¡Más farlopa, es la guerra!
En el cine americano la hemos visto circular y esnifar a toneladas. Y desde el principio: David W. Griffith ya rodó en 1912 un corto en clave aleccionadora sobre los peligros del polvo blanco, For his son, que, por cierto, contenía una malévola referencia a la Coca-cola: el adicto se enganchaba a base de Dopokoke, un refresco cuya receta contenía cocaína.
En el cine americano la hemos visto circular y esnifar a toneladas. Y desde el principio: David W. Griffith ya rodó en 1912 un corto en clave aleccionadora sobre los peligros del polvo blanco, For his son, que, por cierto, contenía una malévola referencia a la Coca-cola: el adicto se enganchaba a base de Dopokoke, un refresco cuya receta contenía cocaína.
Desde aquel delirio tremendista, y como si estuviera Groucho azuzando desde las colinas de Hollywood al grito de “¡Más farlopa, es la guerra!”, la fábrica de sueños nos ha suministrado cordilleras de coca, parte de la cual racionamos aquí en pequeñas dosis.
‘Tiempos modernos’ (1936): Charlot, farlopero
En 1916, en The mystery of the leaping fish, Douglas Fairbanks ya había encarnado al detective Coke Ennyday (sí, sí: “coca todos los días”), una parodia de Sherlock Holmes que resuelve casos puesto hasta las cejas. Pero cuando, veinte años después, Chaplin le dio a la farlopa en pantalla con completa impunidad, la sustancia ya estaba prohibida y el código Hays ejercía de totalitario guardián de la moral del cine americano. Para saltar esa valla, a la coca que otro preso esconde en el salero del encarcelado Charlot se la acredita en la película como “polvos para la nariz”. El vagabundo rocía su comida con profusión, le coge el gusto, se viene arriba y acaba esquivando balas, para que vaya aprendiendo el de la pastillita de Matrix.
‘Annie Hall’ (1977): la fiesta, por los aires
La de Chaplin fue la última broma. Durante décadas, se impuso el conservadurismo, que el código Hays y los popes de la industria se encargaban de preservar. Pero todo eso volaría por los aires junto con el sistema de estudios. Y en eso que, con la fiesta ya desbocada en los contraculturales setenta, a Alvy y Annie, o a Woody Allen y Diane Keaton, les invitan a estrenarse con unos tiritos. Los anfitriones farolean de la calidad del material, recién traído de California, y Allen reniega y curiosea la cajita que guarda el oro blanco. Pregunta cuánto cuesta y cuánto hay que meterse, mientras se acerca un pellizco a la nariz, y sobreviene el desastre: la tocha virgen reacciona con un sonoro estornudo y la coca se volatiliza en efímera nube de polvo. Si a alguien se le ocurre mejor manera de joder una fiesta, que levante la mano.
‘Pulp Fiction’ (1994): cambio de ritmo
Mia, o sea Uma Thurman –peluca negra y tratando de seducir a Vincent Vega, el matón con pinta y andares de Travolta al que su marido mafioso ha ordenado que la saque a cenar–, se mete un par de rayas en casa y otra en el dinner fifties en el que acaban. El cuelgue de ella, festivo y sensual, lo siente y lo sirve Tarantino al ritmo del You never can tell, de Chuck Berry, que baila con Vincent para la eternidad, y el de la versión de los Urge Overkill del Girl, you’ll be a woman soon, de Neil Diamond. El memorable subidón solo se trunca, con consecuencias casi letales, por una confusión, cuando ella se hace otro tiro sin saber que esta vez es de heroína. El brutal cambio de ritmo que sobreviene con la sobredosis no tiene más parangón que los que es capaz de ejecutar el mismísimo Scorsese.
‘Golpe al sueño americano’ (1987): cuesta abajo
En aquella bacanal regada de cocaína que para los yuppies fueron los ochenta hubo otros avisos made in Hollywood sobre los peligros de la erigida ya en droga de la clase dirigente, pero esta adaptación de la novela primeriza de Bret Easton Ellis esbozaba con tino a una generación de niños pijos invadidos por un vacío que solo sabían llenar a golpe de desfase. Su retrato del descenso a tumba abierta del adicto sería superado después por las inmersiones en los infiernos politoxicómanos de Abel Ferrara, pero ahí queda ese encantador y condenado drogota que clavó Robert Downey Jr. Su “fantasma de las Navidades futuras”, en palabras del actor, al que el papel no le sirvió de advertencia. “El personaje era una exageración de mí mismo. Después, en cierto modo, yo me convertí en una exageración del personaje”.
