La MDMA como arma de paz
En 1983, Paul McCartney publicó el disco Pipes of Peace con colaboraciones, entre otros, de Michael Jackson en dos de sus temas. El vídeo de la primera canción, titulada igual que el disco, recreaba el episodio del día de Nochebuena de 1914, conocido como “tregua de Navidad”, cuando, en territorio belga, las tropas alemanas y británicas dejaron de guerrear por unas horas, los combatientes de ambos bandos compartieron cigarrillos y brandi y hasta jugaron al fútbol juntos (se entiende que cada uno en su bando). Justo dos años antes, el 24 de diciembre de 1912, la compañía farmacéutica alemana Merck había patentado la MDMA. Hay muchas historias apócrifas de lo que ocurrió durante la tregua de Navidad. La más pintoresca achaca su ocurrencia precisamente a los efectos de la MDMA: el ejército alemán estaba haciendo pruebas con los soldados estudiando sus efectos como arma de guerra y, como efecto inesperado, reconcilió enemigos.
Obviamente, esta explicación de la tregua de Navidad debida a la MDMA no se sostiene, aunque la historia les ha ido poniendo en bandeja a los teóricos de la conspiración la generación de narrativas del estilo. Por ejemplo, en la Alemania nazi ya se conocían muchas feniletilaminas (principalmente, anfetaminas), por lo que se ha dicho (sin pruebas) que podía haber sido utilizada en los interrogatorios. Israel y Estados Unidos llevan años haciendo estudios con MDMA para tratar el trastorno por estrés postraumático de combatientes, lo que ha dado también lugar a especulaciones acerca de si la MDMA no habría estado siendo utilizada en sitios como Guantánamo o en interrogatorios, a modo de lavado de cerebro, a palestinos en cárceles israelís. No sería, desde luego, la primera vez: el experimento MK-ULTRA, donde se administró todo tipo de drogas alucinógenas, principalmente LSD, en experimentos sociales de torturas psicológicas (a personas a las que no se les comunicaba que se les estaba administrando una droga, incluidos soldados, para estudiar su comportamiento en eventuales combates), aún está muy reciente y la utilización de drogas para combatir o como sueros de la verdad es una constante en la historia de la guerra. Pero lo cierto es que la MDMA, más que como arma de guerra, tiene su fama como arma de paz, siendo su dimensión práctica más inmediata la de la resolución de conflictos, o, al menos, su disolución. Ejemplos, esta vez verídicos, se dieron en la segunda mitad de los ochenta, cuando la MDMA pegó fuerte y novedosamente en el Reino Unido: hooligans británicos de bandos enemigos durante y después de los partidos en los que se enfrentaban sus equipos de fútbol, en vez de emborracharse con cerveza para pelearse, se abrazaban y seguían juntos la fiesta. También está la popularidad del uso de MDMA en el principal tema de conflicto relacional: las relaciones de pareja. Desde el principio de la historia de la terapia con MDMA quedaron patentes sus principales usos: en personas traumatizadas, en personas que estaban en el final de sus vidas y en terapias familiares y de pareja.
Hacia el buenrollismo: los efectos prosociales de la MDMA
"La MDMA, más que como arma de guerra, tiene su fama como arma de paz, siendo su dimensión práctica más inmediata la de la resolución de conflictos, o, al menos, su disolución"
Hace años que a la mayoría de los científicos, al menos a muchos de los que trabajan con primates (humanos y no humanos), pero también con ratas y ratones, dejó de interesarles la MDMA como droga de abuso susceptible de producir neurotoxicidad a los jóvenes acelerando con ello la aparición de demencias tempranas y generaciones de idiotas improductivos. Los años de histeria de la MDMA (básicamente, la segunda mitad de 1990 y la primera de 2000), sorprendentemente, han dado paso en el nuevo siglo a una exaltación de la sustancia, que los científicos básicos (de laboratorio) utilizan como herramienta farmacológica para estudiar la conducta prosocial humana y los clínicos abrazan para sus terapias psicológicas.
Como especie social, la adaptación a los ecosistemas y la colonización del planeta hasta llevarnos al borde de la extinción, no se debe primariamente a nuestras habilidades tecnológicas, sino a las habilidades especiales que desarrollamos los humanos como especie durante nuestro desarrollo filogenético para interpretar estados emocionales de otros humanos e incluso “leer” en su comportamiento sus intenciones. A esto es a lo que llaman los científicos “conducta prosocial”. Todos los trastornos psiquiátricos, neurológicos y del comportamiento llevan acarreada una alteración en la conducta prosocial, desde el autismo hasta la esquizofrenia, pasando por la depresión mayor. Por eso a los científicos les interesa tanto el estudio de la conducta prosocial: no solo nos habla de cómo somos como especie, qué compartimos y nos diferencia de otras especies eusociales (en palabras del biólogo Edward O. Wilson), sino de qué problemas comportamentales aparecen cuando esas cosas que nos hacen ser como especie fallan, y también de cómo poder repararlas. En definitiva: el estudio de la conducta prosocial es el estudio de la interacción humana, así de cómo, cuando esta se vuelve problemática, podría ser resuelta positivamente. Esto es, mediante la negociación en la resolución de los conflictos (que es lo habitual), no mediante la guerra (que es la excepción).
