Cada sociedad ha representado cómo será el fin del mundo. La escatología no es algo nuevo, pues a nuestra especie le ha gustado especular sobre su final desde las noches antediluvianas. Sin embargo, dado el camino de no retorno que algunas de nuestras acciones sobre la Tierra están produciendo, uno llega a pensar que estos relatos sobre cómo va a acabar nuestro reinado como especie dominante tienen algo de profético. Además, su proliferación se ha ido sucediendo de forma acelerada al compás de las crisis económicas del nuevo milenio, las desigualdades crecientes de la cuarta revolución industrial y la aparición de los nuevos nacionalismos ultraconservadores. La humanidad parece una nave sin nadie a los mandos que se va a precipitar por una catarata, aletargada e incapaz de reaccionar, donde nadie está dispuesto a hacer algo.
Los videojuegos de alto presupuesto, los que denominamos triple A, también se han hecho cargo de representar cómo va a ser el día después del apocalipsis. En algunos casos se trata de un aPOPcalipsis y, en otros, los autores se toman más en serio la reflexión sobre qué estamos haciendo los humanos y por qué nos gusta asomarnos al abismo. Aquí os traemos algunas propuestas de los videojuegos sobre qué hacer el día después del Armagedón.
‘Death Stranding’ (Kojima Productions, 2019) La dura vida del repartidor
Vaya por delante, Death Stranding es una obra maestra. Es una juego necesario para sacudir el polvo, abrir las ventanas y que corra el aire en el videojuego con aspiraciones de blockbuster. Una obra personalísima (y egomaníaca) de Hideo Kojima para bien o para mal, que fue calificado por Kotaku como un “desastre maravilloso”. Es completamente comprensible que haya una opinión polarizada al respecto de este trabajo de Kojima, aunque ¿sobre qué no hay opiniones dispares ahora? Si traemos aquí a Death Stranding no es solo porque debería ser el juego del año y uno de los de la década, sino porque también habla del apocalipsis y qué vamos a hacer el día de mañana.
Al contrario del resto de trabajos que aquí anunciamos, el de Kojima es el único que arroja luz sobre nuestra naturaleza. Algo que, lejos de ser trivial, hace bastante falta en estos tiempos de oscuridad en los que la ultraderecha crece, la sociedad se fractura, mientras crece la desigualdad y en el horizonte se puede ya tocar el desastre ecológico de la sexta extinción masiva que los seres humanos estamos cocinando a fuego lento.
En algún momento del futuro, la vida y la muerte se dan la mano. Un suceso, que descubriremos a lo largo del juego, produjo la ruptura de la simetría entre vivos y muertos y ahora estos últimos andan varados en nuestro mundo (como esas ballenas que acaban muriendo en las playas). Esto produce un fenómeno que se llama “Death Stranding” y del que se sabe poco, pero cada vez que alguien muere debe ser quemado antes de que estas criaturas del otro lado produzcan una explosión masiva. Además, se dan otros fenómenos extravagantes como la “lluvia de declive”, una especie de precipitación ácida que en lugar de contener componentes químicos nocivos lo que produce es el envejecimiento de aquello que toca. Debido a estos dos sucesos, el mundo ha quedado prácticamente despoblado y la gente vive en refugios subterráneos. Los únicos que se aventuran a recorrer el yermo de lo real son recaderos y porteadores que llevan paquetes con suministros de un refugio a otro. Uno de ellos es Sam Porter Bridges (cuyo modelado y voz la pone el actor Norman Reedus), al que se le encomendará la misión más importante de la historia de la humanidad: volver a conectar las ciudades de Estados Unidos, ahora rebautizadas como Ciudades Unidas de América. Básicamente, en Death Stranding jugamos a ser un repartidor de Glovo.
Aunque Death Stranding sea menos compleja de lo que pretende, sus lecturas son ricas y variadas. El tema más obvio es el de “unirnos” de nuevo como especie: el futuro y la supervivencia pasan por mantenernos conectados. Pese a que Kojima acaba perdiéndose en sus fantasías de ciencia ficción hiperbólica, al final del día lo que queda es el mensaje que nos deja sobre la importancia de mantenernos juntos para sobrevivir a cualquier desastre inminente. Los fantasmas que se pasean entre bambalinas de esta obra no se le escapan a nadie, son los del brexit y Donald Trump.
El gameplay de Death Stranding permanece obstinado en la idea de que ayudar a los demás es lo que nos hace humanos. La implementación de un sistema multijugador asincrónico convierte a Death Stranding en un juego excepcional en estos tiempos oscuros del hiperego de Instagram y la polarización sin posibilidad de reconciliación. ¿Tienes una escalera de sobra en el inventario? Déjala en un armario para que otro jugador la recoja. Marca ese camino como peligroso para el que venga después de ti. Agradece a ese jugador que ha reconstruido esa carretera que te va a permitir llegar antes a tu destino. Pese a que Death Stranding se juegue en un mundo abierto que está casi vacío, uno no se siente solo. Cada construcción, cada señal, cada camino ha sido recorrido por otra persona: los hilos invisibles que nos unen están ahí aunque no los veamos. Dependemos tanto de la herencia, de lo que nos dejaron los que ya se fueron, como de que los vivos nos aferremos a la vida. Mantengamos firmes estos hilos, pues van a tener que resistir una tensión nunca vista si llega el día en el que la especie tenga que enfrentar el juicio de la extinción.
‘The Last of Us’ (Naughty Dog, 2013) ¿El abismo te devuelve la mirada?
