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Montaigne, II

En nuestra primera entrega de Montaigne (noviembre 2024), atribuimos al ensayista occitano un fragmento espurio que, para mayor afrenta, se reprodujo en el lomo de la revista: “Salvo la cerveza, todo lo demás me resulta indiferente para mi sustento”. Lo que escribió Montaigne fue justamente lo contrario: “Mi apetito se adapta a todo aquello de lo que sea posible alimentarse, salvo la cerveza” (I, XXV). A cambio, anota: “El placer de la bebida es casi el último que nos arrebata el paso de los años” (II, II). Bebamos, pues, de Montaigne, aunque su prosa sentenciosa, de alta graduación crítica, se nos suba de vez en cuando a la cabeza.

No hay razón para que lo artificial supere a nuestra grande y poderosa madre naturaleza. (I, XXX)

Concibo mil modos de vida opuestos. Acepto más fácilmente la diferencia que el parecido entre nosotros. (I, XXXVI)

Pese a reptar sobre el limo de la tierra, no dejo de percatarme de la altura inigualable de algunas almas heroicas que se elevan hasta las nubes. (I, XXXVI)

Los empleos, cargos y toda la demás trapacería del mundo se codician principalmente para sacar de la fortuna pública provecho privado. (I, XXXVIII)

Existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás. (II, I)

Cada cual pesa el pecado de su compañero y aligera el propio. (II, II)

La práctica no puede ayudarnos a morir, que es la más grande tarea que debemos afrontar. Por lo que respecta a la muerte, solo podemos probarla una vez; todos somos aprendices cuando llega. (II, VI)

Aunque pudiera hacer que me temieran, preferiría hacer que me amasen. (II, VIII)

Una sola palabra torcidamente interpretada borra las buenas obras realizadas durante diez años. (II, VIII)

Para ordenar mis piezas, no tengo otro sargento que el azar. (II, X)

Solo busco el saber que trata del conocimiento de mí mismo y puede instruirme para bien morir y bien vivir. (II, X)

Viene bien conocer la teoría de quienes se saben bien la práctica. (II, X)

La virtud rechaza la facilidad como compañera. Exige un camino agreste y espinoso, o bien, dificultades internas provocadas por los desenfrenados apetitos y las imperfecciones de nuestra condición. ¿Diremos entonces que la virtud no puede prescindir de la asistencia del vicio? (II, XI)

Libre de obrar mal, pero no lo bastante apto para obrar bien. (II, XI)

Por decadencia del cuerpo podemos alcanzar muchas virtudes, como la castidad, la sobriedad y la templanza. (II, XI)

No hay hostilidad más excelente que la cristiana. Nuestro celo hace maravillas cuando secunda nuestra inclinación al odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, la rebelión. Hacia la bondad, por el contrario, no se dirige ni andando ni volando. (II, XII)

Es la presunción nuestra enfermedad natural. Para consolarnos de nuestro mísero estado, se diría que la naturaleza no nos haya dado en el reparto más que la presunción. (II, XII)

Nada imprime algo tan vivamente en el cerebro como el deseo de olvidarlo. (II, XII)

Toparse con cosa increíble es para los cristianos ocasión para creer. Si fuese razonable, ya no sería un milagro. (II, XII)

Hemos confirmado mediante largo estudio la ignorancia que estaba en nosotros. (II, XII)

Todo dogmatismo permite ignorar lo que ignoramos. (II, XII)

Sería inicua desproporción obtener una eterna recompensa como consecuencia de vida tan corta. (II, XII)

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #325

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