“Amargo, amargo, esta es la palabra importante”, afirmaba Franz Kafka (1883-1924) en mitad de la Primera Guerra Mundial. ¿Y qué otra cosa puede hacer un escritor sino buscar sin desaliento la palabra adecuada, “como si se tratara de carne cortada de mí mismo, tantos esfuerzos me ha costado”.
“Amargo, amargo, esta es la palabra importante”, afirmaba Franz Kafka (1883-1924) en mitad de la Primera Guerra Mundial. ¿Y qué otra cosa puede hacer un escritor sino buscar sin desaliento la palabra adecuada, “como si se tratara de carne cortada de mí mismo, tantos esfuerzos me ha costado”. No vivió muchos años, ni necesitó ser testigo de la segunda debacle para cobrar conciencia de la irracionalidad contemporánea y expresar su estupor ante el abismo de la crueldad y el desatino humanos. “Todo el arte de Kafka –señala Camus en El mito de Sísifo– consiste en obligar al lector a releer”. Dentro de un par de años, coincidiendo con el centenario de su muerte, tendremos un pretexto inmejorable para releer al escritor cuyo apellido ha generado el término que mejor define nuestra época. Diez latigazos u “observaciones aisladas y momentáneas”, como él las califica, bastan para comprobarlo. Los cuatro primeros, con su correspondiente cifra, proceden de Consideraciones sobre el verdadero camino (1917); los dos últimos, de Anotaciones del año 1920; los cuatro intermedios, convenientemente fechados, de su Diario, verdadera historia clínica del clarividente y atormentado autor de la Metamorfosis (1915).