La persona que organizaba las sesiones resultó ser un viejo conocido del mundo ayahuasquero, Pep Cuñat, que un año atrás me había invitado a una sesión en su centro de Barcelona, apropiadamente llamado La Maloka (en referencia al recinto ceremonial en el que se hace la toma de ayahuasca en la selva amazónica).
Yo vivo en Ibiza, isla que no está precisamente falta de ayahuasca, así que no había encontrado aún la ocasión de compartir la medicina en La Maloka. Sin embargo, la idea de participar en un “trabajo” con su grupo vía online nos ponía en bandeja esta ocasión.
“Todo empezó medio de broma, durante el mes de abril. Algunos miembros de La Maloka empezaban a sufrir el confinamiento, y entonces ideamos este formato, completamente inédito”, me contó Pep por teléfono días antes de la fecha señalada: el 30 de mayo.
Conseguimos la medicina por las vías habituales en este caso (no voy a entrar en detalles en este punto por aquello de no dar pistas el enemigo).
Éramos un total de treinta personas en unos veinte hogares, mayoritariamente en Cataluña, pero también en Mallorca, Ibiza, Italia e incluso en Austria. Todos los participantes, menos Rita y yo, habían participado en sesiones previas con Pep, uno de los requisitos básicos de entrada: “No me puedo arriesgar a que alguien tome por primera vez desde su casa. No merece la pena el riesgo”. El peligro al que se refiere Cuñat es un mal viaje, o un accidente o incluso un brote psicótico, una virtualidad muy infrecuente pero siempre factible al tomar un alucinógeno.
El filtro de entrada es la primera red de seguridad de este formato de ceremonia. Si has viajado con seguridad en ocasiones previas, es muy posible que vuelvas a hacerlo en el futuro.
Pero si las cosas se ponen feas hay una segunda red: un psiquiatra dispuesto a desplazarse en coche por el área metropolitana de Barcelona (los isleños no estamos bajo este paraguas de seguridad) con un botiquín de antipsicóticos, preparado para intervenir en caso de que alguno de los participantes lo precise (nota: en las cuatro ceremonias vía Zoom celebradas hasta la fecha, con más de cien participantes en total, no ha sido necesaria su intervención).
Puro presente
Nos conectamos todos vía Zoom y, alrededor de las nueve de la noche, tomamos la primera dosis: un vaso de unos 25 cl de ayahuasca preparado unos meses antes en la floresta amazónica de Brasil, con el inconfundible bouquet del daime (nombre que recibe la bebida para los miembros del Santo Daime, religión brasileña que utiliza la ayahuasca como sacramento). Pep pincha música vía YouTube mientras nos contempla a través de la webcam como si estuviéramos en panóptico digital y psiquedélico.
Treinta minutos después tomamos la segunda y última toma. Siguiendo las indicaciones de la música de las esferas, la medicina comienza a hacer su efecto. La conciencia convencional –esa mezcla de incesante parloteo interno y búsqueda ávida de estímulos– se detiene, y deja lugar a otra modalidad de conciencia, en la que cada inhalación y exhalación se convierten en lo más importante –de hecho, en lo único importante–, en lo que hay que prestar atención. Puro presente.
Quienes hemos trasegado un poco por los derroteros de la ayahuasca tenemos una noción (apenas un vislumbre) de lo que puede suceder y cuándo va a suceder. Por ejemplo, sabemos que el efecto de la DMT tiene su pico entre sesenta y noventa minutos después de su ingestión. A continuación, viene una bajada paulatina, que puede prolongarse varias horas hasta que se extingue definitivamente. Es por ello que suele “convidarse” varias veces –dos, tres o incluso cuatro– a lo largo de una ceremonia de ayahuasca, muchas veces hasta el amanecer.
En esta ocasión, sin embargo, solo teníamos el equivalente a dos tomas y las habíamos consumido al principio: a las diez de la noche todo lo que tuviera que desplegarse en el astral estaba ya dentro de nuestro cuerpo. Ahí empecé a dudar de que aquello pudiera funcionar, porque en algún momento la medicina parecía perder fuerza. Las visiones no eran tan nítidas y empezaba a remitir la vibración en el campo energético. Craso error. Aquello no había hecho más que empezar.
Uno de los pecados capitales de los buscadores de experiencias es la impaciencia. La otra, la avidez. Yo tengo ambas, así que, de estar presente mi chamán de guardia, le hubiera pedido una tercera copa y, ya de paso, una soplada de rapé. Pero allí estaba: en mi casita de Ibiza, conectado vía Zoom con un grupo de desconocidos en otras tantas casas.
Y entonces sucedió la magia. La ayahuasca está llena de sorpresas y, cuando crees que lo sabes todo, ¡zas!, vuelve a sorprenderte. Esta medicina en concreto tenía una fuerte concentración de chacruna, la planta que aporta la DMT y “pinta la visión”, como lo expresan poéticamente los moradores de la selva. La ayahuasca de Pep incorporaba además un inesperado mecanismo de acción retardada, que parecía activarse con determinadas frecuencias musicales, aunque también respondía al pensamiento y a la respiración, nuestro superpoder más desconocido.
Visiones de la floresta
Antes de iniciar cualquier viaje psiquedélico es importante tener una intención. Es lo que se conoce como “set”, el estado en el que se encuentra el viajero antes de elevar el vuelo. Hay personas que quieren atravesar un miedo, o bien tomar una decisión importante o bien conectarse con una persona fallecida (la ayahuasca es conocida como “liana de los muertos” en la selva).
Me reservaré cuál fue mi intención en esta ocasión, pues pertenece al ámbito privado, pero solo diré que se cumplió con creces. No siempre es así.
