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Vacaciones de sí mismos

Llegó el verano con sus calores y su promesa de satisfacer esas ganas de romper con la rutina de forma perfectamente institucionalizada. Vacaciones, llaman a ese paréntesis en el que tratamos de aflorar otra versión de nosotros mismos más libre, despreocupada y hedonista durante unos días de asueto ubicados en la inmensa mayoría de los casos en agosto, para mayor comodidad de las rutinas de producción establecidas. Otros van más lejos en su búsqueda por distanciarse de la repetición sisífica de los quehaceres cotidianos. El cine, que siempre es también –efímero– punto de fuga de nuestras preocupaciones del día a día, tiene un filón en esos tipos que, por hastío, atrevimiento o ambos, son capaces de casi cualquier cosa para tratar de tomarse unas vacaciones de sí mismos. Va una muestra.

Llegó el verano con sus calores y su promesa de satisfacer esas ganas de romper con la rutina de forma perfectamente institucionalizada. Vacaciones, llaman a ese paréntesis en el que tratamos de aflorar otra versión de nosotros mismos más libre, despreocupada y hedonista durante unos días de asueto ubicados en la inmensa mayoría de los casos en agosto, para mayor comodidad de las rutinas de producción establecidas. Otros van más lejos en su búsqueda por distanciarse de la repetición sisífica de los quehaceres cotidianos. El cine, que siempre es también –efímero– punto de fuga de nuestras preocupaciones del día a día, tiene un filón en esos tipos que, por hastío, atrevimiento o ambos, son capaces de casi cualquier cosa para tratar de tomarse unas vacaciones de sí mismos. Va una muestra.

‘La costa de los mosquitos’ (1986): naturaleza, utopía y monstruos

Mediados de los setenta, Stewart Raffill, cultivador de un cine exploit familiar y de bajo presupuesto que siempre le dio réditos en taquilla, se sacó de la manga una versión hippy, ecologista y rabiosamente camp de aquel viejo clásico de la literatura juvenil que fue Los nuevos robinsones suizos, con una familia de urbanitas altermundistas que optaba por alejarse del mundanal ruido e instalarse en las camisas de cuadros y las montañas rocosas. La cabaña del fin del mundo, se llamó el bicho, que, como sus igualmente pegajosas secuelas, se convirtió en un clásico en los videoclubs de la España de la transición. La versión que el mucho más sibilino Peter Weir dirigió años después de la novela de Paul Theroux La costa de los mosquitos podría verse como el reverso tenebroso de aquella propuesta. Aquí, un inventor con ínfulas genialoides y tiránicas (Harrison Ford, desmadrado como pocas veces) arrastra a su familia a su sueño húmedo, una utopía supuestamente de vida en comunión con la naturaleza que oculta una pesadilla, la de intentar forjar una sociedad a su gusto desde cero, la de que todo y todos se sometan a sus designios. Los sueños hippies a veces también producen monstruos.

‘El porvenir’ (2016): tiempo de crisis

“Se disfruta menos teniendo que esperando, y solo se es feliz antes de ser feliz”. La profesora de filosofía que encara Isabelle Huppert en la última joya de Mia Hansen-Løve lee la cita de Rousseau a sus alumnos y constata que le es de aplicación a su momentum. Instalada durante años en una comodidad tan estable como adormecedora, de pronto se encontrará en una crisis a la que asiste perpleja: descubre que su marido la engañaba, se separa de él, ve cómo sus hijos vuelan solos y se alejan de ella y cómo la distancia intelectual con sus alumnos crece, su madre fallece y se convierte en abuela. Y advierte que la vida es cambio, y que, por fortuna, de la felicidad no se es consciente, tan solo de la búsqueda de la misma. O aquello de la Ítaca de Kavafis: lo que cuenta es el trayecto.

