En el anterior artículo hablamos sobre juegos antibelicistas debido a la situación anómala e indeseable que vivimos. La invasión de la soberanía de Ucrania por parte de Rusia ha supuesto un cambio radical en la geopolítica europea como no se veía desde el comienzo de la guerra fría. Esta guerra, como todas, es un ejemplo del fracaso del ser humano como ser humano: una especie que no tiene reparo alguno en generar destrucción para sí misma. La anexión territorial, la explotación de recursos económicos o los juegos de geopolítica al más alto nivel, son marcas que dejamos en este planeta constantemente. Por mucho que se trate de envolver el paquete de la guerra en valores fundamentales, lo que queda al abrirlo es lo mismo que en los últimos doscientos años: expansión, explotación e imperialismo.
En este número traemos juegos que nos permiten controlar y dirigir nuestros imperios para expandirse, explotar y dominar los recursos de otras culturas. En fin, el pilar fundamental sobre el que se ha levantado el edificio de la guerra en los últimos siglos…, o igual el único edificio en el que ha vivido la guerra desde el principio de los tiempos.
Aunque nadie parece que quiera que haya guerras, menos aún participar, estas tienen un no sé qué atrayente desde el punto de vista lúdico. Igual es porque hemos sido bombardeados desde nuestra infancia con la idea de que en la guerra es donde uno va a medirse consigo mismo; a hacer el bien y a que se realicen conceptos como heroico o fraternidad; un espacio de virilidad con el que se machaca a los hombres con la idea de que es allí donde uno se hace hombre. Hacerse hombre es matar a otros hombres.
Sea como sea, cuando uno se aleja lo suficiente de la guerra y se coloca en la posición de los que la manejan, no la del que se tiene que arrastrar por el barro, sino del que le dice a ese pobre diablo que se arrastre, es en ese espacio, que se acerca a la abstracción más que a la representación de la guerra, donde uno encuentra cierta satisfacción malsana en dirigir y conquistar. Uno no expolia, gana recursos; uno no mata, asegura la zona; uno no extermina, acaba con sus enemigos.
‘Dune: Spice Wars’ (Shiro Games, 2022)
Cuidado con los líderes carismáticos
La película de Denis Villeneuve, que adapta la primera parte del clásico de la ciencia ficción de Frank Herbert, ¿puso Dune de moda? No está claro. La película fue un éxito comercial destacado y se posicionó como film relevante para la crítica. Tal vez no haya levantado tantas pasiones entre los espectadores. Pese al potencial de franquicia eterna, no es la primera vez ni la última que, por diferentes motivos que van más allá de este artículo, el universo ficcional de Dune no termina por calar fuera de la sólida base de lectores de la saga de Herbert. Incluso aunque Dune haya servido de inspiración a obras de calado popular, como Juego de tronos o Star Wars, las desventuras de las casas del Landsraat por el control de Arrakis y el viaje místico-político de los descendientes del duque Leto Atreides, su feudo sigue estando situado en la literatura: el cine quiere, pero no acaba de cosechar la especia. La película de Villaneuve (con un punto de tostón sobredimensionado por el exceso de sobriedad) casi abre el portón de la presa que esconde el agua de Arrakis. Muchos proyectos de Warner Bros. planean sobre este planeta, una major sedienta de poseer otra franquicia duradera, de réditos inmediatos. No le basta con los de tener en propiedad DC Comics. Hacen falta más universos cinemáticos, más expectación desmedida por futuros “eventos únicos”. Pero Dune no cuaja.
En cambio, Dune sí que entra en el mundo ludoficcional por la puerta grande. A día de hoy, si no se nos escapa alguno, se han producido seis juegos de mesa sobre Dune desde el estreno de la película de Villeneuve. Para PC, por otra parte, acaba de salir Dune: Spice Wars en acceso anticipado, lo que viene a decir que aún está a medio cocer, pero se disfruta igualmente.
Dune: Spice Wars es más o menos lo que uno puede esperar en un real-time simulator (RTS) de toda la vida, como Command & Conquer o They are Billion, por nombrar uno muy conocido y otro no tanto. Construyes edificios, cosechas recursos, entrenas unidades y las lanza a conquistar territorios o a defender el que posees. Mientras tanto, desarrollas tecnologías, estableces rutas comerciales y apaciguas conflictos mediante la diplomacia. Aporta alguna novedad en el aspecto político del juego, como las votaciones en el Landsraad, el consejo de grandes casas del universo de Dune. La mezcla que deja Dune: Spice Wars es la de unos ingredientes que recuerdan tanto a StarCraft como a Civilization, pero al que se especia con elementos que uno esperaría en un juego sobre Arrakis: si haces mucho ruido con tus cachivaches acaba por aparecer un gusano; cruzar ciertas zonas del desierto supone la muerte segura para tus tropas; la especia debe fluir para ganar… Puedes elegir entre los dos grandes protagonistas del libro: Atreides o Harkonen, pero también puedes llevar a los nativos fremen, así como a una cuarta facción llamada “contrabandistas”, que, si nos preguntan, da la sensación de que está metida por meter, pudiendo haber recurrido a otras más populares, como la Corrino, que es la del emperador.
