Pasar al contenido principal

Nuestros hijos de puta

En junio hizo diez años del controvertido fundido a negro con el que acababa Los Soprano, la serie con la que David Chase cambió las reglas de la narración televisiva para siempre. Con Los Soprano, los ejecutivos de las cadenas televisivas descubrieron esa verdad tan perturbadora como vieja que la literatura ha explotado hace siglos, y de la que ellos no se habían enterado aún: que la maldad resulta mucho más atractiva, que disfrutamos hozando en el lado oscuro como un cerdo en un charco.

En junio hizo diez años del controvertido fundido a negro con el que acababa Los Soprano, la serie con la que David Chase cambió las reglas de la narración televisiva para siempre. Con Los Soprano, los ejecutivos de las cadenas televisivas descubrieron esa verdad tan perturbadora como vieja que la literatura ha explotado hace siglos, y de la que ellos no se habían enterado aún: que la maldad resulta mucho más atractiva, que disfrutamos hozando en el lado oscuro como un cerdo en un charco.

Porque nos encanta fantasear con lo prohibido, con hacer aquello a lo que no nos atrevemos, y porque es más fácil identificarse con las sombras de los nuevos antihéroes televisivos que con esos toscos y arquetípicos héroes de una pieza, blancos y aburridísimos, y que, hasta que llegó Tony Soprano blandiendo intimidatorio su puro y su corpachón, monopolizaban la programación. Ahora, los protagonistas de nuestras series de cabecera son tipos rebuscados como un sudoku que se enfrentan y nos enfrentan a vertiginosos dilemas morales. Y, en algunos casos, como el mismo Tony Soprano que sirvió de modelo para todos ellos, auténticos canallas cuyas perrerías seguimos adictivamente. Como dijo Roosevelt de Somoza, puede que sean unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta. Aquí van algunos de los peores de ellos. Es decir, de los mejores.

Tony Soprano (Los Soprano, 1999-2007)

Explica Brett Martin en Hombres fuera de serie, imprescindible biblia sobre esa revolución televisiva que David Chase arrancó en la HBO –tras ser rechazada su saga mafiosa de Nueva Jersey por la Fox, la NBC, la ABC y la CBS–, que la cadena solo le puso pegas al showrunner de Los Soprano dos veces. Una, por el título de la serie, que no convencía a los ejecutivos. La segunda, por el quinto capítulo, el que marcaría un antes y un después, aquel en el que, por primera vez, vemos a Tony, el inmenso en todos los aspectos James Gandolfini, asesinar a un hombre, un antiguo soplón al que reencuentra durante una excursión para visitar universidades con su hija y al que estrangula él mismo con un cable eléctrico. “¡Has creado uno de los personajes televisivos más irresistibles de los últimos veinte años y lo vas a arruinar en el quinto episodio matando a ese tío! ¡Vamos a perder audiencia!”, bramó por teléfono uno de los productores tras leer el guion. “Perderíamos audiencia si no matase a ese tío. Si no lo hiciera, ¿qué clase de mafioso sería? No tendría credibilidad”, replicó Chase. Tony Soprano, el iracundo patriarca mafioso que maneja con mano de hierro el cotarro pero no es capaz de controlar sus incendios domésticos, el asesino sin remordimientos que sufre ataques de ansiedad y va a terapia, se convirtió desde ese preciso momento, si no lo era ya, en el criminal de cabecera de millones de telespectadores en todo el mundo. Y en el modelo a imitar.

Al Swearengen (Deadwood, 2004-2006)

 

Si Los Soprano fue el equivalente televisivo de El Padrino o Uno de los nuestros en el género de la crónica mafiosa, Deadwood supondría una vuelta de tuerca más al crepúsculo del western, aún más sucia y descarnada que Los vividores, La puerta del cielo y Sin perdón, tres de los referentes a partir de los cuales David Milch concibió este monumental fresco inacabado –la cadena lo canceló tras tres temporadas catedralicias– sobre el nacimiento de una ciudad, la Deadwood del título, cimentada en los sueños de grandeza, fracasados y podridos, de la fiebre del oro. Es decir, sobre el nacimiento de Estados Unidos y, por extensión, del capitalismo salvaje que los regenta. Esta cruda recreación de un tiempo fundacional e inclemente se hilvana en torno al codicioso y desalmado Al Swearengen, propietario del Gem, el sórdido saloon desde el que maneja los hilos de una comunidad en ciernes infestada de desheredados y carne de cañón. Swearengen, con el que el veterano Ian McShane reinventó su carrera, es el más despiadado de todos, pero también el más inteligente, el más astuto, el único con visión panorámica en ese barro fundacional. Cada vez que se asoma empuñando su taza de whisky al balcón desde el que controla la ciudad que, no nos engañemos, será él quién haga prosperar a base de cálculo y asesinatos, sabemos que algo maquina, y que lo que está a punto de suceder será inevitablemente muy malo para alguien, pero beneficioso para él. Y para la comunidad, claro. ¿O quién creéis acaso que vela por el bien común, aunque sea derramando litros de sangre?