‘Los decentes’ (2016): lucha de clases

En esta rareza por estrenar de Lukas Valenta Rinner, vista en el Festival de Cinema d’Autor de Barcelona, una criada que trabaja al servicio de una de las vecinas pudientes de una exclusivísima urbanización es cosificada por todos y cada uno de los personajes que allí habitan, salvo por un torpón vigilante con el que inicia una balbuciente relación. La mujer, apocada se diría que hasta lo patológico, encontrará su lugar en una comunidad naturista instalada en un terreno colindante. Allí, en pelota picada y entregada al amor libre, la meditación y otros clásicos contraculturales y sixties, se encontrará a sí misma e incluso se decidirá a tomar partido y llevar la lucha de clases hasta donde haga falta cuando el conflicto entre los desnudos y los muertos de la urbanización pija, es decir, entre dos sectas, adopte cara de perro y el tono de la película mute hacia el puro desconcierto.

‘Thelma y Louise’ (1991): salto al vacío

Ahora que, esgrimiendo Wonder Woman como una banderita, dicen que hasta el cine de superhéroes puede ponerse al servicio del empoderamiento femenino, cualquier día cae remake de este nuevo clásico con el que Ridley Scott puso a dos amigas asqueadas de los usos y costumbres de lo que entonces nadie llamaba aún heteropatriarcado a hacer un viaje en pos de una liberación. La treintañera, bella y maltratada Thelma (Geena Davis) y la cuarentona, malhablada y resabiada Louise (Susan Sarandon), hartas de aguantar y tener que dar explicaciones en un mundo de hombres, toman las riendas y las de Villadiego, y aprietan el acelerador en una road movie que se sigue viendo igual de luminosa y enrabietada que el primer día. Y así es como un fin de semana de desconexión se convierte en un salto al vacío.

‘Toni Erdmann’ (2016): payasadas, bocanadas

¿Y si no eres tú quien quiere salir a tomar aire de su vida viciada? ¿Y si el que se da cuenta de que necesitas ese respiro es un padre pelmazo y bromista con el que no te llevas bien pero tampoco mal porque no te llevas? En la desconcertante dramedia de Maren Ade, el padre pelmazo, jubilado y aburrido, deprimido también por la muerte de su perro, se empeña en acosar a base de bromas pesadísimas a su hija, una mujer entregada a su trabajo en una multinacional que arrastra sobre sus espaldas cargas imposibles de sostener sin que todo lo demás desaparezca. El plasta tiene una hostia, pero también puede que tenga razón; aunque no se trate de cambiar de vida ni de pasarse el día haciendo el burro, tan solo de salir de vez en cuando a por una bocanada de aire.

‘El bosque’ (2004): hermandad de dolor

El dolor, el dolor insoportable como motor para huir, para poner tierra de por medio, no durante unos días o unas semanas. Para siempre. Como una familia Robinson muy numerosa y hermanada por (¡ojo, aquí spoileramos!) heridas de las que nunca se acaban de cerrar, los integrantes de la comunidad aislada en medio del bosque en este cuento terrible de M. Night Shyamalan se alejan de la civilización y se refugian en la vida en plena naturaleza. Pero la voluntad de preservar el microcosmos entre las nuevas generaciones se traducirá en la imposición de normas y de mentiras para sustentar el tinglado, y en la utilización del miedo como cemento aglutinador. Al final, de nuevo el anhelo de construir una utopía de tamaño manejable acaba en la forja de una secta.

‘Desafío total’ (1990): las vacaciones soñadas

¿Y unas vacaciones solo soñadas? Desde luego, son más sostenibles, y no tienen límites. Philip K. Dick imaginó una empresa que implantaba recuerdos falsos en Podemos recordarlo todo por usted, y Paul Verhoeven convirtió el relato en un clásico de la sci-fi en el que, como en el cuento, el cliente compra unas vacaciones ni más ni menos que a Marte y, puestos a pedir, antes que de turista prefiere ejercer de superagente secreto en una misión para salvar el mundo. El problema es que el soñador había sido de verdad un héroe marciano cuyos recuerdos habían sido borrados. O tal vez no, y entonces el problema es que todo es una fantasía de la que no puede despertar. A saber, porque nunca había tenido Schwarzenegger una empanada mental tan grande como en esta variación futurista y vigoréxica de Con la muerte en los talones. Pero, por las dudas, la recomendación final de la morena que responde al prototipo de modosa viciosa que había pedido a la hora de diseñar su fantasía: “Pues bésame antes de que despiertes”.