Si juegas a Dune: Spice Wars no vas a encontrarte la problemática del “salvador blanco” que siempre se señala en su contrapartida literaria o cinematográfica. Crítica que tiene algo de razón, pues la novela cumple todos los lugares comunes del extranjero blanco que debe llegar para liberar a los nativos, pero también es algo injusta: Herbert siempre señaló que la primera novela trata sobre el ascenso de Paul Atreides, pero teniendo en cuenta que todo líder carismático debería venir con un “devuelve al remitente” pegado a la espalda. El resto de novelas confirma esta intención: la devastación de la Yihad de Paul nos da una visión del “héroe” que no encaja con el heroísmo debido. Herbert hizo una novela sobre el imperialismo y el poder magnético de los líderes carismáticos para criticarlos, no para alabarlos.
Dicho esto, Dune: Spice Wars, pese a estar en su fase inicial, carecer de campaña y de pulido técnico en ciertos aspectos, es ya un juego bastante interesante que actualiza el lejano Dune II: Battle for Arrakis (Westwood Studios, 1992), considerado uno de los antecedentes de los RTS. Dune II era un videojuego fuertemente influenciado por la película de David Lynch, así como Dune: Spice Wars lo está por la de Villeneuve. Es más, la película de Villeneuve funciona más como remake de la película de Lynch que como adaptación del libro. ¿Dónde quedó en todo esto la novela? Da igual. Como diría Walter Benjamin, Dune es la imagen que media entre la producción industrial y la cultura, y como toda imagen, la de Dune es autónoma.
‘Civilization VI’ (Firaxis, 2016)
La educación como programa romántico
En algún momento de la historia de Europa, entre el comienzo de la Ilustración y el ardor nacionalista del Romanticismo, la frase “civilización o barbarie” comenzó a tener sentido. No es que antes no hubiera “bárbaros”, pues el otro que viene con sus costumbres, rituales, lenguaje y formas de ser propias siempre fue el bárbaro desde los ojos imperiales. Sin embargo, la frase oculta algo más: los bárbaros tienen cultura (tradiciones, rituales, etc., como decimos), pero tener una cultura no es meritorio; todos nacemos en una y no podemos hacer nada al respecto. Sin embargo, ser civilizado sí es una cuestión diferente. Ser civilizado se gana, se obtiene, pues es formar parte de una cultura siendo de una manera concreta. Ser civilizado, además, introduce al ciudadano en una red de derechos y deberes dentro de la cultura a la que se pertenece, a los que no se pueden acceder de otro modo. Pero para que la gente sea civilizada debe pasar por un proceso de enculturación específica que debe quedar clara en programas educativos concretos: de ahí los mencionados programas civilizatorios tanto de la Ilustración como del Romanticismo. Son, como se suele decir de forma un poco pedante, “programas de ingeniería” tanto de la identidad personal como de la identidad nacional: programas que, por otra parte, son vasos comunicantes, pues en la identidad del individuo se espera que se reflejen las características de la nación.
La saga de Civilization es la partitura original por la que todos los juegos de civilizaciones se guían. Aunque en su núcleo Civilization es lo que ahora llamamos un juego 4X (eXplore, eXpand, eXploit, eXterminate), la primera iteración de la saga de Sid Meier ya incluía la posibilidad de victoria por civilización en lugar de vencer exclusivamente con la total aniquilación de tus bárbaros rivales (también naciones en desarrollo). En Civilization II, por ejemplo, la victoria podría llegar con la construcción de una nave que iniciase la conquista y colonización del espacio. El viaje de Civilization, cualquiera de ellos, es llevarnos desde la potencia de una tribu incívica que no sabe ni hacer la o con un canuto, hasta la realización de una próspera civilización postindustrial. El proceso es bastante determinista: aunque uno pueda irse saltándose pasos de lo que ha sido nuestro devenir histórico o cambiando cómo sucedieron las cosas, la escalera del progreso civilizatorio, el que nos lleva a la victoria, solo puede darse del mismo modo que hemos conocido. La racionalidad de Occidente se impone, clarísimamente, en la construcción cultural de la realidad. El ser humano se civiliza, y esta es una máxima determinista que no puede ser cambiada: no existe un desarrollo de la especie que no camine, paso por paso, por las sendas que ya conocemos.
