El niño había preguntado varias veces qué pasaba con los que se morían: “¿A dónde van?”. Sus padres no sabían qué responder, les daba pena hablarle ya de la muerte. Se les ocurrió decirle que las personas que se mueren se convierten en estrellas, y que por las noches salen a saludar a sus seres queridos. El niño se mostró conforme con la respuesta y no volvió a preguntar. Parecía que se hubiera olvidado de lo que le habían contado sobre las estrellas. Pero no era así. Se lo dijo cuando volvían a casa, casi arrastrado por su madre, enfadada porque se estaba comportando mal. El niño había estado raro esa tarde en casa de su amiga, no quería jugar a nada con su compi de colegio, no hacía caso de lo que se le decía, balbuceaba tonterías y se dejaba caer por el suelo. Su madre le reprendió varias veces, pero el niño siguió con lo suyo. De pronto, en el ascensor, dijo: “Mamá, no me quiero convertir en estrella”. A su madre le dio un vuelco el corazón. Lo miró fijamente y vio que estaba pálido, como ido, a punto de caerse. Lo abrazó y notó que estaba muy alto de pulsaciones. Se fueron al Hospital del Mar. Los atendieron inmediatamente, pero a las preguntas de los médicos su madre solo podía contestar: “No sé, no sé”. Los doctores le dijeron que tenía que haber ingerido algo, y que era importante saber qué. Al cabo de un rato llamó su amiga. Su hijo estaba raro, tenía los mismos síntomas. Acudieron también al hospital. Los médicos pidieron al padre que revisara toda la casa donde habían estado los niños, por si veían algún frasco abierto, algún producto químico, cualquier cosa que pudiera dar una pista. No veían nada. Como los niños no orinaban, los médicos decidieron sondar para extraer orina y hacer también un análisis de sangre. Los niños cayeron dormidos, casi inconscientes. Al cabo de un rato llegaron los resultados: positivo a THC. Si bien los pediatras respiraron aliviados, se activaron los protocolos de protección al menor.
Paralelamente, el padre, buscando por los sitios donde los niños habían estado jugando, encontró un envoltorio de caramelo. De color rojo, con unos muñequitos con los ojos saltones y sonrisa burlona, y unas indicaciones sobre su contenido en THC de 600 mg. La denominación, “Nerds Rope Bites”, y en letras llamativas: “Superpotent formula”. Con letras más pequeñas: “60 minute activation time”. Y letras ya muy pequeñas: “Keep out of reach of children and animals”. En conjunto, un envoltorio de caramelo de lo más inocente, típico de cualquier dulce destinado a niños. El padre recordó: se lo habían regalado hacía tiempo, había probado un poco y había conservado el envoltorio como curiosidad. Estaba casi seguro de que no había más que unos restos en el envoltorio. La señora de la limpieza se lamentaba de que había sido por su culpa. El papelito estaba dentro de una cesta en lo alto del armario, que bajó y dejó en el suelo solo un momento mientras le sacaba el polvo a la parte superior. Justo pasaron los dos niños, vieron el papel, se lo llevaron y a escondidas debajo de la cama, donde se encontró el envoltorio después, chuparon los restos dulces que quedaban enganchados. Durmieron quince horas.
Las trabajadoras sociales llegaron a planta, donde habían enviado a los niños, y empezaron las preguntas. Las madres explicaron que sus hijos estaban bien cuidados, que iban al colegio con regularidad, que estaban vacunados y que aquello había sido un hecho aislado. Aseguraron que no eran consumidoras de cannabis, que no tenían drogas en casa, que no sabían ni siquiera que ese papel estaba en la vivienda y que había sido un accidente desafortunado. Las convencieron, pero los protocolos eran los protocolos. Les dijeron que recibirían citación del organismo catalán de protección a la infancia y, muy probablemente, del juzgado. Y efectivamente. Al cabo de solo diez días recibieron la citación para mantener una entrevista con el personal del equipo de protección a la infancia y para declarar en calidad de investigadas en un juzgado de instrucción de Barcelona. El delito imputado, en principio, es el de abandono al menor bajo patria potestad o tutela, del artículo 226 del Código penal, con penas de entre tres y seis meses de prisión o multas de seis a doce meses y, lo que es mucho peor, la posibilidad de imponer la pena de inhabilitación para ejercer la patria potestad por tiempo de cuatro a diez años. Ya os contaremos cómo sigue. Pero, de esta historia, en mi opinión, podemos sacar al menos tres conclusiones: la primera, que a los niños el cannabis les puede sentar muy mal; segunda, menos mal que dijeron que no consumían, y que no tenían antecedentes, y que los niños estaban escolarizados y vacunados, sino podrían estar jugándose la custodia de sus hijos; tercera, la legalización no debería llevar a un mercado liberado donde se permita la venta de THC en formato de caramelos para niños, como ocurre en California.