La crisis de la psicofarmacología
La farmacología de la psiquiatría y de la neurología está en crisis, y aunque a muchos psiquiatras y neurólogos les cueste aún reconocerlo, lo cierto es que el emperador está desnudo, y así lo muestra la evidencia científica. Hace cincuenta años que no se descubre una nueva molécula en psiquiatría. Los nuevos fármacos para tratar trastornos mentales como la depresión o la esquizofrenia no solo son menos eficaces y caros, sino que producen más efectos secundarios. Las mismas categorías diagnósticas no son fiables: no es de extrañar, los criterios diagnósticos de los trastornos mentales, de acuerdo con los manuales DSM (actualmente se va por el DSM-V), que es el manual más utilizado internacionalmente para realizar diagnósticos psiquiátricos, está elaborado por psiquiatras norteamericanos que deciden por consenso qué criterios se deben cumplir para poder realizar un diagnóstico concreto. Además, se desconoce la etiopatogenia de los llamados trastornos mentales: aunque la psiquiatría biológica trata de entenderlos como anomalías que ocurren en el cerebro, y más específicamente en la transmisión neuronal, lo cierto es que no hay una sola evidencia sólida de que así sea. A diferencia de lo que ocurre en otras disciplinas médicas, en psiquiatría casi siempre primero hay un fármaco diseñado por la industria farmacéutica y luego se describe la enfermedad que dicho fármaco puede tratar, que no curar, ya que se entiende que las enfermedades mentales tienden a la cronicidad. Hoy día se empieza a discutir si la cronicidad de las enfermedades mentales se debe al propio curso de la enfermedad o a los tratamientos farmacológicos empleados. El modelo biológico de la enfermedad mental la entiende, pues, como una disfunción cerebral susceptible de ser corregida con fármacos. Pero las evidencias de que las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro y de que se curan con drogas son tan débiles que se podrían calificar más bien de pseudociencias y pseudoterapias.
"Los tratamientos para la depresión se están mostrando no solo igual de efectivos que el placebo, sino con efectos secundarios graves como ideación suicida, impotencia y síndromes de abstinencia severos. Muchos de los tratamientos para la esquizofrenia producen unos síndromes metabólicos que terminan causando enfermedades más graves que la esquizofrenia en sí"
Que la psiquiatría biológica está en crisis no es ninguna novedad. Por ejemplo, los tratamientos para la depresión se están mostrando no solo igual de efectivos que el placebo, sino con efectos secundarios graves como ideación suicida, impotencia y síndromes de abstinencia severos. Muchos de los tratamientos para la esquizofrenia producen unos síndromes metabólicos que terminan causando enfermedades más graves que la esquizofrenia en sí. Y si situamos el foco en los niños, esas personitas que se ponen siempre como excusa para frenar cualquier intento de regulación de las drogas, precisamente se calcula que, solo en Estados Unidos, toman por prescripción médica metilfenidato (una anfetamina) tres millones y medio de niños y jóvenes, y en España se ha multiplicado por veinte el consumo en tan solo quince años para combatir una enfermedad supuestamente del cerebro que se llama trastorno por déficit de atención (TDA). El consumo crónico de anfetaminas se asocia con psicosis y alteraciones en el estado de ánimo. El fracaso de los tratamientos farmacológicos en psiquiatría es tan evidente que algunas de las principales compañías farmacéuticas como GSK o Astra Zeneca han dejado de invertir en el desarrollo de este tipo de fármacos. Y es que los trastornos mentales no son enfermedades del cerebro, aunque, obviamente, una alteración cerebral pueda efectivamente producir trastornos mentales: el contexto social, incluso las condiciones sociopolíticas, el ambiente en el que se desenvuelve la persona y una infinidad de otras variables más allá del cerebro modulan las condiciones psicológicas del individuo. Luego asignar unívocamente un trastorno mental a una alteración cerebral no solo es reduccionista, sino falaz.
No es el caso, sin embargo, de las enfermedades neuronales, en especial, las neurodegenerativas, como el Alzheimer o el Párkinson, las dos enfermedades de este tipo más extendidas. Debido a que los síntomas aparecen cuando el daño ya se ha producido, son difíciles de prevenir y de conocer sus causas. Los modelos animales tienen muchas limitaciones también, ya que los daños para estudiar los síntomas son inducidos por los investigadores, luego es imposible ver el curso natural de su aparición y evolución. Los tratamientos actuales son muy limitados y no están exentos tampoco de efectos secundarios, que con el tiempo se hacen importantes. Según la Organización Mundial de la Salud, si en el 2030 no se encuentra un medicamento que retrase al menos seis meses el avance de la enfermedad de Alzheimer, una vez diagnosticada, el coste sanitario será tan alto que el sistema público de salud no tendrá dinero suficiente para costearlo. Frente a este panorama desolador, de nuevo algunas de las principales compañías farmacéuticas también han dejado de invertir en el desarrollo de este tipo de medicamentos por frustración. No es que a estas compañías no les compense económicamente la inversión (que no les compensa), es que no hay modelos farmacológicos heurísticamente útiles que les estén conduciendo a la invención de fármacos eficaces.
