Desde que el mundo es mundo, de manera recurrente, como en un martilleo existencial, el ser humano se ha preguntado “¿Qué es el campo?, ¿dónde empieza y dónde acaba el campo?” Y lo que no es campo, ¿qué es?: pueblo, ciudad, muelle, centro comercial, autopista o intercambiador de autobuses.
Ya sabemos que el campo está lleno de vallas, cercas, alambradas, muros y hasta puertas, pero todos esos ingenios no delimitan el campo, sino la propiedad, dado que el campo no se acaba nunca. Desde que el mundo es mundo, el ser humano se ha preguntado, también, dónde empieza y dónde acaba la realidad: ¿cuáles son los límites entre lo real y lo imaginario? Pero volvamos al campo. Si llenas tu cabeza de niebla y hundes tus raíces en lo más profundo de una plantación de marihuana, hasta ser uno solo con la tierra misma, y luego te tumbas en la mediana de una autopista, y dado que algunas medianas de algunas autopistas contienen infinitas plantas asociadas y pequeños ecosistemas de doble sentido, y setos recortados e incluso auténticos árboles y dado que esos árboles brotan de las entrañas de la tierra misma; en fin, ¿cómo puedes decir que, después de todo, no estás en el campo? Y si llenas tu cabeza de niebla y hundes tus raíces en lo más profundo de una plantación de marihuana, hasta ser uno solo con la tierra misma, y luego te metes en un aparcamiento subterráneo y pasas allí dentro un buen rato, sin hacer otra cosa que observar y dejar que la realidad te empape (¡eh!) y te penetre (¡uh!) acabarás comprendiendo que no hay mucha diferencia entre un parking –toneladas de asfalto, coches aparcados en batería, columnas cariadas y, de repente, un hilo de luz que se cuela por un respiradero– y un paraje de alta montaña –un arroyo que cascabelea, un pájaro que canta suspendido en una rama y, de repente, un letrero de chapa que dice: “Cuida el campo”– porque todas las cosas son la misma cosa y una cosa llama a la otra y el caso es que cuando estás en el campo y tu cabeza está llena de niebla inspiracional, a menudo piensas: “Voy a escribir un poema y voy a dejar mi huella en la eternidad porque quiero permanecer”, y casi nunca lo haces porque la vida es breve y autocombustible y la inspiración no espera y no puedes hacer nada por detener el paso del tiempo pero puedes intentarlo si combinas la brevedad con la poesía –ilusión de permanencia– y escribes un haiku: la mayoría de los haikus hablan del campo y de la naturaleza (pájaros, gotas de rocío, árboles azules y toda esa porquería: una cosa llama a la otra) y se supone que las medidas del haiku son muy estrictas (tres versos de cinco, siete y cinco sílabas), pero algunos poetas rebasan los límites de la realidad y deslizan sílabas de más. ¿Dónde empieza y dónde acaba el haiku?: Parking gratuito/bebe agua de monóxido/el mirlo azul.