Los videojuegos también han tratado de reflejar las turbulentas relaciones entre padres e hijos que otros medios han sabido explotar. Algunos, por ejemplo, Death Stranding, nos muestran como hasta el más duro acaba por establecer una relación de cuidado y afecto ante el bebé que le ha tocado cargar. Decimos “paternidad” refiriéndonos claramente a la parte masculina de la crianza. Y esto es porque el videojuego rara vez se ha hecho cargo de forma seria de la maternidad.
Si se tira del hilo, igual resulta que esto es así porque los que hacen videojuegos son casi todos señores que, al ser padres, se han dado cuenta de cierta mística de la paternidad, ignorando que las mujeres también son madres y tienen problemas iguales o peores que ellos al enfrentar la crianza de un muchachito. Tampoco queremos aquí poner mucho el énfasis en esto, pero resulta curioso que God of War y The Last of Us se producen coincidiendo con la paternidad de sus autores y, por otra parte, con un momento en el que a los desarrolladores, que se hicieron mayores haciendo videojuegos, les llegó lo de ser padres mientras estaban en la industria. Bueno, nada muy lejos de otros medios, en los que parece que uno no se pone a reflexionar en lo que supone el cuidado, la crianza y el relevo generacional hasta que la vida te pasa por encima y te demuestra que tú estás aquí de paso. Esto lo heredarán otros, y algunos incluso son tu prole, motivo por el cual, a lo mejor, conviene enseñarles bien cómo funciona esta realidad disfuncional.
Dejamos aquí algunos de los mejores juegos de esta década en los que se ahonda un poco en esta problemática de cómo cuidar de un hijo. Todos tienen en común cierto punto apocalíptico de fondo. Tampoco queremos especular, pero ahí, de fondo, resuenan unas trompetas en las que el eco nos devuelve ciertas ideas sobre la masculinidad poniéndose a prueba a sí misma que, a lo mejor, están un poco desfasadas. En cualquier caso, todos estos productos se disfrutan mucho, ya sea con el pensamiento crítico activo o apagado.
‘God of War’ (Santa Monica Studio, 2018)
Dios es mi padre
El nuevo inicio de la saga de God of War, dirigido por Cory Barlog, supuso un golpe de efecto a una serie de videojuegos que necesitaban un cambio. Kratos y Atreus recorriendo la mitología nórdica, en busca del monte más alto de la creación para esparcir las cenizas de la madre muerte, es un excelente ejemplo de videojuego-cine bombástico que, además, no descuida la parte jugable, de tal modo que nos puso en mesa una experiencia de lo más cuajada.
Entendemos que habrá fans incondicionales de las entregas anteriores en las que Kratos, el dios de la guerra y asesino de otros dioses, era una bestia descerebrada en la que lo que importaba era molar y dar mamporros, a cada cual más ultraviolento. Sin embargo, a nosotros nos va más la historia pseudoadulta que se nos presentó en este gigantesco blockbuster. Dicho esto, ambas historias, la que cuenta los tres primeros God of War y la del remake, tienen como fondo la familia y el (des)entendimiento entre padres e hijos. En la saga original, Kratos llega a matar a su padre Zeus, mientras que, en God of War del 2018, el dios de la guerra se tiene que hacer cargo de su hijo tras el fallecimiento de su pareja. Tal vez la manera en la que God of War entiende la paternidad no sea la más adecuada: la clásica visión hipermasculinizada del crecimiento personal, en la que madurar consiste en endurecerse ante la vida, pues la weltanschauung del varón implica, necesariamente, el enfrentamiento con los otros. Sí, el relato de Santa Monica tiene cierta consciencia de la toxicidad de esta forma de entender la realidad, como cuando Atreus pierde el control ante su recién descubierta divinidad, pero el cierre emocional del relato deja más o menos en evidencia un tipo de paternidad que, a lo mejor, no hace demasiado bien a la relación entre padres e hijos.