Los primeros estudios sobre conducta prosocial se basaron en el reconocimiento de expresiones emocionales. Se encontró que la MDMA producía un sesgo consistente en una tendencia a sobrereconocer las expresiones positivas (alegría, felicidad) y a infrareconocer las negativas (ira, amenaza). O sea, que el buenrollismo que produce la MDMA en parte se debe a que, bajo sus efectos, el reconocimiento de las expresiones emocionales en los otros se sesga en positivo. A estos primeros estudios les siguieron otros en los que se encontró que, en condiciones de laboratorio, aumentaba la autocompasión; los voluntarios referían más palabras de sentimientos socioemocionales (relacionados con otros), de autenticidad y autobiográficos cuando hablaban con una persona del equipo investigador acerca de un ser querido; aumentaba el placer hacia el tocarse y ser tocado afectuosamente; aumentaba la empatía afectiva (la persona es capaz de sentir lo que la otra persona está sintiendo), pero no la cognitiva (sentir lo que está pensando), y esto era independiente del género; aumentaba la generosidad a la hora de prestar dinero virtual pero solo entre personas conocidas; hacía a las personan menos vulnerables al rechazo social, y, por último, los efectos prosociales eran más intensos cuando a las personas se les administraba la droga en el laboratorio de dos en dos más que individualmente.
MDMA para el trauma cultural
"La MDMA abre un espacio de seguridad emocional que la hace especialmente útil en psicoterapia, sobre todo en el tratamiento de cuadros complejos como es el trastorno por estrés postraumático"
A veces los científicos sociales de lo que se ocupan no es más que de tratar de reproducir en el laboratorio lo que ocurre en el mundo real para luego devolverlo al mundo real como si lo real fuera lo que ha ocurrido en el laboratorio. Así que todos estos estudios, más los que se están haciendo también en otras especies animales, son poco más que simulaciones que tratan de operativizar lo que realmente ocurre ahí afuera. Pero entendidos desde este contexto ofrecen pistas también acerca de las posibles aplicaciones prácticas de los hallazgos. Ocurre que, en el caso de la MDMA, el proceso es inverso a la mayoría de fármacos que se desarrollan, donde primero es el efecto en el laboratorio y después el estudio en la calle. Y con MDMA, ya desde los años ochenta, sabemos de su utilidad en psicoterapia precisamente porque hace todas esas cosas que los científicos nos dicen y algunas otras que son más difíciles de capturar en un laboratorio. Por resumir, la MDMA abre un espacio de seguridad emocional que la hace especialmente útil en psicoterapia, sobre todo en el tratamiento de cuadros complejos como es el trastorno por estrés postraumático (TETP), tan de moda desde los atentados del 11-S.
Un tipo especial de TEPT, aunque poniéndole muchas comillas, es lo que algunos sociólogos empiezan a llamar “trauma cultural”. El trauma cultural se produce cuando los componentes de una colectividad sienten que han sido sometidos a un evento terrible que deja huellas irreparables en su conciencia grupal, marcando sus recuerdos para siempre y cambiando su individualidad futura de formas básicas e irreversibles. En relación con el tema, el trauma cultural, las personas han usado constantemente el lenguaje del trauma para explicar lo que sucedió, no solo a sí mismas, sino también a las colectividades a los que pertenecen. Colectivos racializados, como los negros o los gitanos; estigmatizados, como las mujeres en situación de exclusión social que usan drogas o las personas transgénero; o genocidiados (si se me permite la expresión), como los nativos americanos o los judíos, han estado o siguen expuestos a diferentes grados de trauma cultural. Hay una corriente en Norteamérica proponiendo precisamente el uso de MDMA para el tratamiento de las secuelas derivadas del trauma cultural desde una perspectiva de justicia restaurativa. Las razones: las evidencias que se van acumulando sobre sus efectos prosociales. Los viejos sueños hippies de utilizar drogas para la paz emergen con fuerza en el siglo xxi y, en esta década que empieza, veremos sin duda a la MDMA y a otras medicinas psiquedélicas disponibles para multitud de usos psiquiátricos y, ya lo verán ustedes, también sociales.