‘El precio del poder’ (1983): cumbres nevadas
Cuando, con guion del cocainómano Oliver Stone, Brian de Palma versionó el Scarface de Hawks, convirtió a aquel trasunto de Capone del original en un refugiado cubano que consigue satisfacer, o casi, su ambición infinita gracias al mismo perico que le hundirá. Un self made boss de nombre Tony Montana que, como aquel Michael Corleone frío y calculador, exhibe los rasgos de Al Pacino, aquí espídico y descontrolado como su personaje. Imposible olvidarlo, egomaníaco y paranoico, adorando una montaña de coca y entregándose después, cual ejército de un solo hombre, a un sanguinolento clímax de (auto)destrucción, escalada definitiva que deja pequeña hasta aquella cima del mundo desde donde se precipitaba el James Cagney de Al rojo vivo. Y eso sí es dejar el listón alto.
‘Uno de los nuestros’ (1990): máster en frenesí
Con el relato del auge y la caída de un hampón de medio pelo fijó Scorsese las normas de lo que desde entonces ha sido el cine (y la televisión) sobre la mafia, e impartió un máster sobre cómo reflejar la fiebre y el vértigo del cocainómano, la misma que a él casi le había costado el cuello. A la alocada, paranoica, fútil carrera final contra el tiempo y un dichoso helicóptero de este wiseguy que siempre quiso ser un gánster, Scorsese le imprimió un ritmo frenético, porque así es como percibía el episodio el desquiciado protagonista. Después de semejante inmersión en el punto de vista del encocado, que Scorsese se sacara de la manga en Casino esa esnifada filmada desde dentro del tubito por el que asciende el polvo blanco, era ya solo cuestión de tiempo.
‘Boogie nights’ (1997): pornoadictos
El modelo de Uno de los nuestros también valía para narrar el alzamiento y la caída de otros imperios romanos, mafia aparte. Como el de la industria del porno setentero en esta brillante apropiación de los modos scorsesianos con la que Paul Thomas Anderson nos grabó en la cabeza su nombre y la polla gigante (y falsa) de Dirk Diggler, un don nadie con un único don, pero de treinta centímetros, que acabará aspirando cualquier cosa que se le ponga por delante. Aunque nuestro corazón no fue nunca para el semental underdog, sino para esa pornostar que atenuaba con alcaloides marca blanca su tristeza infinita de madre fallida y con la que Julianne Moore se reveló capaz de conmover al más salido.
‘El lobo de Wall Street’ (2013): esnifando dinero
“La cocaína es la forma que tiene Dios de decirte que has ganado demasiado dinero”, dejó dicho Robin Williams, una eminencia en cuestiones de pasta y farla, aunque nada comparado con ese Jordan Belfort que jugó y ganó cantidades pornográficas de dinero en las ruletas trucadas de la bolsa a base de ignorar, cual mafioso, escrúpulos, leyes y víctimas. Scorsese, atento al símil, se aprestó a aplicar su método a este no va más del capitalismo salvaje. Y si decía DeMille que una película debe empezar como un terremoto y seguir subiendo, esta arranca con DiCaprio esnifando directamente de un culazo y luego bate todos los récords de aspiración de rayas y derivados a medida que sus protagonistas van saltando pantallas de inmoralidad. Lo que se metían los actores solo era vitamina D en polvo, pero Jonah Hill acabó con bronquitis de tanto darle. Eso sí, encantado: “Que Scorsese te filme esnifando cocaína es lo mejor que te puede pasar en la vida”.
‘La vida privada de Sherlock Holmes’ (1970): solución al 7% (¿o era al 5?)
En el Londres victoriano, el mejor detective del mundo era aficionado a inyectarse una solución al 7% de cocaína cuando andaba falto de estímulos. Así lo parió Conan Doyle, aunque en las catorce películas con Basil Rathbone, el más clásico Holmes fílmico, apenas haya una referencia, al final de El perro de Baskerville: “Watson, the needle!”, inquiere Holmes, aunque en el doblaje castellano se oiga: “Watson, ¿viene usted?”. Décadas después, ya en los setenta, la cosa cambiaría, y en Elemental, Dr. Freud, Watson enviaría a un Holmes enganchadísimo a la consulta del vienés. Claro que nada mejor para acabar que el sobrecogedor broche con que Billy Wilder cerró la obra maestra en que también apostillaba que la solución era al 5% porque Watson la rebajaba a escondidas: el detective lee la carta que anuncia la muerte de la mujer que amaba –y la única rival que le ha derrotado–, y pregunta cariacontecido a su socio por la cocaína. El doctor, tan refractario al vicio de su amigo, por una vez le desvela sin rechistar dónde la ha escondido, y Holmes, vencido y doliente, se encierra buscando refugio en el chute cauterizador, y ya todo es melancolía.