Las visiones de ayahuasca –como los sueños, con los que comparte su arquitectura común, la DMT– tienen una cualidad inefable: resulta arriesgado, y casi siempre condenado al fracaso, describirlos con el lenguaje común, este que estoy utilizando ahora y que nos sirve para describir e interactuar con la realidad inmediata, física o psíquica.
Varios participantes aseguraron haberse sentido (casi) en presencia del resto del grupo, y agradecieron la apertura de este formato para poder afrontar el confinamiento. Como dijo uno de los presentes: “¿Quién hubiera dicho que íbamos a estar en una situación así, y que nos adaptaríamos a ella? Una vez más, la ayahuasca demuestra su cualidad como adaptógeno que es”
Aquí solo quiero referir una visión muy poderosa y nítida que sucedió en una de las muchas oleadas que trajo la planta durante la noche: sentí, allá por las alturas un ojo, el Ojo que Todo Lo Ve, que nos observaba desde la selva para escrutar qué estábamos haciendo con la medicina. Los derroteros de la inteligencia vegetal son infinitos, y la ayahuasca parece tener esta cualidad para ponernos a su servicio. Tal vez Dennis McKenna esté en lo cierto, y en esta relación, nosotros, los humanos, seamos los peones de la ayahuasca, y por ende del reino vegetal, y no sus maestros, como nuestra soberbia nos hace creer en ocasiones.
El viaje iniciático de Fénix
No puedo dejar de relatar aquí la experiencia transformadora que tuvo mi gatita, Fénix, la noche de la ayahuasca, y que creo que confirma ese tópico sobre la extrema sensibilidad de los gatos.
Al principio no quise dejar entrar a la gata en el salón por motivos evidentes. Por allí había vasos de ayahuasca, rapé, yopo, velas, agua florida e inciensos susceptibles de acabar en el suelo o montando un incendio. Fénix se quedó fuera, en el campo, su territorio natural por las noches.
Sin embargo, desde la primera toma, la gata estaba maullando en la puerta para que le dejáramos entrar, algo inaudito. Después de un par de horas –ya sin ayahuasca en el altar– decidí abrir la puerta. Y allí entró ella: convertida en un manojo de nervios. Fénix es una gata muy tranquila y extremadamente cariñosa. En condiciones normales se hubiera quedado sobre mí o sobre Rita, hecha un ovillo en la manta y escuchando la hipnótica música que sonaba por los altavoces.
Lejos de eso, la gata entró en una frenética actividad que incluía maullidos, carreras, demandas de caricias e intento de asalto a la despensa. Cuando por fin conseguí que se tranquilizara, se tumbó a mi lado y sentí que me preguntaba qué demonios estaba pasando allí, qué era aquella energía que parecía brotar de nosotros y del ambiente. En un momento dado, su ronroneo dejó de funcionar y estuvo así, inerte, silenciosa, durante varias horas más.
Cuando la medicina empezó a bajar de intensidad le comenté a Rita que Fénix “se había estropeado, que ya no ronroneaba”. “Voy a tener que llevarla al mecánico de gatos”, dije en voz alta, y en ese momento preciso volvió a ronronear. ¿Casualidad? No lo creo.
Cierre e integración
Pasada la medianoche, Pep decidió “cerrar” el teletrabalho. Y digo “decidió” porque aquello estaba muy lejos de acabar, al menos para nosotros. Mientras nuestros compañeros en la distancia sacaban sus tortillas al otro lado de la pantalla, pinchamos nuestra propia playlist de ícaros y proseguimos varias horas más el viaje, ya en la intimidad.
Al día siguiente volvimos a quedar todos vía Zoom para “integrar” la experiencia. La integración es una parte esencial de un buen viaje de ayahuasca, especialmente para aquellos que han tenido una experiencia complicada o que necesita de la guía o el consejo de un “sherpa de la conciencia”, como me gusta llamarlos, alguien que ha recorrido ese camino antes que tú y conoce sus vericuetos.
Varios de los que participaron en la ceremonia aseguraron haberse sentido (casi) en presencia del resto del grupo, y agradecieron la apertura de este formato para poder afrontar el confinamiento, que está siendo complicado para mucha gente. Como dijo uno de los presentes: “¿Quién nos hubiera dicho hace unos meses que íbamos a estar en una situación así, y que nos adaptaríamos a ella? Una vez más, la ayahuasca demuestra su cualidad como adaptógeno que es”.
La ley del hombre y la ley natural
Mi idea inicial a la hora de escribir el artículo era omitir cualquier referencia a Cuñat y La Maloka pero, para mi sorpresa, fue él mismo quien me animó a hacerlo: “No estamos haciendo nada malo, no tenemos por qué escondernos”, me dijo. La Maloka lleva funcionando quince años sin un solo problema legal, y eso es gracias a que ha adoptado la estructura de los clubes de cannabis, de modo que cada socio alega consumo compartido en caso de tener algún encuentro con la ley.
La ceremonia me confirmó algo que ya sabía: poco importa si la ley positiva –la ley del hombre– nos prohíbe tomar ayahuasca y tenemos que seguir haciéndolo en la clandestinidad (o, cuando menos, en la penumbra), porque de ninguna forma sentimos que estamos infringiendo la ley natural.
En una sociedad que ha roto muchos de los vínculos humanos de pertenencia, sentirse partícipe de un grupo y trascender las barreras que nos impiden comunicarnos con nuestros semejantes, no solo no lo percibimos como algo malo, ilegal o ilícito, sino, más bien, como algo urgente y necesario. Por eso, si nos prohíben la ayahuasca –o cualquier otra sustancia para vigorizar el espíritu– desobedeceremos la ley del hombre para, a cambio, seguir aprendiendo a ser humanos.