La posverdad. El palabro inevitable. El diccionario Oxford, que escoge anualmente la palabra del año, le otorgó el crédito de ser la del 2016. Y sí, el término se generalizó el año pasado, referido a las falsedades en las que sustentaron sus éxitos Donald Trump o los impulsores del brexit, entre otros hits, las consecuencias de los cuales empezaremos a sufrir desde ya. Sucede, sin embargo, que no hay nada nuevo bajo el sol.
La posverdad, referida a “circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales”, se parece como dos gotas de agua al embuste de toda la vida. Como aquí de lo que hablamos es de cine, me remito a las pruebas que hace décadas nos está entregando la gran pantalla. Porque el cine, como la literatura, siempre ha tenido entre sus grandes temas la relación entre realidad y ficción, verdad y mentira, hechos e impostura.
‘Ciudadano Kane’: yo pondré la guerra
¿Armas ficcionales de destrucción masiva para impulsar una guerra real? Bush no inventó nada. En enero de 1989, el ilustrador Frederic Remington, destinado a Cuba para ilustrar una serie de artículos sobre la guerra de independencia, escribió un cable informando al magnate William Randolph Hearst, dueño del grupo mediático que le enviaba: “Todo está tranquilo. No hay problemas. No habrá guerra. Quiero volver”. La respuesta de Hearst está grabada en piedra en la historia: “Usted proporcione las imágenes y yo proporcionaré la guerra”. Era hombre de palabra: cuando, semanas después, el Maine voló por los aires por causas aún hoy desconocidas, la prensa amarilla de Hearst –y, en menor medida, la de su rival Pulitzer– no dudó, pese a la falta de evidencias, en atribuir el hundimiento del acorazado a una bomba o mina de nacionalidad española. El asunto no fue, como se dice a veces, lo que desencadenó la guerra hispano-estadounidense, pero influyó sin duda en la predisposición de la opinión pública a alinearse con la opción bélica. Cuando Orson Welles, que poco antes había hecho creer a buena parte de la población norteamericana que nos invadían los marcianos, saltó al cine con su indisimulado biopic de Hearst, el episodio apenas fue modificado: el cable del corresponsal dice: “Las chicas son deliciosas en Cuba. Podría enviarle poemas en prosa sobre el paisaje, pero no me parece bien gastar así su dinero”. Y Kane replica: “Usted ponga los poemas, que yo pondré la guerra”.
‘Fraude’: valor de mercado
Welles narrador, cuentacuentos, ilusionista, fue un habilísimo manipulador. Y a esos mecanismos para deformar la realidad que tan bien dominaba dedicó su último film completado, Fraude, que engarza varios relatos sobre la impostura, uno de ellos de ficción. Los otros son el de la falsa biografía de Howard Hughes, un escándalo que años más tarde también llevaría al cine Lasse Hallström en La gran estafa, y el del falsificador de arte Elmyr de Hory, que le sirve a Welles para hilvanar su tesis sobre la estafa generalizada que es el mundo del arte, y su comercio. Elmyr es un artista, pero no pinta con su estilo, sino que finge ser otros. Capaz de pintar un Matisse, un Renoir, un Modigliani. Su obra es reconocida y adquiere valor en el mercado mientras es atribuida a uno de los imitados. Al descubrirse el verdadero autor, lo pierde. Pero la obra de arte es la misma. ¿Quién es, entonces –se pregunta Welles– el impostor?
‘El hombre que mató a Liberty Valance’: ‘Print the legend’
¿Políticos con currículums tuneados? Nada comparable a lo de Ransom Stoddard, héroe y senador gracias a una heroicidad, haberse enfrentado en inferioridad de condiciones al forajido más temido de la región, de la que habría salido con los pies por delante si no llega a ser por el tiro por la espalda con el que Tom Doniphon –un doliente y cachazudo John Wayne– abatió al malvado Liberty Valance, un dato que permanecerá oculto. A Stoddard –que luce el incorruptible y fragilísimo aplomo marca de la casa de James Stewart–, símbolo del paso de la ley del más fuerte al imperio de la ley, de la barbarie a la civilización, se le atribuye el crédito y en él sustenta una carrera. John Ford narra la tragedia íntima de unos personajes y también la de una nación, cualquier nación, necesitada, para forjarse, de mitos fundacionales. Es decir, de mentiras. Ya se sabe, como en la peli acuña un periodista (quién si no), en el oeste, “cuando la leyenda se convierte en hechos, imprime la leyenda”. Igual es que seguimos metidos en un western.
