Hace mucho tiempo vivía en China un maestro zen muy amigo de un sabio taoísta. Solían reunirse en el templo del primero, donde se enfrascaban en diálogos metafísicos sobre el tao. Un atardecer, antes de marchar, el maestro zen invitó al sabio taoísta a una copa de sake. Mientras el maestro vertía el sake en la copa del taoísta, este último vio en el fondo del vaso un pequeño gusano, pero aun así lo bebió por no hacerle un feo al maestro zen. Luego se despidieron afablemente.
Pasaron los días y el sabio taoísta empezó a enfermar y a encontrarse muy mal, por lo que dejó de salir de casa. Le visitaron varios médicos, que le aplicaron diversos tratamientos de medicina china sin éxito alguno.
Un día el maestro zen preguntó al criado del taoísta por qué había dejado de verlo. El criado le dijo que estaba muy enfermo y probablemente moriría. El maestro le instó para que lo visitara por última vez. El sabio taoísta salió de su casa con la intención de despedirse del maestro zen ayudado por su sirviente, pues prácticamente no podía caminar. Estuvieron hablando muy poco rato debido a su cansancio, y el maestro decidió que se despidieran brindando con una copa de sake. Pero cuando el maestro llenaba la copa del taoísta este no pudo callarse de nuevo y le dijo que había un pequeño gusano en su copa, que la otra vez lo había hecho enfermar.
El maestro zen, silenciosamente, levantó su dedo índice hacia el techo y el taoísta descubrió que en él había unos arcos decorativos, uno de los cuales se reflejaba en su copa. Las carcajadas de ambos se unieron en el infinito y el sabio emprendió el camino hacia su casa a excelente ritmo, dando saltos y palmadas de alegría.
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Érase una vez un gran maestro de la ceremonia del té. Al emperador de China le encantaba acudir a su templo para disfrutar, participar e impregnarse de dicha ceremonia. Estaba tan entusiasmado con el maestro que le pidió adiestrara a alguna de sus concubinas en el arte de la ceremonia del té. El maestro le puso muchas pegas diciéndole que era un arte muy sutil y muy difícil de plasmar por su estética superior, que escapaba al ámbito de los placeres mundanos. Pero finalmente se vio obligado por las órdenes del emperador. Durante semanas adiestró a las concubinas. El emperador quería acudir cuanto antes a presenciar su ceremonia, aunque el maestro le daba largas… Hasta que se vio obligado por la impaciencia del emperador, cuyos deseos eran órdenes.
Finalmente llegó el día señalado y se llevó a cabo la ceremonia. El emperador mantuvo un estricto silencio. Acabada la ceremonia, el maestro acompañó al emperador a la puerta del sencillo pero bello templo. El primero preguntó al emperador qué le había parecido. Este dijo que había sido una ceremonia estupenda, todas las participantes habían sido exquisitas, sobre todo una muy bella que había estado por encima de las demás. El maestro, con una sonrisa forzada, le contestó: si es que esta está todavía aprendiendo.
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Había una vez en China un gran maestro zen del tiro con arco que empezó a hacer una gira de exhibiciones de su arte a lo largo del país para lograr fondos, con el fin de hacer reformas en su templo en ruinas. Su exhibición consistía en que un ayudante suyo se ponía una ligera capa de pintura blanca sobre la nariz, se alejaba mucho del maestro y permanecía totalmente inmóvil mientras el maestro lanzaba una flecha que arrancaba la pintura de la nariz del discípulo sin hacerle rasguño algo. Era algo sorprendente y espectacular. Viajaron juntos muchos años por todas las regiones de China.
Un día el maestro desapareció y no podían dar con él, hasta que alguien comprobó que vivía solo en una ermita. Fueron a verlo y le propusieron que volviera a hacer su fabulosa exhibición. Pero este se negó, entre otras cosas alegando que su ayudante había muerto. Afirmó que había roto su arco y flechas en señal de duelo. Le dijeron al maestro que no se preocupara, que encontrarían otro arco y flechas, así como otro ayudante que se pusiera la pintura sobre la nariz. “¡Por favor, maestro, vuelve!”. “No lo haré. Y dejad de llamarme maestro… El maestro… ¡era Él”.