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Sitges 2018

Autores, gamberradas y danzas macabras

El festival de Sitges no para de crecer, y así, lo que empezó siendo una cita para amantes del terror y la ciencia ficción ofrece hoy una programación inabarcable que permite que haya casi tantos Sitges como espectadores. 

El festival de Sitges no para de crecer, y así, lo que empezó siendo una cita para amantes del terror y la ciencia ficción ofrece hoy una programación inabarcable que permite que haya casi tantos Sitges como espectadores. 

Con más de 200 películas programadas, en Sitges cabe todo, así que no es de extrañar que en la edición de este año, celebrada del 4 al 14 de octubre, llegara a caber hasta la tomadura de pelo del youtuber  Wismichu a su propio público, a la prensa y al propio festival, colaborador necesario del timo de la estampita: una supuesta película de título Bocadillo y que en realidad no era más que un gag repetido en bucle con levísimas variaciones y que servía de gancho para grabar las reacciones de los indignados espectadores, convertidos en protagonistas involuntarios del documental que el propio youtuber preparaba sobre el impacto de su gamberrada, en la que los más optimistas quisieron ver un gesto punk, pero en la que no se atisba vocación subversiva alguna, sino apenas las ganas de epatar  en Internet a un público acrítico y abonado al bucle del cacaculopedopis 2.0 que ofrecen, gratis, las redes. 

Alegaron los responsables del festival no haber visto Bocadillo –que ni es ni parecía a priori cine de género fantástico, ni cine de género, ni cine- con el argumento de que no iba a competición. Se ve que el magma informe que es hoy la programación, en la que el artefacto de Wismichu estaba integrado como un pase más, ya no es abarcable ni para los organizadores. Menos mal que siempre nos quedarán las películas, las de verdad. Y que en este Sitges, cosas también de la acumulación de propuestas, las hubo muy buenas.

Assassination Nation
Assassination Nation

Danzas macabras

No es el caso, lástima, de la que llegaba como uno de los principales ganchos del festival, el esperado remake de Suspiria, que opta por alejarse de la original de Dario Argento y brilla en algunos pasajes en los que la danza, gracias a un primoroso montaje, se enreda con el puro horror. Lo malo es que Luca Guadagnino, tras Call me by your name, ha optado por abordar el fantástico con la misma suficiencia con la que Alejandro González-Iñárritu se acercaba al cine de aventuras en El renacido: mirando el género por encima del hombro y añadiendo toneladas de impostadas reflexiones, existencialistas en el caso de Iñárritu, políticas en Guadagnino, en busca de una trascendencia a la altura de su ego. 

Curiosamente, pueden rastrearse más trazas de la Suspiria de Argento en Climax, de Gaspar Noé, aunque la ganadora del premio a la mejor película pueda verse sobre todo como una relectura musical y psicotrónica de El ángel exterminador de Buñuel. Al cabo, también propone una danza macabra, que empieza como una enfebrecida fiesta de bailarines  filmada, cómo no, en rutilante plano secuencia, y deriva, tras la ingestión generalizada de una sangría de ácido lisérgico, en un mal viaje en el que, liquidados por el LSD los límites fijados por el sentido común o las convenciones sociales, el lado oscuro de todos ellos también se desborda y su mundo se pone, literalmente, boca abajo. No es, desde luego, cine de género al uso, pero es, indiscutiblemente, y que tome nota Guadagnino, cine de terror puro.

Climax
Climax

Género comme il faut

Hubo aún un tercer film aunando muerte y coreografías de relumbrón, que ya se sabe que las películas de acción son como las musicales: valen lo que sus coreografías. Y las de The night comes for us, de Timo Tjahjanto, diseñadas por una de las estrellas del film, Iko Uwais,  parecen obra de un Busby Berkeley psicótico. Y no, no exagero: no es descartable que esta inacabable macedonia de hostias encharcadas en gore sea la action movie más burra, más salvaje de la historia del cine.

Desfilaron por Sitges otras películas ceñidas al cine de género en su formato más canónico y codificado, y que, sin buscar trascenderlo o jugar con sus reglas, acreditaron que un buen narrador puede volver a relatar como si fuera nuevo lo que ya nos han contado docenas de veces. Si hablamos de ciencia-ficción, la más ingeniosa fue Upgrade, en la que Leigh Wahnell juega al thriller futurista sin ínfulas pero con gracia y ritmazo. Y, si se trata de encontrar una buena peli de terror, antes que con La noche de Halloween, de David Gordon Green, última y eficaz pero también reiterativa secuela de la saga carpenteriana, uno se queda con Ghostland, en la que Pascal Laugier vuelve al territorio de su Martyrs pero esta vez pasando este cuento de terror visceral y fantasmagórico por el tamiz del american gothic.

