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El poeta y la muerte

Nunca es más profunda una palabra que cuando habla precisamente de la muerte, ese «muro de oscuridad que nos rodea y absorbe uno tras otro, sin que nadie vuelva para decir lo que pasa al otro lado”, como recordaba Maragall en 1911.

“Si la muerte me alcanza con mis deudas saldadas, me consideraré un dios entre los hombres”, escribía Teognis en sus Elegías quinientos años antes de nuestra era. Otoñal por excelencia, este asunto de la muerte concierne sobre todo al poeta, habituado por oficio a invocarla, según glosaba Machado en Juan de Mairena: “¿Y qué habrá pensado al verla salir como figura final de su propia caja de sorpresas?” Nunca es más profunda una palabra que cuando habla precisamente de la muerte, ese «muro de oscuridad que nos rodea y absorbe uno tras otro, sin que nadie vuelva para decir lo que pasa al otro lado”, como recordaba Maragall en 1911, el año de su defunción, parafraseando a Shakespeare (“Ese país sin descubrir, de cuyas fronteras ningún viajero retorna”). Desde el arcaico Calino de Éfeso, sabemos también que “Muchas veces regresa a su patria un soldado indemne en la batalla, y en su casa le alcanza la muerte”. Forzados a elegir, optamos por voces del siglo XX, el más letal de la historia. En ellas, alientan las últimas cenizas de esa “posteridad” que Valéry declaraba ya extinta en 1945.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #239

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