía dónde podíamos comprar un poco de esa hierba. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros. No sabía, no tenía ni idea. Era un hombre extraño y melancólico este pescador.

¿Dónde termina la mafia?, ¿dónde comienza el Estado?

Un porro en Albania
La fachada del edificio donde nos alojamos en Tirana.

La verdad es que el negocio de la marihuana en Albania poco tiene que ver con sencillos pescadores que le compran su hierba a los sencillos agricultores de su pueblo. Hubo un tiempo, efectivamente, en el que el cannabis era una planta tradicional y bien conocida en la cultura campesina albanesa. Su uso no estaba regulado, como no lo estaba casi nada en aquellas montañas indómitas, y la usaban los campesinos y pescadores por sus virtudes medicinales o para fumar una pipa con los amigos, cuando cae el sol y ya corre la brisa y se sacan las sillas a la calle.

En 1946 Hoxha prohibió el cultivo del cannabis en Albania, y toda la producción pasó a estar controlada por el Estado. Ahmet Osja, el último Ministro de Agricultura de la dictadura, dijo en una entrevista que aquel era un cannabis “de muy buena calidad gracias a la luz. La compraban los suizos para utilizarla en productos farmacéuticos, hierbas medicinales y cuerdas”. Luego cayó la dictadura, comenzó la guerra en la vecina Yugoslavia y empezaron a tambalearse todas las precarias certidumbres que articulaban la sociedad albanesa. El Estado se descomponía, su maltrecha economía caía en picado y las armas proliferaban. En esas circunstancias, las organizaciones criminales arraigaron en el país a través de la marihuana, que permitía a muchos agricultores arruinados mantener unos ingresos para salir adelante.

Las mafias acumularon entonces un enorme poder que iba mucho más allá del narcotráfico, y que alcanzó los negocios inmobiliarios, las jefaturas de policía y, por supuesto, los partidos políticos. Como suele suceder en estos casos, es difícil saber dónde acaba la mafia y dónde empieza el Estado. Ese nexo entre grupos criminales, fuerzas de seguridad y autoridades no ha podido quebrarse todavía, y es de hecho uno de los principales motivos por los que no se considera a Albania un país apto para ingresar en la UE.

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Tabaco artesanal cultivado en el norte de Albania, a la venta en el mercado central de Tirana.

La propia UE emite periódicamente informes en los que monitoriza los progresos de Albania para unirse a la casa común. En uno de 2016 se lee: “La persecución policial nunca captura a las bandas criminales que están detrás del cultivo y el tráfico de drogas. Rara vez está garantizado un seguimiento judicial eficaz en los procesos penales”.

Ese mismo año, el embajador de Estados Unidos en Tirana declaraba lo siguiente: “Sabemos que hay varios miembros del parlamento, que hay alcaldes en Albania y que hubo candidatos al cargo de alcaldes que tenían condenas por tráfico de drogas en Estados miembros de la UE".

También en 2016, Balkan Insight entrevistaba a un joven de 21 que se dedica al cultivo de marihuana en un terreno familiar: “El éxito solo depende de tener una conexión con la policía. Ellos nos avisan de las redadas que pueda haber. De modo que, si conseguimos sacar la cosecha, de 2000 plantas unas 200 le pertenecen a la policía. Sin contactos dentro de la policía y de la política nadie se atreve a hacer la inversión necesaria para cultivar miles de plantas”.

En 2017, Edi Rama relevó a los directores generales de la policía de las doce provincias albanesas por sus vínculos con el narcotráfico. El director del Instituto de Estudios Políticos de Albania, Afrim Krasniqi, aseguró que el papel de las bandas criminales en la campaña electoral de ese año fue mayor que el de los propios partidos políticos: “Nadie puede ganar las elecciones sin el apoyo de estos grupos”.

El PIB de toda Albania en las plantaciones de Lazarat

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Un edificio en el centro de Tirana.

Buena parte de la marihuana cultivada en Albania acaba vendiéndose en las calles de ciudades europeas. Sale del país hacia Montenegro, Italia, Grecia o Turquía, donde según un documento oficial estadounidense de este mismo año, se cambia por cocaína o heroína que luego los traficantes albaneses distribuyen por Europa. Eso explica que, desde hace ya una década, la UE financie de su bolsillo unos aviones policiales de reconocimiento para detectar y erradicar los cultivos de cannabis albaneses.

