El pasado 8 de julio, Miriam Staudte, ministra de Agricultura de Baja Sajonia, otorgó personalmente la primera licencia de cultivo cooperativo en Alemania, constituyéndose así el primer club social cannábico en este país.
El mismo día, en Barcelona, decenas de los ya constituidos recibían notificaciones del Ayuntamiento en las que se acordaba su clausura. Un primer paso, según expuso el concejal artífice de la medida, para el cierre de todos los demás de aquí a unos meses.
Dos modelos distintos. El de la libertad y el de la opresión. El del Estado neutral y el de aquellos que desean imponer su moral, única e indiscutible. El de los políticos asesorados por expertos sobre los beneficios de la regulación y el del voto fácil, sin ninguna otra consideración, a golpe de noticia.
Y digo esto último porque una de las consignas lanzadas al viento por el consistorio barcelonés ha sido la de poner fin a la delincuencia. “Cerramos los clubs para acabar con el tráfico de drogas y, por ende, con las mafias”. Una idea que no tiene ni pies ni cabeza y se contrapone radicalmente no solo con la realidad misma, sino también con las experiencias recientes y no tan recientes de los países partidarios de la prohibición o de la regulación.
No cabe duda de que, en el fondo, su intención es la de actuar contra la delincuencia y la inseguridad en las calles. Pero las decisiones no pueden tomarse a la ligera, sobre la base de simples deseos desnudos y, sobre todo, sin haber tenido en cuenta las opiniones de cientos de criminólogos que han dicho muchas veces lo que es evidente, que sin control se produce un descontrol.
Si se cierran los clubs cannábicos, los consumidores, que seguirán existiendo, se verán en la necesidad de recurrir a las mafias para adquirir su dosis. El negocio de estas florecerá. Tendrán más clientes y más dinero. Podrán comprar armas, no pistolas ni revólveres, sino armas de guerra, como ya se está viendo en algunos lugares de Cataluña. Y, con ellas, se enfrentarán a las mafias rivales por el control del territorio. E incluso a la policía. Porque si disponen de más medios, más fuertes y confiadas serán. Sembrarán el terror. Y la delincuencia y la inseguridad, para perjuicio de todos, aumentará.
No es una historieta. Ya ha sucedido. Por ejemplo, en los Estados Unidos durante los años de la Ley Seca. Una década en la que Al Capone, el mafioso por excelencia, se despertaba cada mañana dando las gracias al Gobierno federal por haber favorecido la extensión de su imperio criminal.
Un gesto de agradecimiento que, en la intimidad, cientos de criminales que se lucran del tráfico ilegal dirigirán este verano al Ayuntamiento de Barcelona que, sin darse cuenta, les ha abierto un nicho de mercado que antes no tenían.