Corren los años cuarenta del siglo XX cuando al niño Rogelio le elige su abuelo, el gran curaca, para traspasarle su conocimiento medicinal. Le instalan en una casita de la chagra, una plantación alejada del pueblo donde al margen de los juegos infantiles y el mundanal ruido, pasa largas temporadas. Toma ayahuasca varias veces al mes, una dosis mayor con la luna nueva, y le someten a una estricta dieta alimenticia sin sal, dulce, grasa o picante. De esa forma, dice el abuelo, durante cualquier ceremonia, o tal vez durante el sueño, la Madre Ayahuasca aparecerá para darle “el poder”. El poder de curar. Pero pasan los meses, el poder no llega y el niño se aburre: “Abuelo, ya no quiero tomar más”, dice Rogelito. “No, hijo, te falta poco, siga tomando. Pronto vas a recibir el poder”. “¿Cuándo?”, replica aburrido, mientras imagina los juegos de hermanos y primos, bañándose en el río, pescando en la laguna, comiendo papaya y banano. Hasta que una noche sucede. En la visión, el niño se encuentra a la orilla de un mar de aguas tranquilas. Del horizonte surge un moderno deslizador que se acerca velozmente; al tocar la orilla se transforma en una mujer resplandeciente a la que apenas puede mirar, deslumbrante en su belleza. Es la Madre Ayahuasca, que se acerca a Rogelio y le toca la cabeza´; entonces sucede la maravilla. “Ya te ha dado el poder”, celebra su abuelo exultante. “Pero aún no puedes curar, tu cuerpo está muy verde, debes dietar más”, lo que disgusta al aprendiz, ya un adolescente, que está aburrido de la dieta y tiene inclinaciones carnales, porque como está limpio y curado, cuando el abuelo se ausenta, llegan hasta la casita mujeres hechas y derechas, y bueno… como el sexo es incompatible con el aprendizaje de la medicina, ¡que le den a la medicina!
“¡Las veteranas me buscaban!”, recordó don Rogelio, entre carcajadas. “Por eso yo dejé a mi abuelito y ahora, ¡cuánto le echo de menos! Si yo hubiera aprovechado, si hubiera tenido la suerte de soportarlo… Pero así mismo digo gracias a Dios, con lo poquito que yo sé a mucha gente le salvo de su sufrimiento”. Se volvió hacia Randal Nerhus, su discípulo estadounidense de 54 años, y le repitió la advertencia disuasoria que tantas veces le había hecho: “Esto no es fácil. Especialmente porque el cuerpo tuyo es un cuerpo viejo, hay que trabajarle bastante, no es un cuerpo de niño. Eso te va a llegar despacio, y a lo mejor no te llega, porque has soportado ya muchas circunstancias de tu vida, un hombre pensador, trabajador, con necesidades fisiológicas”. Randal, consciente de la dificultad que entrañaba su aspiración, estaba decidido: “Al menos habré limpiado mi cuerpo y habré adelgazado, estoy demasiado gordo”.
Ascetismo amazónico
Tras un mes de dieta Randal había perdido unos cuantos de los kilos que le sobraban y se había dejado crecer la barba, que acentuaba su progresiva delgadez. Habría parecido un náufrago de no ser porque tenía un excelente aspecto. Igual que don Rogelio de muchacho, Randal vivía en una casita aislada, en la chagra de su maestro, al borde de una linda quebrada que serpenteaba bajo el bosque. Don Rogelio empleaba el mismo método que su abuelo había usado con él: cada luna nueva celebraban una ceremonia con una dosis completa de ayahuasca, a la que seguían ocho días de estricta dieta alimenticia y aislamiento, durante los cuales solo el maestro y, excepcionalmente, los familiares de éste, podían visitarle. Hasta la siguiente luna nueva, alumno y maestro tomaban pequeñas dosis de ayahuasca cada tres o cuatro días, ceremonias en las que don Rogelio le enseñaba los icaros (cantos sanadores), a usar la chacapa (el imprescindible abanico/sonajero), y a soplar tabaco, conocimientos que don Rogelio englobaba en la categoría general de “parte física”. “La parte física es fácil, y te lo enseño yo”, solía insistir don Rogelio. “Pero el poder no lo doy yo, es un regalo que no sé quién nos da. Ahí tú no me puedes reclamar, no le puedes reclamar a nadie. ¡Concentración! Toma, toma y toma hasta que un día, ¡pah!, Dios mediante recibes la visión y ya tienes la medicina en tu cuerpo”.