Retorciendo el thriller

Aunque, más allá de esas muestras reseñables, lo que hacen el grueso de filmes señeros del festival es jugar con los  límites del género, explorar sus pliegues, cuando no trascenderlo. Empezando por la sobrevalorada Mandy, de Panos Cosmatos, vendida como consagración definitiva y en clave arty de Nicolas Cage como rey del trash, y que apenas certificó que el rojo de sus cielos, que es también el rojo sangre de los infiernos de Suspiria y Climax, es el color del festival. Pero la saturadísima paleta cromática y el resto del sobrecargado dispositivo estético aplicado a esta convencional historia de venganzas contada como si fuera un poema épico apenas sirven para camuflar las limitaciones narrativas de Cosmatos, premiado pese a todo, cosas veredes, como mejor director.

A años luz de ese registro operístico, S. Craig Zahler sigue hurgando en los tiempos muertos hoy casi desterrados del cine de acción, y en su tercera película, Dragged across concrete, dilata esperas, seguimientos y conversaciones para convertir un tiroteo y sus largos preliminares en casi una pieza de teatro del absurdo, áspera, violenta y trágica. Beast, de Michael Pearce, que se abona a contar una historia de amor como un thriller angustioso, como hacía P.T. Anderson en El hilo invisible, y Galveston, de Melanie Laurent, historia mil veces vista pero que a partir de cierto momento toma un desvío que conduce a otro lugar, plantean también formas estimulantes de jugar con las convenciones del género y las espectativas del espectador.

Aunque tal vez sea American animals, de Bart Layton, el thriller visto en Sitges que mejor se maneja a la hora de experimentar. Basada en un robo real para el que los ladrones, amateurs que querían hacerse con un par de libros raros de valor incalculable, se inspiraron viendo películas de atracos, el relato es punteado por los testimonios reales de sus protagonistas, que lo llegan a poner en cuestión e incluso corregir, prolongando el bucle entre cine y realidad y diluyendo así las fronteras entre dramatización y documental.

Mandy
Mandy

Humor y muerte

También pretende jugar con las claves del thriller y la sátira Assassination Nation, de Sam Levinson, pero su regurgitación milenial de las cazas de brujas de Salem como denuncia del potencial destructivo de los linchamientos digitales y demás peligros agazapados en internet queda diluida en una indigesta e incoherente empanada sensacionalista. Así, Levinson tiene el tino de diagnosticar que a menudo es la banalidad del mal, en forma de la búsqueda del LOL, de likes, del aplauso digital, lo que está en el origen de los hackeos de datos personales y las cacerías dospuntocero, pero no identifica la viga en el ojo propio de la búsqueda de la catarsis fácil y el aplauso entusiasta de un público adolescente (de cualquier edad) por la vía de llevarlo todo al extremo y despachar el conflicto con una apoteosis justiciera propia de Charles Bronson, o de Nicolas Cage. Es un poco lo que le ha pasado a Sitges con la burla youtuber. El director del festival, Ángel Sala, reprobó las críticas más agresivas encajadas por la organización en las redes, y advirtió: “No convirtamos esto en un Assassination Nation”. Pero el caso es que Wismichu también lo hizo por los LOL. Y, con él, el festival.

Sí Assassination Nation se gripa, sí funciona en cambio, y cómo, en clave de sátira salvaje sobre una juventud desnortada la espléndida Lords of chaos, recreación del auge y la rápida deriva pirómana y sangrienta, suicidios y asesinatos incluidos, de la banda de black metal Mayhem, que Jonas Akerlund opta por contar, antes que como una crónica criminal, como una comedia descacharrante, eso sí, con una capacidad para teletransportar al espectador de la hilaridad al escalofrío digna de Four lions.

En un tono similar, basculando entre el humor y el horror sin solución de continuidad, se maneja también lo último de Lars von Trier, la abrumadora La casa de Jack, en  la que el danés se vale de la historia de un psychokiller despiadado y con ínfulas filosóficas y artísticas para pasar cuentas con sus detractores y consigo mismo en una especie de exorcismo personal donde las imágenes más terribles, asesinatos de niños incluidos, se alternan con reflexiones sobre el arte ilustradas con fragmentos de otras películas del cineasta. 