‘Perdida’: sociedad del espectáculo
En el ranquin de intuiciones geniales de Hitchcock, tiene un lugar destacado la del falso culpable. Si la verdad es casi siempre escurridiza, a veces resulta casi inaccesible, apenas al alcance de quien la quiere a toda costa, de quien está dispuesto a sacrificar algo por conseguirla. Y, en Hitchcock, ese alguien es el acusado injustamente, el hombre que la necesita para salvar el cuello. David Fincher, con Chabrol, De Palma o Verhoeven, uno de los más aplicados seguidores de las enseñanzas del mago del suspense, le dio otra vuelta de tuerca a esa figura en Perdida, esquinado, perverso thriller de falsos culpables y falsas víctimas en el que la naturaleza y la imagen pública de sus personajes colisionan provocando desconcertantes cortocircuitos, y en el que queda claro que lo que cuenta, en la sociedad del espectáculo, son las apariencias. Y que eso hay que trabajárselo y también requiere sus sacrificios, incluida una vida privada convertida en el infierno.
‘El hombre de las mil caras’: picaresca de altos vuelos
La de la tocata y la fuga de Luis Roldán, puesta al día noventera y de altos vuelos de la rica tradición picaresca española, fue otra historia de apariencias, empezando por el currículum falso del que fue director general de la Guardia Civil –cargo desde el cual se llenó los bolsillos bajo manga y a espuertas–, y acabando por la figura vaporosa de Francisco Paesa, el tipo que primero le ayudó a fugarse y a poner a buen recaudo el dinero robado y luego medió para que se entregara en Bangkok, y se supone que se acabó quedando con la pasta, oficialmente desaparecida en combate. Entre los burlados, además del propio Roldán, estuvo el mismísimo Juan Alberto Belloch. El ministro, de todos modos, no se merece el pelucón con el que le interpreta Luis Callejo en El hombre de las mil caras. Postizos de peluquería aparte, Alberto Rodríguez desentraña hasta donde se puede el enigma. Lo hace con gracia, con un ojo puesto ni más ni menos que en Fincher y con Eduard Fernández y Carlos Santos –Paesa y Roldán en el film– como ases en la manga.
‘El precio de la verdad’: el periodista mentiroso
¿Qué pasa si el impostor es el periodista, que es quien supuestamente debería encargarse de separar el grano de la verdad de la paja de la mentira? Ha habido unos cuantos. Aquella Janet Cooke que tuvo que renunciar al Pulitzer obtenido por una historia sobre un niño drogadicto contaminadísima de ficción, o aquel Jayson Blair que, también en The New York Times, había alcanzado el estrellato a los veintisiete años gracias a copiar e inventar historias de manera sistemática. O Stephen Glass, que coló como veraces al menos veintisiete de los cuarenta y un artículos que publicó en la revista The New Republic, y cuya historia llevó al cine Billy Ray en Shattered Glass, que aquí, cosas del relativismo, se tituló El precio de la verdad, aunque de lo que habla es del de la mentira.
‘El gran carnaval’: morder a un perro
Medio siglo antes que Glass, Chuck Tatum, reportero agresivo (y ficcional) a quien prestó rasgos Kirk Douglas ya acuñó aquello de “si no hay noticias, salgo a la calle y muerdo a un perro”. El perro resulta ser un hombre atrapado en una mina a la que Tatum, por puro azar, llega antes que ningún otro periodista, lo que le permite atribuirse la exclusiva y maniobrar para conseguir alargar la historia, es decir, el rescate, a su exclusiva conveniencia. El título de esta obra maestra de Billy Wilder no hace de todos modos referencia tanto a los tejemanejes inmorales de la prensa, como al colaborador necesario que entonces como hoy hace posible el sensacionalismo más abyecto: el público ávido de emociones fuertes e historias reales y conmovedoras más grandes que la vida, o que cualquier ficción, aunque sean fabricadas.
‘Ich Bin Enric Marco’: el impostor desenmascarado
Durante décadas, Enric Marco engañó a todo el mundo haciéndose pasar por su superviviente del campo nazi de Flossenbürg. Marco llegó a presidir la Amical de Mauthausen, hasta que fue desenmascarado en el 2005 por un historiador que hizo lo que nadie había hecho: cotejar su versión con la documentación existente. Hasta entonces había bastado con el siempre impresionista y detallado relato de Marco, capaz siempre de una elocuencia inalcanzable para las víctimas reales, para quienes la evocación de recuerdos tan dolorosos suele conllevar un bloqueo inexistente en el caso de este gran actor, gran narrador y gran mentiroso. Este documental muestra al impostor ya desenmascarado, y ofrece el penoso espectáculo de un hombre al que todo el mundo ha escuchado y ya nadie atiende pataleando en el vacío.
