En los años setenta (del siglo pasado) los hombres y mujeres –toda esa gente de la contracultura– a los que no se la daban con queso se sentaban delante de un televisor apagado y lo miraban fijamente durante unas cuantas horas y, al final, decían: “Ya basta, ya lo he visto todo”.
Al principio se colocaban papelitos untados de ácido en los espacios interdentales, pero luego se dieron cuenta de que no hacía falta colocarse bajo la influencia/under the influence porque la pantalla apagada era el aleph: el punto que contiene todos los puntos del universo y, por añadidura, el detrito que contiene todo el detritus de la sociedad de consumo. El caso es que muy pronto las televisiones desaparecerán, salvo en ciertos bares de Castilla-León, y para mirar una pantalla apagada habrá que abrir un laptop y dejar que pase el tiempo. ¿Qué hacer? ¿Cómo podemos volver a contemplar la totalidad cósmica en un grano de arroz?, ¿mirando una pantalla encendida? También los laptop y los teléfonos móviles desaparecerán, pero nunca desaparecerá la necesidad –fieramente humana– de contemplar el infinito. Lo contrario de una pantalla apagada no tiene que ser necesariamente una pantalla encendida. Eso sería lo más fácil, y el artista escoge siempre el camino más difícil. Tú eres un artista.
Lo contrario de una pantalla apagada puede ser una no-pantalla no-apagada, por ejemplo: el ojo de buey del tambor de una lavadora en funcionamiento. Lo primero que hay que hacer es elegir un programa. Sin programa no hacemos nada. ¿Hace falta algo más? ¿Hace falta estar bajo la influencia? Elige tu propia aventura. Mirar un tambor de una lavadora durante todo un programa de lavado, incluido el trepidante –y sexualmente explícito– centrifugado, es muy parecido a estar bajo la influencia sin haber hecho nada –por ejemplo: fumar– por estarlo. Pero no todos somos iguales, no todo es siempre lo mismo. Algunos dicen que es imposible concentrarse en el tambor de una lavadora durante todo un programa de lavado sin estar bajo la influencia. Otros dicen que se volverían locos, y precisamente para no volverse locos volverían la vista hacia la encimera o hacia las juntas de las baldosas del suelo: “Estas juntas están muy sucias/Mierda: ya no estoy en el tambor, ya me he salido del infinito”. No todos estamos preparados para soportar el peso del universo sobre los hombros, ni para enfrentarnos a la infinitud espiral del tambor de una lavadora. Lo que podemos hacer, entonces, es meternos dentro de la influencia/into the influence, o sea, abismarnos en el tambor de la lavadora y no limitarnos a mirar las espirales, sino formar parte de una espiral y, de esta manera, formar parte del infinito, confundirnos con lo que nunca acabará y todavía no ha empezado. Lo cual está muy bien, al menos durante un tiempo, justo el tiempo que tarda en completarse un programa entero de lavado –aclarado, centrifugado: toda esa locura– de una lavadora cualquiera.