Aún un último film destacó en esa decantación humorística del terror más puro. Se trata de In fabric, de Peter Strickland, en la que una hermandad diabólica, que incluye una bruja calva y un brujo pajillero, opera usando de tapadera unos grandes almacenes como las brujas de Suspiria usaban su escuela de danza –sí, Argento ha sido omnipresente santo y seña de Sitges 2018–, y cataliza su maldad a través de un vestido asesino y de color rojo intenso, por supuesto. Con semejante argumento imposible, Strickland, divertido como nunca, arma un sofisticado ejercicio de estilo a vueltas con el giallo que va bastante más allá que la aplicada recreación facsímil propuesta, por ejemplo, por Yann Gonzalez en Un coteau dans le coeur, también vista en el festival.

Fantástico fuera de norma

También Claire Denis lleva el género, en este caso la sci-fi, a su terreno, en High life, en la que el espacio no es más que un agujero negro y, sin apenas efectos visuales, la cámara se pega a los personajes, hombres y mujeres sin futuro, condenados a vagar para siempre en una nave prisión y a cocerse lentamente en su(s) propio(s) jugo(s). Otras películas abordaron en Sitges la soledad cósmica del superviviente/náufrago. De Arctic, de Joe Penna, apasionante survival sobre un aviador estrellado en unas nieves eternas, a La nuit a dévoré le monde, de Dominique Rocher, que narra un apocalipsis zombi como el drama íntimo de un superviviente atrincherado en un piso, es decir, como si adaptara Soy leyenda, de Matheson, en clave de pesadilla polanskiana. Pero el abordaje de Denis, más cerca de Tarkovski que del Kubrick de 2001 –cuyo 50 aniversario se conmemoraba en el festival– es el más puramente existencialista, y el más desolador.
En un Sitges tan autoral –y en el que, paradojas de la era youtuber, las joyas de Strickland y Denis fueron relegadas a sesiones intempestivas embutidas en maratones de madrugada– el premio de la crítica se lo llevó Lazzaro felice, de Alice Rohrwacher, exquisita fábula política cuya concepción del fantástico tiene más que ver con el Milagro en Milán de De Sica que con cualquier otra propuesta vista en el festival. Rohrwacher invoca el gran cine italiano de siempre, para hablarnos de una Europa, la de los desheredados de un mundo rural en desguace, que a menudo preferimos ignorar que aún existe. Lástima que con su celebración de la bondad del Lázaro del título, Mr. Chance neorrealista, incida en esa confusión tan recurrente y tan dañina entre la bondad y la simpleza.

Lazzaro felice
Lazzaro felice

Juegos cinéfilos reunidos

Si la crítica jaleó Lazzaro felice, la platea enloqueció en cada pase de One cut of the dead, de Shinichiro Ueda, otro tipo de fiesta cinéfila que certificó, y que aprenda el youtuber, que siempre es mejor reírse con el público que del público. Descacharrante mokumentary en forma de making of de una película de zombis rodada del tirón, One cut of the dead es a la vez celebración y caricatura del género de muertos vivientes, de la entusiasta locura que mueve a los cineastas y hasta de la moda de rodar esos inacabables planos secuencia que antes eran raras delicatessen y que hoy tenemos hasta en la sopa.

En ese mismo territorio del festivo juego cinéfilo, pero en un registro muy diferente, se mueve otra de las cumbres del festival, The green fog, en la que Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson recurren a imágenes de películas y series con las que confeccionan un audaz, evocador, poético y divertidísimo collage que es a la vez una fantasmagoría, un remake de Vértigo y un homenaje a Hitchcock y a la ciudad de San Francisco.

Y también así, como una película del mago del suspense –principal inspiración, recuerden, del ahora inspirador Argento–, arranca también la soberbia Lo que esconde Silver Lake, de David Robert Mitchell, para después deslizarse a territorios más propios de De Palma, Lynch o los hermanos Coen. Y, si en The green fog, Hollywood es un inmenso repositorio de imágenes reutilizables, aquí es una fábrica de sueños (y fantasmas) levantada, como cualquier casa encantada, con el material del que están hechas las pesadillas. Fantasía multirreferencial juguetona, colorista y de gesto risueño pero en el fondo descorazonadoramente triste, el film de Mitchell acaba señalando la banalidad de esa fabricación capitalista destinada a cubrir vacíos existenciales que llamamos cultura pop y que celebramos a lo grande. Sin ir más lejos, en ese Sitges en el que cabe todo, incluidas las cargas de profundidad escondidas en Silver Lake.
 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #251

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