En los últimos años, la ciudad de los rascacielos ha rebajado notablemente el nivel de represión y persecución de la planta y cada año se producen menos arrestos por este motivo. Fumarse un porro en la calle sigue siendo completamente ilegal y puede acarrear duras consecuencias, pero es innegable que el ambiente que se respira es diferente al de hace unos pocos años. Proponemos dejarse llevar por la magia cannábica y hacer un recorrido por el East Village de Nueva York.
En el año 2000 me encontraba de visita en esta gran ciudad, yo tenía apenas veinte años y como estudiante universitario en Madrid estaba completamente habituado a fumar hachís marroquí. Sin nada que fumar y sin conocer a ningún consumidor en Nueva York, acabé una fría noche con unos amigos en un conocido local de música electrónica. Charlé relajadamente con la chica del guardarropa y tras unos minutos le pregunté si podía darme alguna pista sobre dónde conseguir algo de weed. Recuerdo perfectamente su reacción. Se puso blanca y alejándose lentamente hacia atrás, llena de preocupación, me dijo que no sabía y que ni siquiera debía estar hablando conmigo. Desde entonces siempre tuve la impresión de que existía una paranoia generalizada con estos temas y que la gente se mantenía en constante alerta ante posibles trampas de policías de paisano o confidentes que hacen demasiadas preguntas. Y de fumar en público, ni hablar.
Hoy el consumo no medicinal de cannabis es legal en ocho estados y en la capital del país. En la ciudad de los rascacielos no lo es –aún–, pero se observan actitudes extremadamente relajadas en torno a la planta que todavía me sorprenden tras casi siete años viviendo en esta urbe. Se observa una cierta sensación de impunidad –de la que ha dado cuenta la prensa local–, que a veces resulta extraña en esta sociedad hipervigilada. Es común olerla por la calle y en ocasiones ver a gente fumando abiertamente; no es la norma ni mucho menos, pero sí está muy presente: en conciertos, en parques, en los corralitos para fumadores de tabaco de los bares una noche concurrida, en cualquier manifestación de causa progresista o, simplemente, paseando por alguna zona residencial de casas bajas una tarde de ventanas abiertas.
El ojo más tradicional y poco familiarizado con las últimas novedades del mundo cannábico se sorprenderá de la enorme variedad de maneras de consumir the good stuff que resultan más rápidas y discretas en la calle que el clásico joint: en pequeñas pipas de metal o cristal, con cilindros monodosis llamados onehitters, quemadores de wax, vaporizadores, nebulizadores y toda clase de gadgets que en la actualidad saturan el mercado. En espacios domésticos son muy comunes los bongs o los vaporizadores de mesa, y en los parques solitarios siempre hay tirados por el suelo envoltorios de papel blunt, hojas de tabaco aromáticas para liar. Y cómo no, siempre puede uno encontrarse el clásico porro de maría made in NYC: mal liado, sin filtro y con papel de combustión rápida que rula de mano en mano one puff at a time.
Fumar en la calle
El viajero astuto podrá salirse con la suya si encuentra un espacio poco concurrido y ejecuta una operación rápida, pero siempre hay que ser cauto. Aunque las leyes del estado de Nueva York y en particular de la ciudad de los rascacielos se han relajado enormemente en los últimos años, cualquier interacción con la NYPD (New York City Police Department) puede resultar una experiencia extremadamente desagradable. Desde el 2015, estar en posesión de menos de 25 gramos de hierba ya no es motivo de arresto. La víctima de este abuso solo tendrá que enfrentarse a una multa de 100 dólares la primera vez, 250 la segunda vez y 500 la tercera. Los problemas comienzan cuando la cantidad aprehendida es superior a los 25 gramos, una falta que sí contempla el arresto y que puede implicar una acusación de tráfico. La venta, aunque sea de un solo porro, conlleva arresto y hasta 90 días de cárcel. El consumo en público también implica arresto y pueden caer hasta 90 días en prisión, con las fianzas y gastos en abogados que eso implica.
No hay que pasar por alto que New York City es un estado policial. La reducción generalizada del crimen desde los años noventa es el resultado, entre otros factores, de agresivas prácticas de vigilancia e intervención. Los años de tolerancia cero ante pequeñas faltas, la presencia policial permanente y visible en barrios pobres y el acoso y cacheo sistemático de jóvenes varones –en su inmensa mayoría de color– han condenado a miles de personas a un apartheid económico y a una cruel privación de servicios y ayudas sociales, al contar con antecedentes policiales.
