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Sutiles entreactos

Antonio Porchia

Nacido en la región italiana de Calabria, Antonio Porchia (1885-1968) desembarca a los 17 años en Buenos Aires, donde transcurrirá el resto de su anónima existencia, rayana en la santidad. En 1943 publica Voces, libro que amplía y reimprime durante veinticinco años, traducido al francés por Caillois y prologado póstumamente por Borges. La parquedad de sus proposiciones, que parecen disolverse en una engañosa evidencia, tiene la cualidad de evocar infinidad de registros sapienciales: filósofos presocráticos, trágicos griegos, maestros taoístas, pensadores estoicos, místicos alemanes, moralistas franceses... Parsimonioso autor de depurados adagios, afirma: “La vida se compone de varios actos, pero la hallamos en sus entreactos”.

En nuestro corto vivir, el tiempo es una larga espera.

Fuera de mi estrecha celda no hallo holgura.

La seriedad es un rasgo infantil que en algunas personas perdura.

De un árbol de cien años, he mirado las flores de un día.

El mundo perdona tus defectos, no tus virtudes.

Cuanto más grande hace su obra un hombre, menos puede vivir de acuerdo con ella.

Ser un hombre más cuesta al hombre un continuado esfuerzo.

La bestia que el hombre lleva consigo siempre tiene veinte años.

El hombre tiene más de un entierro, y no tiene más que una cruz.

Lo bello se halla removiendo escombros.

Busco la certeza de las cosas, y cuando la encuentro, me muerdo los labios.

El hoy se acaba, el mañana se acaba, solamente el ayer no se acaba.

Si estoy cerca de ti, me olvido del bien que hay en ti, y si estoy lejos de ti, me olvido del mal que hay en ti.

Las pequeñeces son lo eterno, y lo demás, todo lo demás, lo breve, lo muy breve.

La verdad tiene muy pocos amigos, y los muy pocos amigos que tiene son suicidas.

El hombre no va a ninguna parte. Todo viene al hombre, como el mañana.

Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo.

El hombre, cuando no se lamenta, apenas existe.

El dolor no nos sigue: camina delante.

Es necesario padecer, incluso en vano, para no vivir en vano

Cerca de mí no hay más que lejanías.

Eso es el bien: perdonar el mal. No hay otro.

En mi viaje por esta selva de números que llaman mundo, llevo un cero a modo de linterna.

Tanto universo para hacer funcionar un cerebro, un pobre cerebro.

Pobres de nosotros si no nos dieran nada quienes nada nos deben.

Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas.

Un corazón grande se llena con muy poco.

Saber morir cuesta la vida.

Comencé mi comedia siendo su único actor y la termino siendo su único espectador.

Cuando el mal crece, el pequeño bien se agranda.

Las cadenas que más nos encadenan son las que hemos roto.

El verdadero “está bien” me lo digo en el suelo, caído.

La piedra que tomo en mis manos absorbe un poco de mi sangre y palpita.

Comprendo que la mentira es engaño, y la verdad no. Pero a mí me han engañado las dos.

A veces es tan largo el morir que me siento inmortal.

Para lo muy poco que necesitas conseguir, cuánto necesitas merecer.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #320

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