Nucky Thompson (Boardwalk Empire, 2010-2014)

 

Enoch “Nucky” Johnson, político y mafioso, hizo fortuna durante la “ley seca” en esa cueva de vicio con vistas de ensueño que en los años veinte fue Atlantic City. A una versión ficcionada del mismo, cambiándole el apellido para poder tunear su biografía al gusto, recorrieron Terence Winter –que había sido mano derecha de Chase en la sala de máquinas de Los Soprano– y el mismísimo Scorsese, en su crónica de gánsteres vintage, que abunda en esa hiriente revisitación de la historia de América emprendida por la HBO en la que el crimen, la corrupción política y la satisfacción de los bajos instintos de la población son entendidos como verdaderos motores del progreso. Por la torrencial y lujosa Boardwalk Empire, que se puede ver como una versión estilizada de Deadwood, desfilan versiones de gánsteres reales sin el nombre retocado –de Al Capone a Lucky Luciano, de Meyer Lansky a Ace Rothstein–, pero el que corta el bacalao es el tenaz y sibilino Nucky Thompson que borda Steve Buscemi, un Swearengen de modos más suaves pero fondo no menos turbio, un tipo que prefiere apenas mojarse los zapatos italianos, pero que tampoco le hace ascos a mancharse las manos de sangre ajena, si es menester.

Vic Mackey (The Shield: al margen de la ley, 2002-2008)

 

¿Qué pasaría si Tony Soprano dirigiera un grupo de asalto de la policía? Esa es la premisa a partir de la que Shawn Ryan construyó The Shield, el policiaco que trasladó a las cadenas generalistas los planteamientos más matizados, profundos y realistas que Los Soprano o The Wire ya habían convertido en marca de fábrica de la HBO. Eso sí, con el ritmo hormonado hasta las cejas. Al final, Ryan no se conformó ni con Tony Soprano. Vic Mackey “es Al Capone con placa”. O así lo describe un compañero de comisaría. Mackey es un policía tan violento y corrupto como pueda imaginarse el James Ellroy más desbocado, al que Michael Chiklis, hasta entonces actor de comedia, aporta un físico y una gestualidad profundamente amenazadores. “El poli bueno y el poli malo ya se han ido. Yo soy otra clase de policía”, le dice Mackey a modo de presentación al pederasta al que está a punto de interrogar a su manera y con sus superiores mirando hacia otro lado. El primer capítulo se cierra con el tipo asesinando de un tiro en la cara al policía que su nuevo capitán había colado en su equipo para desenmascararle. Pese a ello, y durante seis temporadas rebosantes de testosterona, la cadena comprobó que el público, imbuido del espíritu cafre de la propuesta, le prefería a él que a cualquiera de los polis honrados que intentaban atraparle.

Ray Donovan (Ray Donovan, 2013- )

 

Comparado con el resto de los bichos aquí enumerados, Ray Donovan puede parecer un buenazo. Pero pese al porte de tipo duro elegante de corte clásico que suministra eficacísimamente el magnífico Liev Schreiber y la fidelidad del tipo a un código de conducta en apariencia estricto como el de un samurái, conste que este solucionador de problemas para los ricos y famosos es un chantajista y un matón con cadáveres, metafóricos y literales, en el armario. Su creadora, Ann Biderman –la única mujer entre los showrunners mentados en esta lista–, lo sacó del molde de Tony Soprano. Como el capo Gandolfini, el solucionador Donovan se mueve en un mundo que no permite manejarse con titubeos si uno no quiere acabar devorado por el resto de tiburones, y es muy bueno en lo suyo, apagar incendios que provocan otros, pero tiene problemas de conciliación, con la ley y en casa, donde arrastra conflictos familiares de todo tipo, estos al parecer de solución no tan a su alcance. Ray Donovan, la serie, es otra disección a lo vivo de las miserias de la sociedad americana –aquí epitemizada en un Hollywood descrito como una lujosísima charla ponzoñosa– que, como su protagonista, luce hechuras hard boiled y sabor de cine negro a la vieja usanza. Eso sí, a la hora de forzar nuestra empatía con su antihéroe, Biderman se permite más concesiones que Chase, y rodea al protagonista no solo de tipos más tontos, sino también de bichos más malos que él. A la cabeza, su propio padre, un Jon Voight que, por desatado y puede que por su inmoralidad reconcentrada, se lleva de calle un buen puñado de escenas en cada episodio.