‘For tobacco use only’
Las tiendas dedicadas a la venta de parafernalia del fumador de tabaco y marihuana son omnipresentes; se trata de las llamadas head shops: muchas de ellas regentadas por ciudadanos árabes o indios, algunas especializadas también en vapeo, otras que comparten espacio con talleres de tatuaje, etcétera. Su gran número y distribución por toda la ciudad, además de su enorme selección de productos, nos da idea del alto número de consumidores de maría que hay aquí. Como curiosidad, el visitante se sorprenderá de que en las vitrinas de estos establecimientos, junto a las pipas, bongs y artilugios de lo más variado, siempre hay un cartelito que recuerda al posible cliente que estos objetos están destinados a usarse solamente con tabaco o hierbas. Preguntado, el dependiente echará media sonrisa y dirá que “alguna gente puede que ponga otras hierbas en esta pipa, pero son para fumar tabaco o hierbas aromáticas”. Ok, la ley dice que no se puede vender parafernalia de drogas, así que todo esto es para fumar tabaco y hierbas, pero no marihuana.
Conseguir la buena hierba en la calle sin conocer a nadie no es sencillo. En otra visita en el 2004 me ofrecieron amablemente hierba en Washington Square Park, una zona universitaria en pleno centro de Manhattan. No averigüé si la oferta era sincera o por el contrario acabaría con una bolsita de arbusto de mala calidad u otra planta sin determinar y 50 dólares menos en mi bolsillo. Nunca me han vuelto a ofrecer en ese parque: el menudeo hace tiempo que se pasó a los teléfonos móviles.
Recientemente me encontraba en el Bronx apoyado en una verja vapeando un cigarrillo electrónico y se me acercó un muchacho a ofrecerme sus servicios de venta de maría. Me dio su tarjeta y me informó de que hacen delivery por toda la ciudad. Así es como funciona la venta a pequeña escala de las dos sustancias ilegales más consumidas en esta megaurbe de ocho millones de almas. La otra sustancia es la cocaína (cara y descaradamente adulterada, siempre). Algunos distribuidores cannábicos han alcanzado un altísimo nivel de profesionalidad y sofisticación y cuentan con varios mensajeros en bicicleta que trabajan haciendo entregas por la ciudad, especialmente en Manhattan, donde más dinero hay. En menos de media hora un joven bien vestido llega a tu domicilio con un maletín cargado de género convenientemente etiquetado. Bubble Gum, Platinum Kush, Diesel y decenas de variedades presentadas en bolsitas con cierre o en cajitas de plástico. Además, muchos ofrecen también cartuchos cargados con extractos para usar con cigarrillo electrónico y comestibles como brownies, chocolates o caramelos, producidos por algún cocinero underground o importados –ilegalmente– de otro estado.
La unidad más pequeña que se puede adquirir mediante este método es un octavo de onza, es decir, 3,5 gramos. Una cajita de plástico con ese aromático octavo de onza se vende a 60 dólares, o dos por 100 dólares. Carísimo, pero la gente de NYC lo paga. Así la onza sale a más de 400 dólares. Al parecer, en la Costa Oeste hay tanta producción que los precios allá han caído notablemente. En cambio, en la ciudad de Woody Allen siguen con los mismos precios de siempre, por lo que venderlo aquí resulta, por el momento, enormemente lucrativo. Según cuenta la leyenda, los traficantes de barrio conducen periódicamente unos cinco días por trayecto hasta el Triángulo Esmeralda –la zona de mayor producción del país, al norte de California– para traer el género hasta orillas del Atlántico. Por otro lado, el consumidor más perspicaz puede evitar pagar esos altos precios con unos cuantos contactos y algún desplazamiento extra por la ciudad y obtener una onza de excelente calidad por entre 200 y 300 dólares. Finalmente, también se pueden encontrar onzas a 100 dólares: mala para fumar, pero ideal para la elaboración de mantequilla o aceite vegetal para hacer brownies y galletas o una especialidad local: mac and cheese. Sí, macarrones con queso cannábicos. Buenísimos.
¿Okupas en NY?
Una vez entregados a la magia del cannabis conviene alejarse de la sobreestimulación sensorial de las zonas más comerciales y ruidosas de la ciudad. Para ello, no hay nada como adentrarse en lo que hoy se conoce como East Village, epicentro de luchas de inmigrantes, obreros y de la contracultura. Aquí persiste un ambiente de libertad, autogestión, comunidad y resistencia cultural y económica. Poblado en sus inicios por inmigrantes irlandeses, luego llegaron alemanes y holandeses, después los de la Europa del Este, y a mediados del siglo pasado ya era un barrio boricua –portorriqueño–, una herencia que aún hoy puede apreciarse. Después llegaron los beats y los hippies.
