El reciente Festival Internacional de Cinema de Barcelona-Sant Jordi (BCN Film Fest) proyectó tres films que proponen revisitar la obra de sendos grandes maestros a la luz del cine, ese mismo ingenio con el que cincelaron un trabajo que sigue sirviendo de inspiración y motor creativo a nuevas generaciones. Ni más ni menos que Buster Keaton, Orson Welles y Agnès Varda, analizados los dos primeros por Peter Bogdanovich y Mark Cousins, y evocado el trabajo de la última por ella misma en el que ha sido su trabajo póstumo. Se trata de tres obras cimentadas contra el olvido, que sirven a los neófitos como sugerentes introducciones a las filmografías de los tres y que a la vez permiten a los connaisseurs alejarse de lugares comunes y categorizaciones recurrentes para repasarlas bajo nuevos prismas.
‘The Great Buster’ (Peter Bogdanovich)
Peter Bogdanovich, que fue crítico antes que cineasta, dirigió en los inicios de su carrera Directed by John Ford, un documental sobre su admirado westerner en jefe que se ha convertido en pieza de referencia para cualquiera interesado en Ford. Casi medio siglo después, cuando apenas consigue ya levantar un proyecto de uvas a peras, Bogdanovich vuelve al documental cinéfilo con un delicioso homenaje a Buster Keaton, con Chaplin, el maestro de maestros del slapstick y, a la vez, punto de partida del más trepidante cine de acción, como remarcan Quentin Tarantino y Jon Watts, que cuenta que se inspiró en Keaton para su Spiderman: Homecoming (2017). Tarantino y Watts están entre los convocados por Bogdanovich para puntuar este detallado y cariñoso repaso por la vida y la carrera del Gran Cara de Palo, cuya trayectoria, en uno de los más sangrantes coitus interruptus que se han dado en la historia del cine, fue truncada, probablemente no por ese orden, por el alcohol, el advenimiento del sonoro y la miopía de una industria que le relegó a ese proverbial olvido recurrente con tantos grandes y que llevó a Gore Vidal a rebautizar su país como “los Estados Unidos de Amnesia”. Keaton, niño prodigio en el mundo del espectáculo que convirtió su cuerpo en un dibujo animado –y en inspiración de los más brillantes y alocados cartoons–, elevó el gag visual a cotas nunca superadas, y su arte disparó en múltiples direcciones las posibilidades de la narración fílmica y del cine como espectáculo vertiginoso, pero acabó relegado a comedietas sin gracia indignas de su talento.
Bogdanovich resigue su trayectoria apoyándose además de en entrevistas –que incluyen hasta a un Werner Herzog que encuentra en Keaton un tono de “tragedia tranquila” que considera “muy divertido”–, en imágenes de archivo y luminosos fragmentos no solo de películas, sino también de anuncios e intervenciones televisivas poco vistas y que constituyen uno de los tesoros de este homenaje que reserva como fin de fiesta una irresistible concatenación de deslumbrantes fragmentos de los once legendarios largometrajes que, de Las tres edades (1923) a The cameraman (1928), pasando por El moderno Sherlock Holmes (1924) y El maquinista de La General (1926), Keaton protagonizó y codirigió en un lustro creativamente glorioso. Tal vez Bogdanovich, que siempre fue un analista de ojo quirúrgico, no haga a estas alturas grandes descubrimientos, pero la selección y montaje de esas secuencias inmortales escrupulosamente remasterizadas vale su peso en oro y genera adicción. Y, al fin y al cabo, esto no es un sesudo estudio, sino, como reza el subtítulo del film, una celebración.
‘La mirada de Orson Welles’ (Mark Cousins)
En su monumental The Story of Film: An Odyssey (2011), Marc Cousins se proponía ni más ni menos que, a lo largo de quince horas entusiasmantes, volver a contar la historia del cine prescindiendo de categorías establecidas previamente y a menudo convertidas en tópicos y sustituyendo estas por otras, tal vez igualmente discutibles, pero que venían a demostrar que no, que nunca está todo dicho. Ahora, Cousins arranca su ensayo fílmico sobre Orson Welles preguntándose eso mismo: si a estas alturas es posible contar algo nuevo sobre uno de los cineastas cuya obra ha sido más citada, analizada y diseccionada por arriba, por abajo, del derecho y del revés. Y, acto seguido, demuestra, porque el movimiento se demuestra andando –o filmando, en este caso–, que sí, que se puede.
Cousins encuentra en el gusto por el dibujo, un arte que Welles cultivó desde pequeño y que nunca abandonó, el armazón del vastísimo aparato estético de su cine. Welles llegó al fondo mediante la forma, tan imponente y tan impactante siempre en su puesta en escena, y Cousins rastrea esas formas en sus ilustraciones antes que en su cine, en el que además no deja de desvelar rimas visuales. Es decir, encuentra oro. Y es capaz, más allá de hablar de las obvias influencias shakesperianas del genio de Kenosha, de detectar también las de Magritte o De Chirico, y de ensayar de paso un diálogo entre las imágenes del maestro y el mundo de hoy.
Narrada por el propio Cousins como si de una carta a Welles se tratara, la película prefiere rescatar episodios poco conocidos, como la pulsión antifascista de su trabajo en el teatro y la radio –ejemplificada con una representación de Julio César en la que este era casi como un trasunto de Mussolini–, que revisar por enésima vez otros que no vienen al caso, como la celebérrima emisión radiofónica de La guerra de los mundos, y se permite incluso juguetear con una sección en la que la voz en off simula ser la del propio homenajeado. Un festín y una lección de cine.
‘Varda par Agnès’ (Agnès Varda y Didier Rouget)
Si en Welles primero fue el dibujo, en Agnès Varda fue la fotografía. Y sí, eso también se refleja en Varda par Agnès, el autorretrato con que cerró su trayectoria la gran cineasta francesa, que flirteó con la Nouvelle Vague pero luego siguió por derroteros más cercanos a los de experimentadores como Chris Marker. Varda, fallecida recientemente a los noventa años, dejó como película final este repaso en primera persona a una carrera marcada por un humanismo juguetón, una curiosidad infinita y una búsqueda constante de gentes y de formas, que arrancó con La Pointe Courte (1955), su acercamiento neorrealista a la vida en un pueblo de pescadores, se disparó con Cleo de 5 a 7 (1962), dio un vuelco cuando se fue a Estados Unidos y se reinventó cuando, con el cambio de siglo, y siendo ya septuagenaria, Varda descubrió con Los espigadores y la espigadora (2000) que, gracias al cine digital, le bastaba con una pequeña cámara para salir a ver y captar el mundo.
Esa fructífera última etapa ha estado marcada por un afán casi dietarista, con Varda, cineasta viajera por antonomasia, erigida en protagonista de su cine y con su proceso creativo, basado en una técnica que ella denomina “cinescritura”, situado en primer plano e integrándose naturalmente en el resultado final. Así, la cineasta se despide por un lado prolongando su anterior y magnífica Caras y lugares, codirigida por el fotógrafo y artista visual JR, y, por otro, cerrando una suerte de trilogía sobre sí misma, la iniciada con Les plages d’Agnès (2008), cuya filmación también aparece evocada en Varda par Agnès, y continuada con la serie Agnès de ci de là Varda (2011). Un adiós vigorosamente autoconsciente, emocionado y entonado con una sonrisa.
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