Walter White (Breaking Bad, 2008-2013)

 

Si los demás tipejos venían encanallados de casa, con el Walter White de Breaking Bad asistimos a una transformación, la que anuncia el título. La que va del brillante pero apocado profesor de Química que empieza la serie, al temible rey del narcotráfico que llega a ser. Arranca con un diagnóstico: White, un buenazo que una vez fue una joven promesa de la que no queda más que un perdedor aburguesado, tiene cáncer. Gracias a sus conocimientos de química, empieza cocinando metanfetamina nivel Bulli y asociándose con un traficante de tres al cuarto para venderla y así garantizar económicamente el futuro de su familia, convencido de que le queda poco de vida. Pero una cosa llevará a la otra: del tráfico al robo, la extorsión, el secuestro, el asesinato y el crimen organizado, todo sea por el negocio, que ya se sabe que toda multinacional salió de un colmado. Su artífice, Vince Gilligan, se planteó este malévolo juguete como un descenso al infierno interior de su protagonista, que, una vez allí, descubre que le gusta. Pero también como un striptease: White (Bryan Cranston clavando igual a Jekyll y Heisenberg, que así se llama su Hyde) cuenta al principio con todas las coartadas posibles para que el espectador acepte sus transgresiones: dramas domésticos, un entorno de cretinos que le acochina, complicaciones económicas y la necesidad de sobrevivir en un mundo, el del mercado de la droga, repleto de demonios peligrosos y terribles. A medida que la serie avanza, Gilligan va desbrozando la ecuación y despojando a White de excusas, como preguntándonos hasta dónde estamos dispuestos a empatizar con él, a justificarlo, a consentirlo. Se admiten apuestas.

Frank y Claire Underwood (House of Cards, 2013- )

 

Los elementos básicos de House of Cards, el perverso remake que Beau Willimon ha convertido en la serie sobre política más adictiva desde la antitética El ala oeste de la Casa Blanca, ya estaban en el original británico de los noventa, incluidos esos monólogos con los que Frank Underwood (un Kevin Spacey maquiavélico cual Keyser Söze) rompe la cuarta pared y se dirige directamente al espectador. Pero aquello era una miniserie, y la versión USA ya lleva cinco temporadas y se ha trasladado a Washington, detalle nada menor si tenemos en cuenta que ni se quiere realista ni busca dar lecciones de realpolitik, sino que es una fábula hobbesiana y progresivamente nihilista en la que, si como reza la nueva televisión la sociedad americana es un sueño podrido de dinero y poder, la Casa Blanca opera como una organización criminal. Al menos una vez ha caído en manos de Underwood y su esposa Claire (Robin Wright), que deja a Lady MacBeth como una santurrona. La propuesta obliga a menudo a graves esfuerzos para mantener la suspensión de la incredulidad, pero es un gratificante circo rebosante de sarcasmo y mala leche. Y de autoconsciencia: en un momento de su quinta temporada, el cínico presidente Underwood se pone apocalíptico y le canta las verdades del barquero a esa audiencia que sigue compulsivamente sus iniquidades: “¡Dios mío, sois adictos a la acción y las consignas! No importa lo que diga, no importa lo que haga; siempre que esté haciendo algo, estaréis encantados de subiros al carro. Y, francamente, no os culpo. Con toda la estupidez y la indecisión que hay en vuestras vidas, ¿por qué no un hombre como yo? No me disculpo. Al final, no me importa si me amáis o me odiáis, mientras yo gane. Las cartas están echadas, las reglas están amañadas. Bienvenidos a la era de la muerte de la razón. No existen el bien y el mal, ya no. Lo único que existe es estar dentro y luego estar fuera”. Pues eso, bienvenidos.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #237

Te puede interesar...

¿Te ha gustado este artículo y quieres saber más?
Aquí te dejamos una cata selecta de nuestros mejores contenidos relacionados:

Suscríbete a Cáñamo