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El enemigo en casa

Los colegas venían a casa, se fumaban algún porro y luego se iban con su bolsita. Todo iba bien, y no había por qué complicarse con experimentos, pero las cosas no funcionan así, nos gusta meternos en líos. 

Si por un casual os dedicáis a algo ilegal, más vale que no os juntéis con potenciales maltratadores. Esto es lo que se repite cada día nuestro protagonista del mes, al que llamaremos Mateo, por escoger un nombre cualquiera. Resulta que, junto con un colega, y para complementar su exiguo salario, cultivaban por ahí y vendían por aquí buen material. Los colegas venían a casa, se fumaban algún porro y luego se iban con su bolsita. Todo iba bien, y no había por qué complicarse con experimentos, pero las cosas no funcionan así, nos gusta meternos en líos. De modo que cuando su colega le dijo que un amigo suyo buscaba piso, no le pareció mala idea que ocupara la habitación que les sobraba. 

Los primeros días todo fue bien: el nuevo parecía enrollado y su pareja estaba siempre a su rollo, con sus libros y la música en su oreja. Pero un día se lio, y bien gorda. Mateo y su compañero escucharon ruidos que procedían de la habitación alquilada a la pareja. Luego empezaron los chillidos, y el ruido de cosas que se estrellaban contra las paredes. Finalmente, solo se le oía a él chillar y chillar a lo loco. Al cabo de unos segundos salió ella con el móvil en la mano, llamando a la Policía. Cruzó a grandes zancadas el comedor hasta la puerta, la abrió y, sin decir palabra, salió dando un portazo que hizo temblar las paredes. De la habitación del colega no venía ni un suspiro, silencio absoluto. Pasaron los minutos y parecía que todo hubiera terminado. 

Los dos colegas decidieron bajar al bar para sacudirse el mal rollo, y cuando estaban ya saliendo del ascensor, se encontraron con dos patrullas de los Mossos de Esquadra en el portal. “Ups, mal rollo”, pensaron. Efectivamente, venían por la llamada, y de muy malas maneras les preguntaron dónde estaba la chica y les exigieron que subieran con ellos al piso para hacer comprobaciones.

Al abrir la puerta, los agentes entraron de un empujón, sin pedir autorización de ningún tipo. Y, como sabemos, no la encontraron a ella, sino que se toparon con el percal de Mateo y su colega: bolsas autocierre, a decenas, báscula de precisión y unos 300 g en bruto de maría y 100 g de hachís, distribuido en bolsas de algo menos de 6 g la marihuana y 4 g el hachís. Justo en ese momento volvía la mujer, y les dijo a los Mossos que sí había llamado, pero que no quería denunciar, que Mateo y su colega no tenían nada que ver y que les dejaran en paz. 

Los Mossos no se tomaron nada bien sus palabras y decidieron actuar enérgicamente, como suelen hacer. De modo que se llevaron a los cuatro detenidos, también a su pareja, o ya expareja, que estaba en su habitación mirando al techo, como si nada fuera con él. En comisaría fueron asistidos por abogados del turno de oficio, que les dijeron que no declararan, al igual que ocurrió al día siguiente, ante el juzgado de guardia. Les aseguraron que era mucho mejor, y ello a pesar de que la única defensa que tenían era alegar que la entrada y el registro habían sido nulos. 

El Ministerio Fiscal les acusó de un delito contra la salud pública y solicitó para ellos una pena de dos años de prisión y tres mil seiscientos euros de multa. Tampoco se alegó nada sobre la entrada y el registro ilegales en los escritos de defensa. Ya días antes del juicio los abogados se informaron un poco más de cuáles eran las únicas posibilidades de defensa y, de forma algo confusa, alegaron como cuestión previa que la entrada y el registro en el domicilio habían sido ilegales y que todas las pruebas obtenidas eran nulas. Todos los acusados dijeron que no habían autorizado a los Mossos la entrada en el domicilio, y que a pesar de ello lo hicieron. Los policías lo negaron rotundamente y afirmaron que les habían dado el consentimiento. 

El juez dictó sentencia condenatoria para Mateo y su colega, y absolutoria para la expareja, afirmando que las pruebas de posesión para el tráfico eran válidas dado que, ante las distintas versiones, le daba más credibilidad a la de los agentes, por ser supuestamente funcionarios de justicia imparciales y que tienen la obligación de decir la verdad. Pero sobre todo valoró que los acusados no habían dicho nada de la supuesta entrada ilegal sino hasta el acto de juicio. Y en esto sí tiene algo de razón el juez. El dogma de no declarar en comisaría, y ni siquiera en los juzgados, debe matizarse. 

En casos como este, donde se alega una entrada y registro ilegales, hay que declararlo enseguida, incluso en comisaría, y si no al menos ante el juez de guardia. Con eso se deja clara la posición de los acusados desde el primer momento, y hay más posibilidades de prosperar. Cuando nos consultaron para hacer el recurso de apelación, les dijimos que las posibilidades eran muy escasas. Si hay alguna sorpresa, ya os informaremos. Mientras tanto, vigilad a quién metéis en casa. 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #313

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