El horror postapocalíptico producido por alguna plaga bíblica, ya sean zombis, extraterrestres o criaturas del abismo, estaba suficientemente consolidado en la cultura popular para cuando llegó The Last of Us en el 2013. Ese año ya se había estrenado la cuarta temporada de The Walking Dead (el cómic en que se basa esta serie estaba cerca de su número cien), y poco más parecía que podría decirse sobre cómo es la vida en la Tierra después de un apocalipsis zombi.
En este videojuego no hay zombis, sino una especie de hongo que se aloja en el cerebro de la víctima y acaba por controlarlo. En realidad algo muy parecido a un zombi como los de 28 días después pero con este giro macabro. Naughty Dog se inspiró en unos hongos parásitos que existen en nuestro mundo que, atención, son capaces de controlar el aparato psicomotriz de las hormigas. Sin embargo, aunque suene a tópico a estas alturas, el verdadero rival del ser humano en este erial que queda del mundo es el propio ser humano. The Last of Us presenta esa reflexión, un tanto rota por el uso, de que “el hombre es un lobo para el hombre”. Si caemos en un estado de naturaleza, lo primero que haremos será arrancarnos los ojos los unos a los otros. Sea esto un retrato veraz de nuestra naturaleza o no, lo cierto es que los momentos en los que uno pelea contra seres humanos son los más tensos y horripilantes.
La trama principal de The Last of Us se desarrolla unos años después de que el hongo provocase el colapso de la civilización. El mundo que nos presenta el juego no es, como decimos, alentador. Las ciudades que han logrado seguir en pie viven bajo el yugo de la paranoia y el estado policial. Tensar el cordón sanitario contra el hongo es una excusa para mantener el control sobre la población civil. La gente, por su parte, malvive a base de chanchullos y contrabando, tanto de materiales como de personas. Los que habitan fuera de estos lugares seguros lo hacen en un entorno tribal que, irónicamente, parece funcionar mucho mejor. Es el viejo debate que siempre colea en el inconsciente estadounidense: seguridad a cambio de libertad o vivir libre sin seguridad.
Lo que The Last of Us aportó, más allá de una historia adulta y sólida, insólita en el mundo de los videojuegos blockbuster, fue establecer un tono que se mantiene firme en la melancolía. Una narrativa que sirve para ponernos sobre la mesa la oscuridad del ser humano. Aunque los referentes clásicos del cine de terror postapocalíptico están ahí –la sombra de George A. Romero es titánica–, The Last of Us se parece más a la novela The Road, de Cormac McCarthy, que a los clones de las películas de zombis. La banda sonora, en su mayor parte producida por Gustavo Santaolalla, acaba por asentar la idea de que en el horizonte de la humanidad ya solo queda el ocaso.
‘Fallout 3’ (Bethesda, 2013) Fin de la historia
La saga del Fallout siempre ha mostrado el lado más pop del apocalipsis. Un retrofuturismo que ancla su imaginario en los miedos al Armagedón nuclear de los años cincuenta: suburbios de la generación del baby boom amenazados por el inminente fuego nuclear; la necedad y la falsa seguridad del refugio atómico; la preservación del estilo de vida norteamericano hasta que caiga el último hombre libre, y cómo no, mutantes radioactivos antropófagos. Pese a que los dos primeros Fallout marcaron la línea a seguir, será su tercera parte la versión definitiva y no superada.
La ambición del Fallout 3 es hacerte sentir parte de un mundo en el que ya no hay marcha atrás. El pasado es un recuerdo marchito que tiene el sonido que hace la aguja de un tocadiscos sobre un vinilo rallado. El futuro son pastillas potabilizadoras y malvivir en un entorno yermo. Fallout siempre fue profundamente cínico tanto con la naturaleza humana como con nuestro futuro. Anclados a nuestra nostalgia y a las promesas de un mundo mejor que quedaron cercenadas a finales del siglo xx, el ser humano solo puede aspirar a que llegue el apocalipsis.
Como casi todos los videojuegos, Fallout 3 recurre a una campaña principal en la que tú, como protagonista, puedes tratar de darle un giro a la situación para que el mundo mejore; pero ¿en qué sentido? Si de algo ha presumido la saga de Fallout es de darle al jugador la libertad (relativa) para que pueda perfilar el futuro del juego y de su personaje. Se cita mucho la situación en la que el jugador debe elegir si detonar un dispositivo termonuclear y barrer del mapa un pueblo o dejarla como está. Hagas lo que hagas el juego continúa y, se supone, eres tú el que debes vivir con esa decisión.
Ayuda a pasar el trago de este apocalipsis la retranca irónica que gasta el juego. Llegados a ese punto, viene a decir, el ser humano no va a aportar mucho más al porvenir. La reconstrucción de la civilización pasa por un largo invierno de destrucción masiva, guerras tribales y, cómo no, anarquía estrafalaria propia de Mad Max. Nosotros, nos dice Fallout, venimos a destruir, no a construir. La sociedad es un timo y queremos que nos devuelvan el dinero.
Sin embargo, sucede como con los que presumen de poco moralistas: acaban por ser los más moralistas. Fallout sirve como advertencia sobre el camino hacia ninguna parte que estamos tomando y el vacío moral al que nos vemos abocados. Pese a que anuncia la profecía del buen nihilismo en el yermo de la América posnuclear, en los restos de la civilización aniquilada resuena el eco de Charlton Heston golpeando la arena de aquella playa marchita en El planeta de los simios, mientras nos maldice a todos por haber apretado el botón nuclear.
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