Entran en acción los psiquedélicos
"La industria farmacéutica está invirtiendo en estos fármacos, las clínicas psiquedélicas proliferan, la FDA ha autorizado el uso compasivo de MDMA, los creativos metamodernos van de microdosis de ácido o setas y se están empezando a realizar los primeros ensayos con LSD en humanos como potencial tratamiento antineurodegenerativo. Y, en paralelo, el mundo se está inundando de ayahuasca"
Es en este contexto de crisis cuando los psiquedélicos empiezan a tomarse en serio como fármacos prometedores para el tratamiento de las enfermedades mentales y neurodegenerativas. Lo que está ocurriendo ahora era tan solo hace apenas unos años impensable. Los psiquedélicos han perdido su estigma de drogas peligrosas, incluso para los psiquiatras, que es el colectivo médico que más teme a las drogas que alteran la conciencia, exceptuando, claro, las que ellos prescriben. Allá adonde voy, es el colectivo de psiquiatras el que más frontalmente se opone a las iniciativas regulatorias del cannabis, incluso el medicinal. Pero, claro, un mundo con más de trescientos millones de personas con depresión, otros tantos millones con diferentes variantes de los trastornos de ansiedad y unos veintiún millones con esquizofrenia, por no mencionar las cifras crecientes de trastornos traumáticos y de otro tipo (los diagnósticos psiquiátricos de los manuales DSM no paran de crecer), junto con la falta de eficacia, como ya se ha mencionado, de la farmacopea psiquiátrica, es como para repensarse algunas premisas sobre ciertas drogas. Pero el replanteamiento de estas premisas, claro, no viene llovido del cielo. Se ha producido gracias a los pequeños grupos de investigación, como los del Dr. Franz Vollenweider en Suiza investigando la psilocibina, la MDMA y la ketamina; el Dr. Jordi Riba en Barcelona investigando la farmacología de la ayahuasca; el Dr. Magí Farré, también en Barcelona, investigando la farmacología de la MDMA; el Dr. Rick Strassman, investigando la DMT, y más recientemente, los grupos de la Universidad John Hopkins de Estados Unidos y del Imperial College en Londres, centrados principalmente también en la psilocibina, entre otros, que han ido, durante los últimos quince años, asentando unas bases sobre las que, ya entrando en lo que muchos quieren ver como los nuevos prometedores años veinte del siglo xxi, se pudieran asentar las bases científicas sobre las que construir el nuevo futuro de los tratamientos psiquedélicos.
En los últimos años se han ido publicando estudios en los que se han encontrado resultados interesantes con psilocibina para el tratamiento del trastorno obsesivo-compulsivo, la dependencia de la nicotina y del alcohol, la ansiedad y la depresión en enfermos terminales y depresión mayor. Con LSD se han hecho estudios también con beneficios en ansiedad y depresión en enfermos terminales, y se han revisado las evidencias provenientes de los años cincuenta sobre su eficacia en el tratamiento del alcoholismo. La ketamina ya está aprobada como tratamiento para la depresión mayor, sobre todo la que cursa con ideación suicida. La ayahuasca ha mostrado eficacia en ensayos clínicos en el tratamiento de la depresión mayor y en estudios observacionales para trastornos que van desde el duelo hasta algunos tipos de drogodependencias, y se está explorando su potencial como tratamiento del trastorno de estrés postraumático (TEPT), entre otras condiciones psicológicas. La MDMA está en fase 3 (última fase de desarrollo de ensayos clínicos), y se espera que en un par de años esté disponible como medicamento para tratar el TEPT; lo mismo que la psilocibina en el tratamiento de la ansiedad y depresión en enfermos terminales. De hecho, la FDA norteamericana ha calificado a ambos fármacos como Breakthrough Therapy (una calificación que se da a un fármaco cuando se encuentra una eficacia preliminar que puede ser superior a la eficacia de los medicamentos existentes). Y en Europa se está ensayando la psilocibina (hay dos hospitales catalanes involucrados) para el tratamiento de la depresión mayor. Y esto es solo un resumen somero del panorama actual.
Conclusión: el futuro ya está aquí
Así que de repente el futuro se nos ha venido encima. La industria farmacéutica está invirtiendo en estos fármacos; hay fondos de inversión; las clínicas psiquedélicas proliferan; la FDA ha autorizado el uso compasivo de MDMA, de tal forma que se puede prescribir sin necesidad de haber terminado los ensayos clínicos; y los creativos metamodernos van de microdosis de ácido o de setas. Debido al potencial para inducir neuroplasticidad y neurogénesis, ya se están empezando a realizar los primeros ensayos con LSD en humanos como potencial tratamiento antineurodegenerativo. Y, en paralelo, el mundo se está inundando de ayahuasca y corren como la pólvora las iniciativas descriminalizadoras de las plantas psicoactivas, como es la plataforma Decriminalize Nature, que ha conseguido que varias ciudades y estados norteamericanos hayan descriminalizado la tenencia y uso de este tipo de plantas. Así que lo interesante de este apasionante futuro no es que los psiquedélicos vuelvan a las clínicas psiquiátricas (suponiendo que esto fuera lo más deseable), sino que habrá nichos para todos, desde la místico-yogui-pachamámica que quiera ir a una ceremonia de setas a la montaña cantándole al abuelo fuego, hasta el pijito de barrio bien con crisis existenciales que busque una clínica sofisticada en su ciudad. Habrá opción a la medida de cada cual, no hay duda: el futuro es psiquedelizado. Y todo esto, lo siento por los nostálgicos, no producirá ningún cambio social revolucionario. Así es el futuro de cabrón a veces.