No es posible comprender la escala que alcanzó la producción de marihuana en Albania sin hablar de la diminuta localidad de Lazarat, un pueblo situado en las montañas próximas a Gjirokaster y a apenas 30 kilómetros de la frontera con Grecia. Según los datos que manejaba la policía italiana, ese pueblo de solo 3000 habitantes producía 900 toneladas de marihuana cada año, con un valor comercial de 4500 millones de euros, algo menos que el PIB de todo el país. Se dice que fue en Lazarat donde se vio el primer Ferrari y el primer Lamborghini de Albania.

Desde los años 90, las organizaciones criminales se hicieron fuertes en Lazarat con la cooperación de unos vecinos que, armados con kalashnikov, estaban dispuestos a defender sus cultivos y a custodiar las caravanas hasta la frontera. La policía desistió en 2005 de seguir intentando restaurar la autoridad del Estado en el pueblo. Se optó por estrangular su economía clandestina impidiendo el paso de los jornaleros o cortando el suministro de agua en las casas. Todavía hoy sus habitantes tienen que ir a llenar garrafas a una fuente en el centro del pueblo.

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La plaza Skandenberg de la capital después de la lluvia.

Pero en 2014, solo una semana después de que Albania recibiese el estatus de país candidato a la UE, las autoridades decidieron dar un golpe sobre la mesa para demostrar ante Bruselas su compromiso en la lucha contra el crimen organizado. Más de 800 efectivos de las fuerzas de operaciones especiales, helicópteros y tanquetas tardaron cinco días en tomar el pueblo, detener a los cabecillas de las bandas y destruir las plantaciones de cannabis. Un amigo que vivía en Atenas por esas fechas recuerda que pasaron semanas antes de que sus proveedores habituales volviesen a tener suministro.

De camino a Gjirokaster decidimos desviarnos para conocer Lazarat. De la autopista principal sale una carretera empinada y de un solo carril que transcurre entre fincas ocultas tras muros de hormigón de dos o tres metros de altura. Nadie por la calle. Aparcamos el coche en el arcén y andamos unos metros hasta una especie de rotonda, donde está la fuente en la que se pertrechan los vecinos, e intentamos entrar a una cafetería. Estaba cerrada, pero en seguida apareció el dueño, sin ocultar su sorpresa, y nos sirvió tres cafés.

Unos adolescentes no dejaron de observarnos desde la terraza de la casa que estaba frente a la cafetería. Nos miraban también los conductores que pasaban por allí. El dueño se sentó en la mesa de al lado, y pronto bajó uno de los jóvenes de la casa para hablar con él.  Uno de mis amigos dice que vio a ese chaval sacar el móvil para hacernos una foto. No parecía que fuésemos bienvenidos en Lazarat. Apuramos el café y volvimos al coche. El adolescente nos preguntó si queríamos marihuana, y se ofreció incluso a enseñarnos las plantaciones. Pagando, por supuesto.

Aparición en Sarande

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B. y S. andando sobre las aguas de la laguna de Narta, en Vlore, para llegar al monasterio ortodoxo de Zvërnec.

Estábamos ya en Sarande, algo así como el Benidorm albanés, con su paseo marítimo lleno de ruido, caricaturistas y restaurantes de comida rápida, cuando todo ocurrió sin buscar ni preguntar. El bar era una cervecería regentada por los mismos australianos que llevaban el cochambroso hostel en el que nos alojábamos, y hacia las 9 de la noche ya estaba lleno de turistas borrachos. Bebíamos junto a un par de ingleses, una ecuatoriana y unos uruguayos cuando me levanté para ir al baño.

Al entrar me encontré de frente con X, tal vez el único albanés que había en el bar, toqueteando una bolsa de plástico azul con dos o tres puñados de cogollos. Cuando bebo me sale un inglés chapucero y desordenado, pero X entendió lo que le preguntaba.

–Of course! –respondió eufórico, dándome palmadas en el hombro.

