Decía Víctor Hugo, en Los Miserables, que “la excarcelación no es la libertad. Se acaba el presidio, pero no la condena”. Y es que cualquiera que haya permanecido un tiempo en prisión sabe a la perfección que este lugar, en realidad, dista mucho de ser el resort vacacional a que se refieren algunos en los medios de comunicación y en las redes sociales. Aquellos que, alegremente, reclaman la tipificación de más delitos y la imposición de más penas privativas de libertad.
Hace algunos años, en el momento de su promulgación, el Código Penal seguía un orden lógico. Tras el artículo 31, iba el 32. Y así sucesivamente. Pero ahora, antes de llegar a este último, nos encontramos con cuatro preceptos más que han ido añadiéndose con los adverbios numerales de bis, ter, quater y quinquies.
A modo de ejemplo, en los siete primeros meses del año 2021, el Código fue reformado hasta en seis ocasiones, con un total de cuarenta y cinco artículos modificados. Durante el año 2022, la vorágine sancionadora siguió igual; más de siete reformas penales. Y este año 2023, las propuestas de reforma y de extensión punitiva a conductas hasta ahora sin relevancia penal tampoco son una cuestión menor. Además, prácticamente todos los nuevos preceptos incluyen la prisión como consecuencia de la comisión de la conducta delictiva, erigiéndose ésta como la pena reina, que sirve para todo y para todos.
Esta situación es preocupante. No se trata de una mera casualidad. Es cierto que la sociedad cambia y que el Derecho debe actualizarse en función de las necesidades que vayan surgiendo. Nadie lo niega. El problema se plantea cuando quienes nos gobiernan, sean de uno u otro color, pretenden legislar a golpe de reforma penal, olvidando que existen otras vías, la administrativa, por ejemplo, menos lesivas para los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.
Se olvida, por tanto, que en Derecho penal rige el conocido como principio de intervención mínima, que, en términos generales, significa que este Derecho sólo puede utilizarse cuando sea indispensable. Es decir, que la sanción penal debe reservarse para tutelar los bienes jurídicos más importantes de los ataques más graves contra ellos.
Esta política criminal expansiva es propia de Estados autoritarios, no democráticos. Y desde luego, no es propia de quien enarbola la bandera del progresismo, tradicionalmente contrario a la criminalización generalizada de conductas de dudosa gravedad.
Basta un breve repaso a los informes que, cada año, realiza la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias del Ministerio del Interior para darse cuenta de esta situación. La población reclusa en España, los ingresados en centros penitenciarios, representan un número demasiado elevado, sobre todo en determinados delitos que bien podrían no ser tales.
Es el caso de aquellos relacionados con el cannabis, cuyo cultivo, promoción, favorecimiento o facilitación del consumo o posesión para estos fines, está castigado en el artículo 368 del Código Penal con pena de prisión de uno a tres años y multa del tanto al duplo del valor de la droga objeto del delito.
Pues bien, según el último informe disponible, correspondiente al año 2021, la población reclusa en España era, a diciembre de ese año, de 45.963 personas (págs. 28 y 29), incluyendo en esa cifra tanto a los presos preventivos como a los ya penados, de los cuales 7.809 se encontraban en prisión por delitos contra la salud pública (págs. 32 a 35), es decir, en su mayoría, relacionados con las drogas.
Nada se dice, sin embargo, acerca del tipo de droga que motivó la condena, pero no me cabe duda, por la cantidad de procedimientos abiertos en los juzgados y tribunales relacionados con el cannabis y sus derivados, que una parte importante de los internos lo estén por estas sustancias. Es más, esta conclusión ha sido ratificada por el propio Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías, que ha señalado que España es el país de la Unión Europea donde se registra el mayor consumo de cocaína y de cannabis, por lo que no es de extrañar que muchas de las condenas a pena de prisión lo sean por el cultivo o tráfico de este último.
Y yo me pregunto, ¿es estrictamente necesaria aquí la prisión?, ¿qué bien jurídico estamos protegiendo con la tipificación de estas conductas?, ¿la salud pública?, ¿acaso no son el alcohol o el tabaco sustancias perjudiciales para la salud? Y si es así, ¿por qué su consumo está socialmente aceptado y su venta pública, salvo en las contadas excepciones del contrabando, no lleva a nadie a presidio?
La penalización del cannabis, la cárcel por cultivo o venta de estas sustancias, destroza más vidas de las que salva. La prohibición no funciona, es contraproducente, y obedece a intereses difusos que, dolosamente, se nos ocultan. De modo que tomemos conciencia de una vez por todas y asumamos la realidad.
Eduquemos y formemos a la población, sobre todo, a los adolescentes. Legalicemos y abramos más escuelas. Tal vez, como dijo Concepción Arenal, así logremos cerrar más cárceles.