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En el mercado medieval

En el mercado medieval no hay nada verdaderamente medieval, pero eso no tiene nada de malo. Sales a la calle y no hay calle: hay mercado medieval. ¡Viva el verano! ¡A la mierda el verano!

En el mercado medieval no hay nada verdaderamente medieval, pero eso no tiene nada de malo. Sales a la calle y no hay calle: hay mercado medieval. ¡Viva el verano! ¡A la mierda el verano! Si te paseas por el mercado medieval se supone que es para sentir cosas, para evocar aquellos tiempos interesantes en los que la gente se abría paso a espadazos y comía con cucharas de madera y bebía el vino en pellejos de vino: odres, más que odres.

Si merodeas por el mercado medieval de pronto todo volverá a ser como antes: no habrá rock and roll, ni trip hop, ni reggae funk, ni siquiera habrá rock cristiano. Todo será música celta. Además, si vuelven esos tiempos no habrá penicilina, y es probable que tampoco haya papel de fumar: Breve historia del papel de fumar y de los cigarrillos que más te gustan: China por aquí –los chinos y su profunda relación con el papel–, los asirios (y todos esos) por allá, y América por acullá –los protoamericanos y su profunda relación con la planta del tabaco– y, en medio, las fábricas de papel de fumar de Levante. ¿Entonces?, ¿había o no había papel en la época de los verdaderos mercados medievales? Es difícil concentrarse en una sola cosa cuando estás rodeado de estímulos. Tu plan para hoy, tu pequeño proyecto de vida: pasar al otro lado del círculo de humo y asumir un nuevo estado de consciencia estés donde estés. Una vez aquí, no estás para tomar decisiones sino para flotar y para fluir y para ser uno con el mercado medieval. Se supone que las preguntas iban a desaparecer. Clonk, clonk, clonk. ¿Qué es eso? Hay un herrero, o un hombre disfrazado de presunto herrero medieval sacudiéndole martillazos a una herradura. ¿Cómo te sientes?, ¿acaso no te sientes mucho mejor ahora que clonk, clonk, clonk? ¿Cómo te sientes cuando ves que el maestro cetrero se afila la barbilla y luego estira un brazo y de pronto aparece un halcón y se le posa encima? ¡Cuidado! Por ahí asoman los esbirros del conde de la Bella Flor. Es un hombre sin corazón y está acostumbrado a disponer de la vida de sus –¿cómo se dice?– vasallos y, sobre todo, vasallas: le interesan mucho las doncellas con escotes generosos y bucles rubios. ¿Por qué no agarra alguien a ese conde cabrón y le mete la cabeza en un caldero de agua hirviendo? Lo que es justo es justo. Se te hincha el pecho. Te sientes como uno de esos personajes de las novelas de tapa dura y novecientas páginas. Tienes uno de esos nombres con muchas erres. Gordomor, Trendor, Rindor. ¡Maldito conde cabrón! Lo agarras del jubón y él se sorprende mucho:

–Eh, tío: ¿De qué vas?

El tacto del jubón falso del conde de la Bella Flor es repugnante y tus dedos hipersensibles transmiten un mensaje a tu cerebro: “Corre”. Sales disparado, pasas por encima de un juglar asesinable y vuelcas un puesto de hortalizas ecológicas. ¡Ah, el verano es una época maravillosa!

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Ilustración de Jorge Parras

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