Sitges 2016: mutaciones sin fronteras
El de Sitges es un festival muy particular. Un certamen donde es posible que los artífices de una película aprovechen la presentación de la misma para dar las gracias al lugareño que les facilitó la marihuana que se han fumado.
El de Sitges es un festival muy particular. Un certamen donde es posible que los artífices de una película aprovechen la presentación de la misma para dar las gracias al lugareño que les facilitó la marihuana que se han fumado, como hicieron el año pasado Eli Roth y su coguionista Nicolás López, puestísimos, al introducir Knock Knock. O que, como ha pasado este año, gane la competición oficial la película probablemente con más pedos de la historia del cine.
La(s) ganadora(s)
La escatológica triunfadora es Swiss Army Man, alucinado relato de la amistad surgida entre un náufrago y un cadáver que habla, siente y se cuesca a discreción. Una amistad salvadora. Que su director firme como Daniels puede alertar a los alérgicos al hipsterismo rampante. Que no se asusten, más allá de la firma (los directores son dos, y tocayos: Daniel Kwan y Daniel Scheinert), esta flatulenta fantasía nerd transita como Pedro por su casa por esos territorios en los que impartió su magisterio Terry Gilliam y en los que se confunden la realidad y el deseo. Lo hace, y eso era lo difícil, sin caer ni en los excesos ternuristas ni en la pérdida de sentido, salvada siempre por ese sentido del humor que es lo que siempre nos salva a todos, náufragos.
Su triunfo es un buen reflejo de aquello en lo que se ha convertido un festival que nació como semana especializadísima en terror y sci-fi y que, a las puertas de la cincuentena (la alcanza el año que viene), y pese a conservar como logo a su icónico King Kong playero, es un escaparate del fantástico en el sentido más amplio posible. Sitges, que organiza una procesión zombie, premia como mejor actor a Daniel Radcliffe por hacer de cadáver pedorro y deja para los muertos vivientes de toda la vida el premio a los efectos especiales, que fue el que se llevó Train to Busan, trepidante, ruidosa prolongación coreana de ese nuevo cine de zombies rebajado a aventura para toda la familia.
Sintomático es igualmente el premio del público a la también coreana La doncella (The handmaiden), en la que no hay ni rastro de cine fantástico. El festival ha ido creciendo a base no solo de asumir todas las declinaciones de su especialidad, sino también abriéndose a otros géneros adyacentes, mucho más allá de la franja fronteriza, además. Por un lado, pretende abarcar todo el espectro del fantástico, y por otro, ser un gran festival del cine de género, del thriller y el western a las artes marciales, de la comedia negra a la animación. Sitges tiene personalidad múltiple. No es King Kong, es Norman Bates.
La doncella es cine de misterio, un enigma untuoso, elegante y de estilizado erotismo. Puzzle de estafas y puestas en escena que se arma y revela sus sorpresas a medida que encajan las narraciones de cada uno de sus personajes, es, a su vez, un relato de empoderamiento femenino, que se dice ahora. Aunque el discurso se cortocircuita con sus imágenes, porque Park, al tiempo que denuncia el abuso al que son sometidas sus protagonistas por los hombres de la película, se recrea en la belleza del cuerpo femenino y en sus contorsiones tanto como en los lujosos decorados y el vestuario de época. Los que se escandalizaron por considerar las escenas de sexo lésbico de La vida de Adèle la materialización de un sueño húmedo machiluro se van a subir por las paredes.
Si Swiss Army Man y La doncella cautivaron al jurado y el público, respectivamente, The Neon Demon, último atrevimiento de Nicolas Winding Refn, se llevó el premio de la crítica. La dejaremos para otra ocasión, a este cronista se le escurrió entre el magma inabarcable del festival, que crece como una masa devoradora, y ya alcanzaba este año la treintena de films a competición, 170 en total. No, Sitges no es King Kong, es The Blob, aquella gelatina que crecía como si se hubiera metido una sobredosis de levadura.
