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La bolsa rotulada

Crónicas de un CSC

Desde las trincheras cannábicas del frente de Madrid, en esta guerra contra la guerra contra las drogas, déjenme pararme un rato y contarles algunas batallas vividas antes de que el paso del tiempo las borre.

Desde las trincheras cannábicas del frente de Madrid, en esta guerra contra la guerra contra las drogas, déjenme pararme un rato y contarles algunas batallas vividas antes de que el paso del tiempo las borre.

No mencionaré ningún dato que pueda comprometer nuestro proyecto, puesto que el frente sigue abierto y en activo, y el enemigo…; bueno, enemigo, no, mejor, los contrarios, nunca aflojan ni se dan por vencidos. Igual que nosotros. En estos últimos años, los avances han sido muy significativos y la esperanza en nuestra trinchera está más viva que nunca, pues nunca como hoy hemos tenido la oportunidad histórica de alcanzar nuestro objetivo de una regulación integral y responsable del cannabis. Solos no lo conseguiremos, pero juntos podremos llegar muy lejos.

Formo parte de un CSC, un club social de cannabis. Y aquí, una vez al mes, voy a contarles algunas de las anécdotas de nuestro día a día. Estas historias son reales, y en algún caso demuestran, como verán, que la realidad supera la ficción. Para nosotros, cada día que abrimos y cerramos la puerta es un día que nunca nos quitarán. Y todo el cannabis que consumimos dentro de la sede social, algo que jamás nos podrán incautar. En fin, empecemos.

Una tarde cualquiera de hace un par de años, una socia se encontró a la salida del trabajo con alguien vendiendo marihuana en la calle y no perdió la oportunidad de adquirir un poco. Nosotros por aquel entonces teníamos a seis agentes de la secreta vigilando permanentemente la sede social y parando y cacheando a todo el mundo, al entrar o al salir, algo sin duda incómodo para nuestros socios.

En el tercer juicio que hemos tenido como CSC, cuando llegó la declaración de nuestra socia contando esta anécdota, el juez no daba crédito

El caso es que aquella marihuana resultó no ser de buena calidad, o por lo menos de la calidad a la que ella estaba acostumbrada, así que decidió que el riesgo merecía la pena y vino a la sede social a adquirir una bolsa de diez euros de nuestra marihuana, consumiendo parte en el local y decidiendo llevarse el resto para un posterior consumo en su domicilio, no muy lejos de allí.

Al salir de la sede social, se dirigió directamente a su domicilio y fue seguida por tres de los seis agentes de la autoridad. Al entrar nuestra socia en el portal, antes de que se cerrara la puerta, irrumpieron de sopetón. Con el susto, ella temió por su integridad física, hasta que los tres secretas se identificaron como agentes de la autoridad. El diálogo que se desarrolló fue más o menos este:

–¿De dónde vienes?

–De la asociación, ya lo sabéis.

–¿Y llevas algo que te pueda incriminar?

–¿Incriminar en qué?

–¿Que si llevas marihuana?

–Sí, estas dos bolsas.

–¿Pero esta bolsa no es de la asociación? –dijo el perspicaz agente al darse cuenta de que una de las dos bolsas no estaba rotulada, como solemos hacer en la asociación, entre otros motivos, para facilitar la labor policial y así ayudarles a distinguir nuestra marihuana de las otras que se mueven por el barrio.

–No, esa no es de la asociación; es que he encontrado a uno vendiendo por la calle y como vosotros lleváis dos semanas en la puerta de nuestro club, por si acaso no podía entrar, he decidido comprar un poco.

Entonces, para sorpresa de nuestra socia, el agente secreto le devolvió la bolsa de marihuana que había comprado en la calle, mientras le decía: “Esta quédatela tú, que seguramente será una mierda, y nosotros nos quedamos la de la asociación”.

En el tercer juicio que hemos tenido como CSC, cuando llegó la declaración de nuestra socia contando esta anécdota, el juez no daba crédito; por respeto al Estado de Derecho y a la sala, no le quedó otra a su señoría que agachar la cabeza y estallar en una sorda carcajada. Mientras, el resto de los socios presentes en la vista reían a plena y esta vez sí sonora carcajada, y la fiscal esbozaba una sonrisa, algo traidora para el papel que desempeñaba esa mañana.

Una vez acabado el juicio, a la salida de los juzgados de lo penal, un grupo de socios y amigos comentábamos con el equipo jurídico de la asociación el resultado del juicio, cuando nos dimos cuenta de que la fiscal salía y se dirigía hacia nosotros. “Qué mal trago para esta mujer –pensé–, que, después de habernos acusado de un delito contra la salud pública y de haber defendido con uñas y dientes mi culpabilidad, tenga que pasar por aquí”. Me aparté un poco para dejarla pasar, pero ella venía a posta hacia nosotros.

Sin llegar a pararse del todo nos dio las gracias por la oportunidad que le habíamos dado de participar en un juicio tan interesante desde el punto de vista jurídico. Y añadió que si bien no tenía dudas de que el cannabis tendría que dejar de ser ilegal desde el punto de vista medicinal, no lo tenía tan claro con los usos recreativos. Ante tal comentario, la persona que desarrolla la parte medicinal de nuestra asociación se adelantó, entregándole una tarjeta nuestra. Ella, agradecida, la aceptó por si algún día, dios no lo quiera, tuviera que necesitarlo. Nos despedimos todos muy cortésmente y cada uno se fue por su lado.

Ya por la noche en mi casa, repasando el día mientras me fumaba un buen porro de Amnesia, me di cuenta por primera vez de que la duda acerca de la actual política sobre drogas estaba sembrada en el campo de nuestros enemigos. De lo que se trataba entonces era de hacer crecer el debate más allá de nuestras filas. Me terminé el porro con una media sonrisa.

En este juicio, por cierto, fui absuelto del delito contra la salud pública del que se me imputaba y por el cual la fiscal me pedía cuatro años y medio de prisión y 21.121 euros de multa.

Foto: Alberto Flores

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