En nuestras sociedades se premia el hacer. La ambición y la voluntad. Se glorifica a los emprendedores. Se admira a las personas que tienen iniciativas y se tilda de vagas a aquellas que se limitan a vivir a su aire sin grandes ambiciones y que consideran que la vida no es una carrera de obstáculos. Actualmente no están muy bien vistas las personas que viven el ahora y consideran que el futuro es una ilusión. Pero su forma de hacer, o mejor sería decir de no hacer, tiene unos gloriosos precursores: los taoístas.
Leyendo a los taoístas clásicos uno empieza a formularse la idea de que a menudo, cuando las cosas no salen como habíamos previsto, es precisamente por haber tenido un plan de acción, o simplemente por tener un plan. Nos damos cuenta de que la mayoría de estados físicos o mentales que asociamos a la idea de felicidad, como bailar, tocar música o disfrutar de la poesía, suelen estropearse por la simple tentativa de querer alcanzar voluntariamente estos momentos espontáneos de flujo y felicidad.
Los pensadores taoístas estuvieron muy atentos a las trampas de la ética voluntarista y el culto al esfuerzo. Toda la sabiduría del taoísmo, con sus nociones de vacío, no hacer y disolución del yo, se sitúa en el núcleo de la paradoja de que cuando nos empeñamos en conseguir algo se produce un efecto contrario.
Para llegar a estados óptimos hemos de desembarazarnos de la tensión de la voluntad que aumenta la consciencia de uno mismo y la sensación de un yo. En Occidente se tiende a considerar la felicidad como el resultado de un trabajo o la justa retribución de un esfuerzo personal. Pero el alcanzar estados óptimos contradice frontalmente la ideología puritana del esfuerzo. Lo natural, la alegría, o la serena indiferencia, proclamada también por los estoicos, se vuelven inaccesibles cuando ponemos en marcha nuestra inteligencia y nuestro ingenio, así como nuestra consciencia, sostenida por la deliberación, la anticipación y el deseo. Han sido muchos los pensadores de la antigüedad que han atribuido las frustraciones y los fracasos a un exceso de voluntad, al mero hecho de ser demasiado conscientes de aquello que pretendemos alcanzar.
Aunque resulte paradójico, cuanta más información acumulamos más inciertos y aleatorios pueden ser los fines que perseguimos. Normalmente, los estados óptimos surgen de un modo fortuito y es imposible prever o garantizar su aparición. Tampoco podemos calcular su intensidad o duración. Estos estados suelen alcanzarse una vez se disipan las barreras entre uno y el mundo, creadas por el miedo, la ansiedad, los deseos egoístas o la codicia.
Lo mismo ocurre en el caso de la auténtica compasión, que solo se da cuando borramos toda huella del yo. Pero no olvidemos que querer un estado de no pensamiento, de no deseo y de no voluntad es uno de los problemas más agudos que contemplan las prácticas de meditación taoístas y budistas. La tentativa de alcanzar un estado mental en el que la voluntad no está dirigida por nada, por ninguna representación final, supone ya una forma de atención voluntaria que entra en contradicción con las propiedades intrínsecas del estado deseado. En el núcleo de su práctica, el asceta acaba descubriendo que su manera de cortar los vínculos con el mundo, en ocasiones, ha acabado creando un nuevo tipo de apego. Es de este modo como el moje budista se libera progresivamente del deseo de alcanzar el estado de no deseo a medida que se aproxima a él. Cuando finalmente se encuentra en un estado liberado de toda codicia, virgen de toda clase de apego –en un estado de perfecta neutralidad emocional–, ha borrado el deseo inicial que le ha puesto en el camino de la extinción del deseo.
Hasta en algo tan cotidiano como mantenernos erguidos, hemos de dejar de concentrarnos en el deseo de estar rectos, lo que nos producirá una postura rígida y no natural.
El valorar de forma irreflexiva la concentración y la vigilancia, algo propio de nuestra cultura moderna, tributaria del culto a la eficacia productiva, nos hace olvidar los gozos del estado de distracción y el abandono de la atención. No son los sueños de la razón los que producen monstruos sino la razón insomniaca.
La cultura occidental está tan ligada a la voluntad, que incluso aquellos que adaptan técnicas orientales como la meditación de la atención plena lo hacen en busca de la productividad y la eficacia. La alienación alcanza aquí su apogeo en el seno de un sujeto consumista que convierte una práctica de individuación, en el sentido junguiano del término, en un conformismo individualista.