Pese a los comentarios críticos que acabáis de leer, Civilization sigue siendo lo mejor de lo mejor dentro de los juegos de simulación por turnos. Pese a que recientes competidores, como Humankind, plantean giros sobre la fórmula de la que tal vez Firaxis debiera tomar nota para su Civilization VII, este sigue siendo el rey indiscutible.
‘Slipways’ (Beetlewing, 2021)
Tendiendo puentes
Slipways no es propiamente dicho un juego 4X, aunque tiene suficientes similitudes como para que se le pueda incluir, más o menos, en dicho género. Sin embargo, Slipways es tan abstracto en su presentación, que uno no tiene la sensación de estar dominando la galaxia, sino resolviendo un puzle de conexiones para que tu red comercial no colapse. Desconocemos si esta es una virtud o un defecto del juego: queda en la mente del jugador las implicaciones culturales que un juego que plantea su puesta en escena como una expansión de una especie (no especificada) por el universo como una pura racionalidad instrumental es o no es moralmente discutible. Es decir, que sea abstracto ¿te coloca más cerca de un Adolf Eichmann que opera como burocracia de la racionalidad instrumental de un sistema perverso? O por el contrario, ¿abstraer los elementos más escabrosos de un setting como este lo convierte en una experiencia mucho más “limpia” en el aspecto moral que un Dune: Spice Wars?
Sea como sea, Slipways es un juego que me tiene obsesionado. En su aparente sencillez –crear rutas entre planetas que generan recursos y producen recursos– se encierra un puzle endiablado que combina todos los elementos de videojuegos más complejos del tipo 4X, pero en una experiencia encapsulada de unos cuarenta minutos. Cuanto más amplías tu espacio imperial (¡ay, siempre el colonialismo!), más difícil es mantener la felicidad de la población, la cadena de producción o equilibrar los gastos en ciencia. En cada partida puedes elegir asesores de distintas civilizaciones intergalácticas que proporcionan bonus y tecnología en tanto mantengas una relación de confianza con estas culturas. La manera de hacerlo es cumpliendo pequeñas tareas que te proponen (y que restan puntos si no las cumples en tu final score). Es una pequeña joya que pasó debajo del radar el año pasado: de haberlo sabido, habría estado entre los mejores del 2021.
‘DEFCON Everybody Dies’ (Introversion Software, 2008)
El final del mundo, al fin y al cabo
De manera muy evidente, DEFCON Everybody Dies se construye desde el referente directo de la película WarGames (Joe Badham, 1983), interpretada por un joven Matthew Broderick, pilar fundamental de la cultura geek de esa década. Es cierto que WarGames ha trascendido a la cultura popular, pero en su día fue una película de nicho, que, vista a día de hoy, aún funciona gracias a su sobria dirección, que lo sitúa en la esfera del thriller, aunque los protagonistas sean dos chavales de instituto metidos en líos que les vienen muy grandes. Está más emparentada con Los tres días del cóndor que con Los Goonies. Todo el que la haya visto suele recordar que sale una inteligencia artificial, a la que se la llama Joshua, que cree que la tercera guerra mundial está a punto de comenzar porque Broderick, un hacker de andar por casa, provocó una confusión en la computadora: él cree que está jugando una simulación de un ataque nuclear a escala global, la inteligencia artificial piensa que es real y se prepara para contraatacar. El desastre se impide porque el científico que creó a Joshua le hace entender, mediante el tres en raya, que la guerra nuclear es un juego que no se puede ganar.
La guerra nuclear había quedado un poco olvidada, al menos como posibilidad real. Pese a que siempre está ahí presente gracias a los esfuerzos de las potencias nucleares por recordarnos que tienen misiles muy grandes, la sensación de que la lluvia atómica podría suceder en algún momento, como se vivió a la sombra de la guerra fría, quedaba descartada en un mundo más “civilizado” en el que la amenaza real se creía que era el terrorismo internacional. Sin embargo, la guerra en Ucrania levantó de su tumba al fantasma de calor termonuclear, empujado por las bravatas del presidente ruso, Vladimir Putín. “¡Cuidado, que en cualquier momento se lía!”, nos decimos.
DEFCON Everybody Dies es, precisamente, un simulador multijugador de guerra termonuclear. Ni más, ni menos. Toma de WarGames tanto la estética (el aspecto más superficial, pero que le queda como un traje hecho a medida) como un elemento de reflexividad moral para el jugador. En la guerra mundial nuclear no hay vencedores, solo el páramo devastado que dejaremos para que el silencioso universo pueda contemplarlo. Cualquiera que haya soñado alguna vez con el desastre nuclear podrá dar forma a su neurosis freudiana con este juego que promete la mutua destrucción asegurada. “¿Una partida de ajedrez, doctor Falken?”.