No debe de ser una casualidad supersticiosa que en numerosas tradiciones religiosas y espirituales el celibato, el aislamiento y el ayuno (por no hablar de otras privaciones y sufrimientos, como la flagelación), constituyan el camino para alcanzar la iluminación. ¿Qué cambios bioquímicos desencadenan estas prácticas? ¿Qué puertas de la consciencia (o de la inconsciencia) abren? En las tradiciones médicas amazónicas, ayahuasqueras o no, la dieta es condición para la adquisición del poder curativo. Se esperaba que, tras someterse a la dieta, Randal llegaría a comunicarse a voluntad con el mundo de los espíritus, donde los curanderos solicitan ayuda de sus aliados para luchar contra la enfermedad y los brujos a los suyos para hacer enfermar a los sanos.
Mientras llegaba (o no) la revelación, don Rogelio hacía lo que estaba en su mano para formar a su discípulo en la “parte física”. ¿Y qué más físico que cosechar la planta y procesarla hasta obtener las moléculas del remedio elemental?
Banisteriopsis en la olla
Banisteriopsis caapi es el nombre científico de esta liana, una especie vegetal de la que, en términos botánicos, se sabe bastante poco. Es muy significativo que, pese a que en las clasificaciones locales se distinguen numerosas variedades (en función de forma, tamaño, color, hábitat o propiedades bioquímicas), la taxonomía occidental engloba todas en la misma categoría. La Banisteriopsis crece de manera silvestre, aunque los curanderos siempre han sembrado en sus jardines ejemplares para utilizarlos a conveniencia. Lo hacen por estaca: una sección del tallo se entierra junto a un árbol, por cuyo tronco trepa hasta alcanzar la copa, donde extiende sus hojas al sol. Con el tiempo, habrá crecido tanto que robándole la luz al árbol anfitrión o estrangulándolo, lo matará. Es un sarcasmo que en el plano espiritual don Rogelio la represente como una linda y bondadosa Madre Ayahuasca, que procura sanación por doquier, mientras que en el plano material sea una planta invasora y abusiva, que causa devastación entre otras especies vegetales y que debe ser mantenida a raya para que no le suceda lo que a un célebre ayahuasquero de Iquitos, Javier da Silva, que se encontró con que su jardín de plantas medicinales, heredado de otro maestro, había sido invadido por la ayahuasca hasta el punto de que cualquier intento de erradicarla resultaba infructuoso, una intrincada red de raíces permitía su tenaz resurgimiento. “Es una hierba mala, no sabe morir. Estoy queriendo desaparecerla pero no puedo”, se lamentaba Da Silva.
La mayor parte de la ayahuasca de don Rogelio crecía selva adentro pero junto a la casa de Randal, al pie de un frutal, don Rogelio tenía una planta que había adjudicado a su aprendiz. Una de las ramas había salvado la distancia entre el árbol anfitrión y el tejado de hojas de palma de la casa, lo que Randal estimaba como una señal esperanzadora, una metáfora de su relación cada vez más estrecha con la ayahuasca, pero que don Rogelio mandó cortar inmediatamente, para evitar que dañara el techo de hojas de palma.
Cada tarde, el aprendiz debía salir de su casa, prender un cigarrillo y soplar humo a cada una de las ramas en las que se extendía el exuberante ejemplar. “Cada una de estas ramas es una oración”, le dijo una vez don Rogelio a Randal. “Cada vez que cortas una de estas ramas y la cocinas es una oración que le haces a la Madre y un conocimiento que la Madre te dará a ti. Pero hay que sacarla con respeto, hay que pedirle. Y cuando tú hayas tomado toda esta planta, ahí ya estarás preparado para recibir el poder. De una rama vas a aprender a curar fiebre; de otra a atender un parto; esa de allá servirá para la picadura de culebra porque te dará la oración que vas a cantar cuando haya una picadura”. “¿Y cómo me va a llegar ese conocimiento?”, preguntó Randal. “En el sueño, o en la ceremonia de ayahuasca, pero tendrás que dietar mucho todavía”.