‘El ídolo’: dopaje e infección sentimental
Durante siete años, Lance Armstrong fue el intratable rey del Tour, la superación personal y el sueño americano. Y del doping sistematizado, según supimos después. La estafa más grande de la historia del deporte fue posible gracias al más sofisticado programa de dopaje organizado del ciclismo mundial, pero Armstrong no se olvidó del papel siempre crucial que desempeña, a la hora de jugar al despiste y bajar las defensas de la prensa y el público, la infección sentimental. Superviviente de un cáncer testicular, creó una fundación contra la enfermedad, y todo dios se puso la pulserita amarilla y contribuyó a la causa. En El ídolo, en la que Stephen Frears recrea su historia, el periodista David Walsh (Chris O’Dowd en el film), el primero que notó el olor a podrido, se pelea tras la victoria de Armstrong en Sestrieres, en 1999, con sus colegas, más preocupados por el daño que podrían hacer al ciclismo determinadas revelaciones y por evitarse problemas que por hacer aflorar la verdad. Les recuerda que el flamante ganador de la etapa reina del Tour nunca había sido un buen escalador, y que los tiempos medios de la carrera están siendo superiores a los de la edición anterior de la carrera, marcada por el escándalo de doping del equipo Festina. Los datos estaban ahí. Como suele suceder, solo había que mirar.
‘De niños’: afán de protección
En el verano de 1997, la policía anunció la desarticulación en El Raval de Barcelona de la red de pederastia más grande de Europa. Se habló de abusos a un centenar de niños, y hubo una docena de detenidos, entre los cuales un político local del PSC al que se le acabó la carrera y un matrimonio que perdió la custodia de su hijo, pese a su inocencia. Consecuencias reales, como siempre, de la ficción. Al final, solo dos pedófilos confesos fueron condenados. El (mal entendido) exceso de celo y de afán justiciero de policías y servicios sociales y el efecto multiplicador de la prensa hicieron posible la bola de nieve, desmadejada primero en el libro Raval, de Arcadi Espada, y después en la película De niños, en la que Joaquim Jordà documenta el proceso. Una escena, terrible, para acreditar la ceguera, y la fiebre fiscalizadora: uno de los policías encargados del caso calificando de pornográficas unas fotografías de niños encontradas a uno de los acusados, mientras la cámara, situada en lo alto de la sala, muestra, sin embargo, que se trata tan solo de fotos de los críos en la playa.
‘Oleanna’: palabras de doble filo
Mankiewicz vertebró su filmografía en torno a la idea de la palabra como arma, peligrosísima y susceptible de llegar a ser terrible puesta al servicio de la mentira, o de otras clases de maldad. David Mamet ha seguido por esa misma senda, y en Oleanna, única de sus películas basada en una obra de teatro propia, la palabra es más que nunca un arma de doble filo, que además se va cargando poco a poco delante de nuestras narices sin que nos demos cuenta. Un profesor atiende a una alumna que reclama por sus malas notas, y acaba acusado de acoso sexual e intento de violación. La clave para comprender la deriva está en el lenguaje, en las trampas para osos que contiene cuando en una conversación no se comparten códigos y cuando la palabra dicha se descontextualiza y se usa para calzar un prejuicio y esgrimir el agravio a algún colectivo victimizado. Ahí, agazapados bajo el manto de la corrección política, asoman la caza de brujas y la amenaza del totalitarismo.
‘American Crime Story. El pueblo contra O.J. Simpson’: la razón y la emoción
Otto Preminger en Anatomía de un asesinato, Billy Wilder en Testigo de cargo y Sidney Lumet en tantas, ya habían mostrado un proceso judicial como una sofisticada puesta en escena, o varias, en conflicto. Porque un juicio no deja de ser un choque entre dos relatos, el de la defensa y el de la acusación. Pero tal vez nunca ese mecanismo se había diseccionado de manera tan puntillosa como en la primera temporada de American Crime Story, consagrada a la reconstrucción del que en 1995 fue considerado el juicio del siglo. El proceso a O.J. Simpson, leyenda del deporte, héroe americano (como Armstrong) y acusado del doble asesinato de su exmujer y un amigo de la misma. El relato de la Fiscalía apelaba a la racionalidad, se sustentaba en evidencias abrumadores, rastros de ADN de Simpson por todas partes incluidos. El de la defensa jugó a fondo la carta emocional, racial y conspirativa. Y ya se sabe cuál ganó. La clave la da uno de los abogados de la estrella: “Las evidencias no ganan juicios. Estamos aquí para contar una historia. Nuestro trabajo es contarla mejor que la otra parte”. El jurado, tras ocho meses de sesiones y a años luz de aquella visión idealizada que había dado Lumet en Doce hombres sin piedad, tomó su decisión en apenas cuatro horas. Está claro de qué lado estaban los mejores narradores.