Desde abril, Países Bajos prueba un circuito cerrado de producción y venta de cannabis para coffeeshops en diez municipios. La “wietproef” -tal como se conoce al plan piloto- busca evaluar si la cadena regulada reduce criminalidad, mejora calidad y aumenta el control sanitario. CanAdelaar es uno de los diez cultivadores autorizados y el de mayor escala y opera en un invernadero del tamaño de siete canchas de fútbol, reconvertido desde una antigua instalación tomatera.
La resolución judicial considera “muy grave” la situación de olor y respalda la potestad municipal para fijar límites de emisión, con un plazo perentorio de una semana para que la empresa instale medidas adicionales o, en su defecto, detenga temporalmente la producción. El expediente municipal contempla multas que podrían ascender hasta 3,5 millones de euros ante incumplimientos reiterados. La compañía afirma que ya está ampliando la filtración de aire y que confía en cumplir las exigencias técnicas en el breve plazo dispuesto.
De acuerdo con la autoridad ambiental regional (DCMR), las molestias se intensifican cuando los invernaderos se ventilan y la fragancia del cannabis se dispersa. El registro oficial contabiliza más de 2.100 reportes de 300 direcciones distintas desde 2023. Es importante recordar que la exposición a olores intensos puede provocar síntomas como mareos, náuseas, cefalea, pero que nadie “se coloca” por el mero olor en el ambiente.
El fallo llega en un punto delicado para la wietproef. La investigadora y experta en cannabis Nicole Maalsté advierte que solo siete de los cultivadores designados han iniciado producción sostenida y una eventual paralización de CanAdelaar tensionaría el abastecimiento a los cerca de 80 coffeeshops participantes y podría empujar a algunos establecimientos a volver, de facto, a proveedores no regulados. El Ministerio de Salud y el de Justicia, sin embargo, sostienen que la capacidad instalada actual —y una lista de espera de productores— bastaría para cubrir la demanda si algún actor debiera detenerse.
Más allá de la coyuntura, el caso ilumina un desafío estructural sobre cómo las regulaciones deben prever impactos ambientales y vecinales cuando se trata de cultivo de marihuana a escala industrial. Tecnologías de contención de olor, calendarios de ventilación ajustados y transparencia con la comunidad pueden ser la diferencia entre un piloto exitoso y un retroceso a la economía sumergida. Países Bajos no discute si regular o no —eso ya se está probando— sino cómo hacerlo sin desoír a quienes conviven con los invernaderos.
Si la wietproef busca cerrarle la puerta al mercado ilegal del cannabis, deberá cerrar también la del conflicto vecinal. La viabilidad de una cadena regulada no solo depende de licencias y controles, sino de garantizar la convivencia ambiental, esto último es una pieza clave para que el experimento avance sin volver a empujar a los coffeeshops hacia el mercado negro.