Para cuando estéis leyendo esto habrá salido la segunda parte del relanzamiento de esta saga, es decir, God of War: Ragnarok. Sin haberlo tocado aún, nos atrevemos a decir que va a ser un magnífico blockbuster que, tenemos entendido, sigue explorando esta relación padre e hijo, con un Atreus ya adolescente y llamado a una grandeza apocalíptica a la que alude el título del videojuego. Tal vez no se centre tanto en la paternidad sino, como veremos en Hades, en las dificultades de hacerse mayor y que tu hijo te esté adelantando por el carril derecho de la vida; cuando uno ya sabe que no puede protegerle más e, igual, las fuerzas que lo dirigen son incontrolables y hay que aprender a dejarle ir.
‘The Last of Us Remastered’ (Naughty Dog, 2022)
Padre forzoso
Mientras esperamos a que llegue la serie de HBO basada en el conocidísimo título de Naughty Dog, protagonizada por Pedro Pascal (en realidad, no mucho), o la continuación multijugador de la segunda parte de The Last of Us (algo más), Sony, que debe tener que cuadrar las cuentas de cara a los inversores, sacó una versión remasterizada de su clásico del 2013.
Sobre de qué trata The Last of Us poco vamos a decir que no se haya dicho aquí o en otros lugares: es uno de los grandes videojuegos de la historia del medio, en el que seguimos las desventuras de Joel y Ellie en busca de una cura para la humanidad. También es una de las mejores películas de zombis que se han hecho. Igual es el mejor y el peor punto de The Last of Us, el deseo irrefrenable de querer ser cine y arrebatarte el control del juego; del mismo modo, si su narrativa fuera menos absorbente, la jugabilidad se antojaría repetitiva y un tanto plana. Al juntar las dos partes, entonces, sí, brilla como una luciérnaga. ¿Qué aporta el remake-remastered? Además de actualizarlo para PS5, también trata de que las mecánicas del 2013 se parezcan a las de su segunda parte del 2020. Es pasarle un paño y que el producto se vea y se disfrute como nunca. ¿Merece la pena adquirirlo? Pues no mucho. No resulta normal que un título del 2013 se vuelva a vender en el 2022 a setenta euros de salida. En los videojuegos, en realidad, hay tanto descaro que cualquier cosa resulta normal. Mejor esperar a que lo rebajen o disfrutar de la versión que se hizo para PS4 del 2018, que está muy bien y, además, es gratis si tienes PlayStation Plus.
The Last of Us primera parte se levanta sobre la relación paterno-filial que se construye entre Joel y Ellie. El primero perdió a su hija pequeña cuando llegó el apocalipsis zombi; Ellie está sola en el mundo y todos sus seres queridos han muerto. Lo demás lo podéis imaginar: cuando a Joel le encargan llevar a Ellie ante los Luciérnagas porque ella es la cura para la humanidad, él cumple el papel de abuelo de Heidi, gruñón y desagradable. Pero las peripecias junto a la chica, los horrores que comparten y el viaje de aprendizaje que deben realizar los acerca tanto que, cuando todo acaba, ya no son dos desconocidos que deben cumplir una misión, sino padre e hija. Más allá de las set-pieces de acción y su frenético guion que va de desgracia en desgracia, los mejores momentos de The Last of Us los deja las pequeñas conversaciones cotidianas sobre la vida, el pasado, el deseo y la nostalgia que Joel y Ellie comparten durante su odisea. Joe y Ellie son titanes de la cultura pop contemporánea por derecho propio.
‘Hades’ (Supergiant, 2020)
Síndrome de Edipo
Hablando de titanes y mitología griega, Hades es el juego sobre el panteón griego que mejor retrata las relaciones familiares de estas a las que alude Tolstoi en Anna Karenina; eso de que “todas las familias felices se parecen, mientras que las infelices todas lo son a su manera”. Desde luego, qué sería de los dioses griegos sin sus roces, sus miserias tan humanas o la disfuncionalidad familiar.