Cuestión de género
Esencia primigenia del festival, el terror como género ha encajado un par de reveses dolorosos en Sitges. Se llaman 31 y Blair witch. O Rob Zombie y Adam Wingard, integrantes de la más recientes hornadas de luminarias del género, y que caen en picado. El primero o peca de perezoso o se pasa de listo. Su 31 es el último grito en cazas humanas fílmicas, divertimentos que inauguró El malvado Zaroff y que aquí se sirve en modo paroxístico. Se quiere felliniana en su sadismo, pero, escrita y montada a zarpazos, es el género reducido a su armazón, apenas cubierto de harapos. Pura involución, a menos que se trate de una broma, claro. Wingard, por su parte, certifica en su secuela-remake de El proyecto de la bruja de Blair el agotamiento del found footage, la variedad de falso documental que aquella puso de moda.
La buena noticia, para compensar, fue la divertidísima y subversiva Safe neighborhood, de Chris Peckover. Perfectamente engrasada, esta puñalada trapera a la moda nostálgica ochentera a lo Strange things arranca como una muestra más de ese cine que trata de replicar las aventuras juveniles orquestadas por Spielberg, Columbus y compañía, y después le da la vuelta como a un calcetín a base de mala leche y humor negrísimo.
También Nacho Vigalondo parte de un género perfectamente codificado para hacerlo mutar en otra cosa. O, más bien, de dos géneros. Su Colossal, exhibida fuera de concurso, es una de monstruos, un kaiju eiga con trasunto de Godzilla aplastando Tokio y, a la vez, una de Anne Hathaway volviendo al pueblo para reinventarse. Vigalondo, eso sí, manipula los registros de la monster movie pero no reniega de ellos, mientras que los de la comedia romántica los pisotea con saña. Historia, de nuevo, de empoderamiento femenino, Colossal se atreve a hablar sin perder la gracia de alcoholismo o violencia de género, y advierte que tras cada uno de esos príncipes azules de andar por casa que nos vende el cine, puede esconderse un perfecto cabronazo.
Fuera del género en su acepción más ritualizada, pero cine de terror contundente como el que más, Crudo (Grave), de la belga Julia Ducorneau, fue otro de los highlights de Sitges. En este coming-of-age caníbal, el despertar de los apetitos de una postadolescente vegana incluye el del gusto por la carne cruda, si humana, mejor. Los referentes de Ducorneau, premio a la mejor dirección novel, van de Carrie a Cronenberg, con el que comparte el detalle y la agresividad con la que muestra las transformaciones físicas de sus personajes. El plato, contundente, viene inmejorablemente presentado: además de visceral, su precisa puesta en escena alcanza cimas de belleza acongojante.
En los márgenes, y más allá
El abrazo del festival a géneros fronterizos es el que explica presencias como la de Dog eat dog, puede que la película con más drogas por metro cuadrado de pantalla de Sitges. Es el comeback de Paul Schrader, y eso es una de las grandes noticias del festival, porque el director de Affliction es un grande, también manejando películas pequeñas como esta adaptación, libérrima y negra como ella sola, de una novela de Edward Bunker sobre un trío de perros rabiosos en caída libre, entre ellos, un Nicolas Cage que se redime y un Willem Dafoe catedralicio, monstruos buscando la forma de tolerarse a sí mismos, para lo que sirven igual la cocaína y la heroína que las fantasías harboiled emanadas por ese gran dealer que es Hollywood. Cayó otro thriller con perro rabioso –Ben Foster, apabullante–, este en forma de neowestern con conciencia de clase. Comanchería es una relectura moderna, polvorienta y trufada de diálogos irresistibles de la leyenda de Frank y Jesse James, aquí dos hermanos asaltando bancos para saldar una hipoteca y perseguidos por un sheriff con el que Jeff Bridges chorrea sarcasmo y carismazo.
Lo dicho, cabe en Sitges de todo, o casi. Hasta un documental sobre vídeos de cosquillas en Internet, si acaba siendo tan sinuoso y sorprendente como Tickled, bajo cuya piel, en cuanto se rasca un poco, aflora un enemigo invisible y amenazante, y con él, un permanente desasosiego. Cabe más no ficción, además de todo lo demás. Como los docus dedicados a los cineastas favoritos del festival. Este año, David Lynch The Art Life, en que el propio cineasta pinta y habla de su infancia, su juventud y algunas de sus inquietudes, pero casi nada de su trabajo, y De Palma, un festín en el que el propio director de Carrie comenta una a una todas sus películas.