Cada vez que se acercaba la ceremonia de luna nueva maestro y alumno se levantaban al alba y, tras soplar humo de tabaco y silbar una melodía ritual, arrancaban una rama secundaria, la cortaban en pedazos y la machucaban contra un yunque para separar las fibras. En esos momentos don Rogelio se conducía con la misma circunspección con la que celebraba las ceremonias, y repetía a Randal la misma cantinela que su abuelo le había repetido a él durante años. “Para trabajar éste de aquí, usted no debe tener interrupción de nada. No necesitas gritos de muchachos: ‘¡Ah, caramba! ¡Váyase de aquí!’. ‘¡Ah, mujer! ¿¡Por qué no ves dónde…!?’ Nada, nada. Porque usted estás concentrado a un alguien que está con usted. Estás trabajando con tu corazón noble, con la esperanza de que ese remedio… ¿Cuántas personas quizás van a tomar? Pero es una esperanza de que cuando toman les va a ir bien, no les va a ir mal. Voy cuidando mi planta, mi remedio. Ojalá que el remedio sea bueno. Todo es con corazón noble. Yo siempre digo que decía mi abuelo: ‘El Espíritu es correcto, nosotros somos malos. Y si vamos a estar pidiendo que ese poder divino se acerque, ojalá que tu corazón esté noble, contento, alegre, abierto para recibir ese poder’”. Luego de machucar la liana, buscaba una olla vieja y colocaba sobre la base un poco de tabaco, unas hojas de ayahuasca y, encima de todo, los tallos machucados, tal y como había aprendido de su abuelo.
El antropólogo catalán Josep María Fericgla sugiere que sería mucho más apropiado hablar de “ayahuascas”, en plural, para referirse al remedio, ya que en la Amazonia hay miles de recetas que varían tanto en los ingredientes como en la forma de preparación. “Dando el enorme salto cultural que exige el símil”, explica Fericgla, “podríamos compararla con el vino, del que hay muchas variedades, graduaciones etílicas, con y sin gas, de diversos sabores, efectos y colores, aunque para denominarlo usemos el término genérico, vino”. La reflexión de Fericgla cuestiona la idea generalizada de que la “auténtica” ayahuasca es siempre fruto de la decocción de dos plantas: la liana y las hojas de un arbusto llamado chacruna (Psychotria viridis). Según esta noción, generalizada en Occidente tanto por textos populares como especializados, el principio activo esencial de esta mezcla es la dimetitriptamina (DMT), molécula a la que se atribuyen las visiones, mientras que en la liana se encuentran inhibidores de la monoamina oxidasa (IMAO’s) cuya función sería neutralizar a unas enzimas que hay en el estómago y que destruyen el DMT ingerido oralmente. O sea, que los IMAO’s de la liana son poco más que unos guardaespaldas del DMT, al que permiten llegar al riego sanguíneo y, finalmente, al cerebro para desencadenar el viaje visionario.
La teoría de la preeminencia del DMT, sin embargo, choca con la información etnográfica, que indica sin género de dudas cómo para los pueblos locales la Banisteriopsis es el principal ingrediente y la Psychotria un aditivo prescindible. La primera evidencia está en el nombre: las dos denominaciones más extendidas, ayahuasca y yagé, designan tanto a la liana como al remedio cocinado con o sin chacruna, o con cualquier otro aditivo. Chacruna es, de hecho, una palabra de origen quechua que significa ‘mezcla’. Las prácticas documentadas por los antropólogos constatan que muchos pueblos preparan el remedio sin chacruna o ninguna otra fuente de DMT: así lo hacen, o hacían, los pueblos Tucano oriental del noreste de Colombia, los Matsiguenga en Perú, los Marubo del Yavarí brasileño y, por supuesto, don Rogelio Carihuasari, de la etnia cocama.
Purga cruel, visión esquiva
“Yo no utilizo chacruna”, solía decirle don Rogelio a Randal. “¿Para qué? ¿Para que alucines? ¿De qué sirve si alucinas y no te cura? Yo lo que quiero es curarte y que aprendas a curar. El ayahuasca es la base. La chacruna es el perfume, su perfumito, es una purguita, también te cura, pero el que maneja todo es la ayahuasca. Usted puede mezclar la ayahuasca con todas las plantas que quieras”. Y cuando Randal, que había leído el papel que los occidentales concedían a la chacruna, inquiría si la ayahuasca por sí sola le otorgaría la visión que estaba esperando; don Rogelio cabeceaba y asentía: “Hay que tener paciencia, esto no es fácil, demora mucho tiempo en llegar”.
La búsqueda de visiones es la principal motivación de los occidentales para llegar a la ayahuasca y también una gran fuente de frustración, porque, como bien sabe el experimentado ayahuasquero estadounidense Alan Shoemaker, las visiones llegan con mucha menor frecuencia de lo esperado. “Los gringos toman ayahuasca porque quieren tener visiones, porque han leído artículos en Shaman’s Drum, o libros como los que hemos escrito Peter Gorman, yo o quien sea. Yo he tomado ayahuasca unas dos mil veces, si escribiera sobre las mil seiscientas veces que tomé ayahuasca y sólo me purgué, ¿quién publicaría eso? Lo que se publicó en Shaman’s Drum fueron las experiencias más increíbles que tuve”.
