El problema es que ello ha creado una suerte de narrativas a las que quieren que nos pleguemos sin rechistar. No hay que olvidar tampoco que la industria está detrás de todo esto apoyando con millones de euros todo tipo de investigación que nos lleve a consumir más, dictando que es la felicidad y la chispa de la vida, imitando con ello a los ridículos influencers de la moda. Es tal la fuerza de estas narrativas que es difícil escapar a sus garras si no quieres ser visto como un tipo raro. Una patera que va de Marbella a África.
En realidad, quienes están entendiendo más al ser humano y sus tendencias son los psicólogos evolucionistas o de corte darwiniano. Si estudiamos con detenimiento sus escritos, tal vez podamos escapar a esta nueva cueva platónica que constituye el relato sobre la felicidad que quieren imponernos.
De entrada nos dicen que a la evolución le importa un pito nuestra felicidad y solo se preocupa por nuestra supervivencia, o mejor dicho la de nuestros genes. Aunque en ocasiones hace que seamos felices con cosas que conducen a reproducirnos como el sexo, si hay suerte acompañado del bonus del orgasmo. Otro de sus descubrimientos es que tenemos una mente de troglodita, aunque vayamos ataviados con un traje de Armani. El que ahora seamos más listos no quiere decir que seamos más sabios. Seguimos temiendo que nos expulsen del juego del apareamiento, lo que nos lleva a querer superar a los demás, algo que aprovecha la industria para tenernos cogidos por los huevos del alma, vendiéndonos toda suerte de chorradas que creemos nos darán una ventaja en el mercado del ligue y que, en última instancia, realmente acaban haciéndonos infelices.
Uno de los logros del Homo sapiens es a su vez nuestro peor enemigo: el hacer planes sobre el futuro, que en muchas ocasiones nos impide vivir el presente. ¿Cuántas veces dejamos de disfrutar de una magnífica comida pensando en el futuro, en una serie de Netflix o preocupados por alguna deuda? Tiene razón el zen cuando nos dice que vivamos aquí y ahora.
Todos tenemos sueños, pero incluso cuando se cumplen seguimos siendo infelices. Esto se debe a que, como hemos dicho, a la evolución no le interesa nuestra felicidad sino nuestro éxito reproductivo. Si pudiéramos conseguir una felicidad permanente, la evolución perdería su herramienta más importante, al igual que la industria del consumo, que intenta ocultarnos que cualquier cosa que compremos perderá su lustre en menos tiempo del que pensamos y así nos colocará otra engañándonos de nuevo; hasta el infinito.
Nuestro mundo tecnológico sigue creando nuevos trucos para secuestrar nuestra búsqueda de la felicidad, a través de lo que el biólogo Robert Trivers denomina “indulgencias fenotípicas”, que aunque nos producen placer son sucedáneos de las preferencias evolutivas. Serían indulgencias fenotípicas el alcohol, la cocaína, el porno, la televisión o las patatas fritas. Imitan los placeres antiguos sin ofrecer aquello que hacía adaptativas estas actividades ancestrales. No es lo mismo el porno de internet que abrazar a nuestra amada o amado.
Signos de éxito como el dinero solo tienen un efecto nimio en la felicidad, excepto que tengamos más que el vecino. Por lo tanto, lo que produce una felicidad efímera y costosa es el puto estatus. Que hablando en plata se supone que nos permitirá echar un polvo.
Hay que tener mucho valor para rasgar el velo de la ilusión del relato que dice que la riqueza, la fama, el matrimonio, y luego los hijos, nos proporcionarán la felicidad. Un jodido cuento chino que nos tiene entretenidos hasta la sepultura.
“Alegría y pobreza, y no pesares y riqueza”, dice el refrán. O como resumió con ingenio Flaubert: “Buscar la felicidad es una monstruosidad que se paga”.