‘El club’ (2015): purgatorio

Alejarse del mundo, cambiar de vida, reinventarse. Es un tropo recurrente. Los motivos son múltiples: el dolor, el hastío, al afán de aventura. También la necesidad de esconderse. En la casa recóndita, a las afueras de un pueblo perdido, que es una más de los protagonistas del film del puntilloso Pablo Larraín, conviven cuatro hombres olvidados que purgan allí sus pecados. Cuatro curas a los que la iglesia prefiere esconder (y así proteger) y que languidecen sometidos a una disciplina estricta y entregados a un único hobby: las carreras de galgos. La vida transcurre arrastrando los pies y sin sobresaltos, hasta que un suceso de sangre y la irrupción de la víctima de uno de sus iguales les fuerza a mirar de frente a su pasado. La obligación de hacerlo sin poder recurrir a los eufemismos en los que suelen amortiguar su culpa los verdugos dispara la tensión, y el microclima se revela como lo que nunca había dejado de ser: aterrador.

‘Z, la ciudad perdida’ (2016): camino de autoconocimiento

¿Qué es el sentido de la aventura? ¿Qué es la búsqueda de lo desconocido? En el extraordinario fresco de James Gray sobre el fin de la época de los grandes exploradores, ese anhelo de conocimiento es el del autoconocimiento. De otra manera: ¿hasta qué punto sabemos quiénes somos?; ¿sabemos cómo nos comportaríamos en circunstancias en las que no nos hemos encontrado jamás?; ¿perdidos en la jungla, tratando de encontrar tribus desconocidas, seríamos valientes o cobardes? Percy Fawcett, militar de profesión, esposo y padre, se adentra en el Amazonas buscando una ciudad perdida y se encuentra a sí mismo. Y le gusta lo que descubre, plantea Gray, así que vuelve una y otra vez, para volver a experimentar esa otra versión de su yo, una que no está disponible en los ampulosos salones de la estirada alta sociedad británica, sino tan solo en rincones inhóspitos regidos por atavismos preservados como en formol desde los albores de la humanidad.

‘Westworld’ (2016): revolución sintética

El resort temático y vacacional definitivo se lo inventó Michael Crichton. No, no hablo de Parque Jurásico, sino de ese oeste de cartón piedra concebido como un poblado de Tabernas de alta tecnología y que se inventó en Almas de metal, que es como aquí se tituló Westworld, primer asalto cinematográfico del rey del best seller tecnificado, en referencia a la naturaleza invariablemente artificial del paisanaje de sheriffs, pistoleros, chicas de saloon, indios y vaqueros que poblaban el parque. El reseteo televisivo que Jonathan Nolan ha hecho del original saca punta a la ampliación de aquel universo, uno en el que cualquier ejecutivo estresado puede desconectar abandonándose a sus más bajos instintos sin miedo a las consecuencias: ni las chicas a las que viola ni los rivales a los que acribilla son más que meros robots, esclavos sintéticos al servicio del uso y disfrute de la superior raza humana, o de esa escasa cuota privilegiada de la misma capaz de pagar la entrada al parque, al menos. Pero, ¿si una inteligencia, por muy artificial que sea, tiene consciencia de sí misma, no es acaso un ser vivo?, ¿y si le da por defenderse?, ¿y si le da por revelarse contra su condición de carne de cañón?, ¿y si también se harta de su rutina, esa que implica morir y resucitar una y otra vez?, ¿y si reclama unas vacaciones, salir del parque, cambiar de vida?

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #236

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