Aunque la mayoría de los investigadores occidentales considera los principios activos de la liana sin poder visionario (además de accesorios), hay dos egregias excepciones. A mediados del siglo XX, el botánico estadounidense Richard Evans Schultes tomó remedio sin chacruna en Colombia y reportó visiones sutiles, de tonos azules y morados. En los años setenta, el psiquiatra chileno Claudio Naranjo, administró harmalina (uno de los IMAO’s presentes en la liana) a treinta y cinco voluntarios, que reportaron experiencias alucinantes, y nunca mejor dicho.
Lo que nadie duda a estas alturas es el poder purgante de la liana, según la farmacología occidental derivado de la interacción de los IMAO’s en los receptores serotoninérgicos en el cerebro. En la jerga del curanderismo ayahuasquero el término “purga” es sinónimo de la decocción “ayahuasca”, lo que denota la importancia que esta propiedad tiene localmente. Limpiarse, botar la suciedad del estómago, quitarse las malas energías o la mala suerte, son algunas de las razones que ofrecen los paisanos cuando explican por qué se someten a la experiencia, con frecuencia nauseabunda, de tomar ayahuasca.
La primera vez que Randal probó la ayahuasca, en casa de don Rogelio, meses antes de que decidiera regresar al Amazonas para iniciar su proceso de aprendizaje, tuvo una experiencia brutal: cagó, vomitó, aulló, pensó que se iba a morir, desde el minuto uno hasta que, vacío y exhausto, cinco horas más tarde, se rindió al sueño. “Tu cuerpo está sucio”, le explicó don Rogelio. “Tienes una condición negativa y la ayahuasca te saca eso”. Pero cuando regresó para aprender, después de varios meses de dieta y numerosas tomas y pequeñas ceremonias “de formación”, el remedio seguía produciendo en Randal un malestar a duras penas soportable. Las ceremonias tenían lugar en su casita, donde en una pequeña esquina se había habilitado un pequeño aseo con váter. Allí se pasaba Randal la noche, mareado, cagando y vomitando, mientras don Rogelio, a oscuras, continuaba con sus cantos, soplando tabaco, moviendo la chacapa a cuyo ritmo parecían moverse las entrañas del gringo. A la mañana siguiente, Randal manifestaba su contrariedad; le disgustaba que tras tantas tomas experimentara una reacción tan adversa, nada cercano a la revelación. Don Rogelio pedía, una y otra vez, paciencia: “Te estás purificando poco a poco. Tu cuerpo tiene que estar sano en primer lugar para que pueda recibir el poder. Tiene una basura en el cuerpo, está cargado de síntomas. Eso es un algo que ni yo mismo entiendo”.
Después de casi seis meses de intensa dieta no había sucedido lo que Randal anhelaba. Cierto que el esfuerzo no había sido en vano: pesaba quince kilos menos, había dejado de sufrir una acidez estomacal crónica y se había familiarizado con los rudimentos litúrgicos del curanderismo. “Estoy muy agradecido de estar aquí por lo que la planta ha hecho por mí hasta este momento”, decía Randal. “Mi cuerpo se siente mucho mejor y eso se lo debo a la ayahuasca”. Sin embargo, su principal aspiración permanecía insatisfecha: nada del mundo espiritual, ninguna visión clara, ningún mensaje. Se sentía “atascado”, “retrasado con respecto al plan”, víctima de un “bloqueo”. Es cierto que en una ocasión, terminada la ceremonia, mientras descansaba en la oscuridad, quizás ya entrando en los dominios del sueño, vio el ojo de un gran felino, que le produjo un sobresalto. Otra noche se sucedieron rápidamente innumerables retratos de hombres viejos, que él identificó como antiguos maestros. Quizás la interacción más intensa tuvo lugar después de una de sus ceremonias del sexto mes: “Escuché música en mi oído derecho. Una mujer cantando con una big band, música de los cincuenta. Primero era una música bellísima, pero después la mujer dejó de cantar y los instrumentos simplemente hicieron ruido”. Don Rogelio le escuchó con una sonrisa en los labios. “Algo se está acercando para darle su regalo”, dijo. Y preguntó: “¿Puedes recordar la música?” “No”. “Esa música tienes que grabar en tu cabeza. Te lo está enseñando el espíritu. Ya se acerca, ya se acerca”.
Y Randal, tal y como don Rogelio había hecho con su abuelo, siguió dietando.