En este videojuego se nos cuenta la historia de Zagreus, el hijo del dios del inframundo Hades, que, cansado de vivir en tierras tan tenebrosas, decide poner rumbo al exterior. Las razones por las que quiere irse de Infierno, por qué tiene tan mala relación con su padre, qué andan tramando los dioses del Olimpo y, sobre todo, cuál es el origen oculto de Zagreus, lo iremos descubriendo cada vez que muramos y volvamos al comienzo del juego. Supergigant se las apaña para que morir implique que uno pueda descubrir nuevas piezas de la historia, hablar con los personajes secundarios que están en las estancias del inframundo, como Aquiles, la cabeza de la Medusa, Nicte o el mismísimo Orfeo. Pero en el núcleo de todas estas historias está el intricando nudo del hijo que quiere deshacerse de la sombra de su padre y de un padre incapaz de dar respuesta a las demandas de su hijo cuando este quiere abandonar el nido.
Hades, que ya se ha paseado por estas páginas en unas cuantas ocasiones, es una obra maestra del videojuego y el mejor producto que Supergiant ha sacado hasta la fecha, teniendo en cuenta que sus anteriores títulos son sobresalientes. Un rogue-lite con elementos de RPG y una historia fragmentada realmente absorbente que luciría menos si su jugabilidad no fuera tan divertida. Tiene demasiados elementos de elogio. Si uno los reproduce de seguido, da la sensación de que se tiene acciones en la empresa y la vida de esta persona depende de que vosotros, pobres, compréis el juego. Podría ser así, pero no. Hades nos cautivó y ahí seguimos. Que la cultura digital en la que vivimos, en la que la memoria es un recurso escaso, no olvide que esto debe perdurar.
‘Death Stranding’ (Kojima Productions, 2019)
Paternidad subrogada
Otra historia más de territorio postapocalíptico en la que hay falsos padres y falsos hijos. El retorcido y por momentos magistral cuento de hadas sobre la fuerza en la unidad de Hideo Kojima también es la historia del lazo indestructible que se forja entre un padre y su hijo, aunque aquí no exista una mística relacional entre ambos construida desde la idea de descendencia biológica.
No vamos a resumir la trama de Death Stranding porque nos llevaría un artículo entero, pero basta decir que trata sobre un Estados Unidos devastado después de un suceso cataclísmico con toques paranormales, en los que unas criaturas que parecen venir de otro mundo (¿la otra vida?) impiden que el país reconecte. La analogía sobre lo que está pasando en el juego y la era Trump resultó, sino evidente e intencionada, sí que oportuna en el tiempo en el que se estrenó el juego. Todo Death Stranding ronda la idea de conexión y tender puentes. Vamos, que el protagonista se llama Bridges, con eso lo decimos todo. Estos transportistas del futuro, que tratan de conectar la desolada América, llevan un dispositivo BB (Bridge Baby, que se pronuncia BíBi, o sea, baby) que tiene forma de bebé metido aún en la bolsa amniótica. Estos BB les ayudan a localizar a los monstruos interdimensionales, que son invisibles al ojo humano.
Además de toda la larguísima historia de fondo (las cinemáticas de Death Stranding duran más de cuatro horas si las pones de seguido) y de la temática de “reconexión”, este cuento también va de cómo Bridges enlaza un cordón umbilical imposible con esta criatura BB. El dispositivo poco a poco deja de ser solo un falso bebé que sirve para la supervivencia del que lo porta, para convertirse en un bebé de verdad que, a fin de cuentas, no deja de ser una metáfora de la posibilidad de futuro que cada nacimiento trae, como decía la filósofa Hannah Arendt. Que uno pueda acunar al BB para que se tranquilice como mecánica de juego, que no aporta beneficios más allá de hacerle bien al bebé, es el tipo de cosas que uno recuerda y que agradece que maestros del medio como Kojima introduzcan en sus obras. Mientras movemos el mando y vemos como BB se duerme, igual sí que conectamos con algo que estaba muy escondido en nosotros. Igual estaba insensible después de que la mayor parte de los videojuegos consistan en matar a otros seres. Igual, al final del todo, el gesto que nos une a todos es el de acunar al que no puede valerse por sí mismo. Puede que el ser humano sea despreciable, pero en ese gesto del cuidado aún queda algo de grandeza.