Para conocer esta cara b de Nueva York es muy recomendable pasarse por el MoRUS (Museum of Reclaimed Urban Space), una antigua casa okupa reconvertida en espacio social, museo, lugar donde encontrar fanzines anarquistas o simplemente talleres gratuitos para arreglar bicicletas. Sito en el número 155 de la avenida C, el edificio es aún técnicamente un squat. Después de varios intentos de desalojo y otros tantos procesos de negociación con el ayuntamiento, los okupas del East Village consiguieron quedarse con varios inmuebles para darles un uso colectivo.
El MoRUS ofrece los fines de semana unos interesantísimos recorridos guiados de dos horas en los que explican la historia del barrio, ampliada con una infrahistoria que no aparece en las guías turísticas. Embriagarse con la planta y dejarse llevar por las batallitas de un antiguo punkrocker resulta todo un planazo. En este barrio echó raíces un fuerte movimiento vecinal en los años setenta para recuperar y acondicionar espacios abandonados, llenos de escombros, ratas y drogas, debido, entre otros factores, a una oleada de reducción de lo público que privó de enormes fondos a colegios, parques de bomberos y servicios de limpieza municipal. Por mucho tiempo, la autoridad nunca los aceptó y consiguió cerrar alguno de estos jardines comunitarios. Hoy están legalizados y suponen todo un oasis de cultura y libertad entre tantas prisas, ruido e hiperconsumo en el resto de la ciudad.
En la calle 9, haciendo esquina con la avenida C, nos encontramos el jardín comunitario La Plaza Cultural. Aquí los vecinos han desarrollado todo un ecosistema verde con compostaje, recogida de lluvia e irrigación. También cuenta con un anfiteatro para música y actuaciones. En el presente hay jardines comunitarios por toda la ciudad, gracias a estos pioneros concienciados con su entorno que también se organizaron para separar residuos y reciclar botellas y metales, unas prácticas que ahora reciben ayudas públicas y se han ido extendiendo por el resto de la ciudad.
Tompkins Square es el parque con más carácter de Nueva York y un lugar perfecto para darle unas caladitas furtivas a la pipa o el porro. Si sus árboles hablaran nos contarían historias de los numerosos disturbios que se han producido periódicamente desde mediados del xix protagonizados por obreros, inmigrantes, sin techo, hippies y okupas que tan duro han trabajado por revitalizar el barrio. Varias veces a lo largo de su historia ha sufrido cierres y remodelaciones, con el objetivo de neutralizar la movilización de turno y asegurar el control de las autoridades sobre este espacio estratégico. En el lado sur hubo durante años un escenario donde las diferentes comunidades podían expresar su música y folclore. Aquí se alternaron ritmos caribeños de los boricuas con el rock psicodélico de los Grateful Dead, Jimi Hendrix y Janis Joplin. Finalmente, el ayuntamiento decidió retirar el escenario y acabar con cualquier cosa que oliese a cultura libre. Bajo uno de estos árboles durante el verano del 2011 hubo asambleas –a las que servidor asistió como oyente– que fueron el embrión de las protestas de Occupy Wall Street en el bajo Manhattan, el mayor movimiento político y social de este país en mucho tiempo.
Un kava, por favor
Para cuando aparezcan el munchies –el voraz apetito cannábico– o la sed, la oferta de restaurantes y cervecerías de toda clase es inabarcable. Una vez satisfechas nuestras necesidades más primarias, podemos entregarnos a una nueva experiencia y probar la bebida de kava. Gracias al interés por lo sano y natural, y por la embriaguez no alcohólica y legal, han abierto en Nueva York varios kavabars en los últimos dos años. En el 261 East de la calle 10 se encuentra el Kavasutra, donde sirven esta bebida hecha a partir de la raíz del kava, una planta de las islas del Pacífico sur. Este exótico brebaje tiene un sabor terroso y amargo que produce un interesante cosquilleo en lengua y garganta, tiene efectos relajantes e induce cierta locuacidad. Quienes lo toman por primera vez deben empezar con un vaso cargado con tres shots, ya que, según explican desde detrás de la barra, hay un efecto de tolerancia inversa. Es decir: hay que empezar con mucho para notar algo, después ya se pueden tomar menores dosis. Combina muy bien con zumos de frutas y sin duda relaja y produce una sensación de ligereza muy agradable, añadiendo un interesante matiz a la experiencia cannábica.
Sin duda han cambiado muchas cosas en Nueva York desde esa fría noche del año 2000 en la que la chica del guardarropa se asustó y alejó de mí ante la sola mención de nuestra planta querida.