Caben docus e incluso joyas tan inclasificables como Voyage of time, el no-documental con el que Terrence Malick expande aquel fascinante prologo con dinosaurios de El árbol de la vida. Malick se sirve de una sucesión de imágenes bellísimas –imposible distinguir las fabricadas digitalmente de las extraídas de la naturaleza– y de la voz en off de Cate Blanchet para explicar de dónde venimos y lanzar preguntas sin respuesta sobre el sentido de la vida y el destino de todo y de todos. ¿Qué hacía en Sitges? Bueno, con tantas películas sobre el fin del mundo, ¿por qué no una al menos sobre el principio? Luego ya, entre el fin y el principio, se puede encajar todo lo demás. Total, si los festivales pueden mudar de piel con cada película, en Sitges a menudo lo que cambia de un pase a otro es la propia naturaleza del certamen. No, Sitges, tan particular, ya no es King King. Es más bien La Cosa.
Tras la emisión del primer episodio de Star Trek, el 8 de septiembre de 1966, la revista Variety, Biblia de la industria audiovisual norteamericana, publicó una crítica devastadora que le auguraba un destino aciago. La reseña la lee Leonard Nimoy, roto de risa, en un fragmento de archivo del documental For the love of Spock, proyectado en Sitges, que dedicaba esta edición al medio siglo de la franquicia creada por Gene Roddenberry. “50 años de algo en lo que todos podemos creer”, rezaba este año el spot del festival, nacido un año después que el Enterprise.
La crítica de Variety leída ahora invita al cachondeo, pero lo cierto es que nada fue fácil al principio para esta saga galáctica que abrió el camino a todas las demás, y que su creador vendió a la NBC como un western en el espacio, “la última frontera”, como se decía en los créditos. El episodio piloto fue un fracaso, y la cadena le concedió una segunda oportunidad, algo insólito, pero al precio de cambiar todo el reparto. Solo se salvó el orejudo Spock, es decir, Nimoy, al que en el segundo piloto ya se le sumarían William Shatner, el capitán Kirk –trasunto sideral del Horatio Hornblower de las novelas marineras de C.S. Forester–, y el resto de una tripulación multiétnica. Roddenberry aprovechaba sus peripecias en busca de nuevos mundos “donde ningún hombre ha estado antes” para plantear reflexiones sobre asuntos universales y promocionar valores como la camaradería, el respeto a la diferencia, el afán de superación o la curiosidad científica.
Con audiencias moderadas, Star Trek –en España, La conquista del espacio–, evitó la cancelación tras la segunda temporada gracias a la movilización de sus fervientes seguidores, que inundaron la cadena con peticiones para no cancelarla, algo hoy casi usual, inédito entonces. Nacía el fenómeno del fandom. Aunque la serie no sobrevivió más allá de la tercera temporada, y sería tras la cancelación cuando los trekkies empezaron a multiplicarse, gracias a las reposiciones en las cadenas locales sindicadas. Empezaron las convenciones atiborradas de adictos disfrazados y, finalmente, a rebufo del éxito de La guerra de las galaxias, en 1980 el Enterprise dio el salto al cine recuperando a todo el elenco de la serie.
Desde entonces van 13 largometrajes y otras cuatro series derivadas de la original –la quinta, en la cocina–, y decantarse por Star Trek o por Star Wars –¡qué dos grandes negocios!– se ha convertido en una elección tan capital como la de tomar partido por los Beatles o los Stones. Los trekkies se han conformado casi siempre con aventuras más de andar por casa y recursos más escuetos. Pero si en la space opera de Lucas los héroes, los Jedi, son monjes guerreros que se despiden con un religiosísimo “que la fuerza te acompañe”, en la de Roddenberry se trata de cientí cos y técnicos trabajando en equipo, y, en la despedida, el vulcaniano y cerebral Spock prefiere desearte un laico “larga vida y prosperidad”. Como para no preferirlo, si hubiera que elegir.