Desplegó entonces el consabido repertorio mercadotécnico del camello local para con el comprador forastero: “Suelo venderlo al doble de precio”, “yo sé que tú no eres de esos turistas que tienen muchísimo dinero” y ese tipo de cosas. Mi margen para la negociación era nulo: había una cola de gente esperando para entrar al baño mientras atrancábamos la puerta para hacer la transacción, y mi oxidada gramática inglesa era incapaz de grandes sutilezas linguísticas a esas alturas de la noche. Acabé pagando 2500 leks, algo más de 20 euros, por una cantidad que en España puede conseguirse a 15 o incluso menos.

X vino a sentarse al lado mío en nuestra mesa y charlé un rato con él. Nació en Sarande, tiene 26 años y lleva tres viviendo en Stutgart, donde trabaja vendiendo éxtasis y cocaína para una organización. Los últimos veranos los ha pasado traficando en Marbella para sus patrones: “Allí se hace mucho dinero”. Su madre es musulmana, como él, y su padre es católico. Casi todos sus amigos del pueblo viven fuera de Albania.

Él de momento no piensa en volver. Su familia acaba de abrir un restaurante de comida rápida en Ksamil, un pueblo turístico a pocos kilómetros de Sarande, con el dinero que envía desde Alemania. La rigidez de las leyes albanesas para con su negocio tampoco le invitan a regresar, menos aun teniendo antecedentes penales. Dice que fue condenado a 4 años de cárcel por 9 gramos de marihuana, pero que no cumplió más de tres días en prisión porque “un amigo” le pagó la fianza.

Le pregunto por Lazarat y me cuenta que ya nada tiene que ver con lo que era hace unos años. La capital del cultivo de marihuana está ahora en Tepelene, famosa por sus balnearios y manantiales de agua. Los centros de operaciones de la mafia albanesa se concentran entre Sarande y Vlore, y me dice que la costa del país está llena de agentes del FBI haciéndose pasar por turistas.

Ya muy borrachos, nos despedimos de X y de todos los demás para volver al hostel. Me advierte antes de irme:

–Mucho cuidado con la policía, que últimamente están muy duros con la marihuana.

Índica para nadar en el Jónico y mirar las estrellas

Me pareció un milagro despertar sin resaca. Aproveché la luz y la sobriedad para examinar los cogollos que le había comprado a X. Los había guardado apretujados en un bolsillo de la cartera. Fui colocándomelos en la palma de la mano y sopesándolos, oliéndolos, palpándolos para comprobar su consistencia y su textura. Eran cogollos resecos, un tanto pegajosos y de textura esponjosa, poco olorosos y sin apenas tricomas, de los que se arrancaban pelillos rígidos de color verde caqui. No parecía una marihuana muy sabrosa ni muy potente. Guardé los cogollos en el paquete de tabaco y esperé a llegar a la playa para encender el primero.

No me equivocaba. La marihuana de X era más bien flojucha y poco aromática, aunque no estaba mal de sabor. Era sin duda índica, de un delicioso efecto sedante que amortigua los sentidos y despierta la conciencia. Ideal para las tardes de lectura y natación en el Jónico y las noches en la azotea buscando constelaciones y preguntándonos qué es el cuerpo y para qué la trascendencia: los gajes de viajar con poetas…

No será de las mejores hierbas que he probado, pero sí que fue una excelente compañera para los ocho días que nos quedaban de viaje: las playas del sur del país, ya muy cerca de Grecia; la desolada pero hermosísima aldea de Qeparo; Gjirokaster con sus calles empedradas, su mercado otomano y su castillo en lo alto del pueblo; y las callejuelas del barrio búlgaro de Berat y las mezquitas al pie del río Lumi i Osumit. Recuerdo esos días como un festín de placeres elementales, de atardeceres eternos, ensaladas de pepino y queso feta, pescado fresco, salitre en el pelo y una extasiada visita a un museo de arte religioso lleno de demonios pintados en colores eléctricos, imponentes pantocrátores y un San Juan Bautista decapitado.

Luego no nos quedó más remedio que dejar atrás el agua y la luz. Volver a los controles de pasaporte, los horarios y las mañanas y las tardes encorvados frente a una pantalla. Lo que sobró de la marihuana de X se quedó en una papelera del aeropuerto de Tirana.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #300

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