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Sitges 2017

Imágenes para cartografiar el corazón de las tinieblas

La edición número 50 del festival de Sitges, celebrada del 5 al 15 de octubre, deja un par de conclusiones poco halagüeñas. La primera es que, si tras medio siglo de existencia, el festival sigue siendo un termómetro de ese cine de terror que, junto con la ciencia-ficción, ha sido su santo y seña desde el principio, el género no goza precisamente de buena salud. La segunda conclusión es que si Sitges es un escaparate del mejor producto nacional, el fantástico español está hecho unos zorros.

La edición número 50 del festival de Sitges, celebrada del 5 al 15 de octubre, deja un par de conclusiones poco halagüeñas. La primera es que, si tras medio siglo de existencia, el festival sigue siendo un termómetro de ese cine de terror que, junto con la ciencia-ficción, ha sido su santo y seña desde el principio, el género no goza precisamente de buena salud.

Apenas media docena de las 34 películas que se presentaron a competición podrían considerarse, siendo generosos, cintas de terror comme il faut. Y ninguna se cuenta entre lo más destacado de esta edición, salvo, tal vez, Les affamés, del canadiense Robin Aubert, inesperadamente elegante película de zombis atravesada por un agradable sentido del humor entre costumbrista y absurdo, pero cuyo tono la aleja precisamente del aficionado al género entendido en su vertiente más desprejuiciada, es decir, sin coartadas ideológicas o de ningún tipo, y que es la que en los últimos años no deja de perder peso tanto en la programación de la sección oficial como a la hora de los premios.

La segunda conclusión es que si Sitges es un escaparate del mejor producto nacional, el fantástico español está hecho unos zorros. Se presentaron seis operas primas de cineastas de aquí: Black hollow cage, de Sadrac González-Perellón; Dhogs, de Andrés Goteira; Errementari, de Paul Urkijo; Matar a Dios, de Pintó & Caye; The maus, de Yayo Herrero, y, fuera de concurso, El secreto de Marrowbone, debut del guionista de El orfanato, Sergio G. Sánchez. Y, salvedad hecha de Dhogs, de la que este cronista no puede hablar porque se le escapó, se caracterizan porque sus virtudes palidecen frente a sus evidentes, a menudo dolorosos, defectos. El diagnóstico no mejora si atendemos a la formularia y torpona Muse, de Jaume Balagueró, llamada a ser uno de los hits del certamen y que ha resultado ser el mayor paso atrás de la carrera del cineasta catalán.

Pese a todo, y como corresponde teniendo en cuenta la magnitud de la oferta –se proyectaron 255 películas– la gran fiesta del fantástico ha dejado unas cuantas muestras de gran cine y una suculenta acumulación de imágenes poderosas, de las que se instalan para siempre en nuestras retinas y nuestra memoria. De las que permiten radiografiar el alma del monstruo, tal vez esbozar un mapa con el que orientarse en el corazón de las tinieblas.

Un baile en La forma del agua

 

¿Quién mejor para inaugurar y apadrinar las bodas de oro de Sitges que Guillermo del Toro? El mexicano lo hizo además presentando su mejor película hasta la fecha. La forma del agua, gozosa celebración del fantástico y del cine, plasma con elocuencia pasmosa una de las cuestiones clave del género: la puesta en cuestión de los conceptos de normalidad y monstruosidad. Del Toro recuerda, como siempre ha hecho el mejor fantastique, que el monstruo no tiene por qué ser el diferente; que, al contrario, puede anidar en nosotros, y emerger precisamente espoleado por ese miedo a lo desconocido, a lo distinto. Para ello, recupera a la criatura de la canónica La mujer y el monstruo y lleva más lejos que nunca el romance entre la bella y la bestia. Filmada y montada con maestría, la película sabe ser divertida y triste, lírica y trepidante, espectacular y conmovedora. A Del Toro le cabe todo, y todo le encaja, incluso una fuga onírica en clave de antológico número musical en glorioso blanco y negro.

Una mirada en El sacrificio de un ciervo sagrado

 

Al griego Yorgos Lanthimos, que ya ganó en Sitges con Canino, esa empatía de la que hace gala Del Toro se la trae al pairo. En El sacrificio de un ciervo sagrado –que compartió el premio de la crítica con la brasileña As boas maneiras– vuelve a ignorar una máxima imprescindible: que si vas a someter a tus protagonistas a situaciones límite, desesperadas, insoportables, es imprescindible lograr que el espectador, incluso cuestionándolos, se identifique de algún modo con ellos. Por eso cuando la familia protagonista de esta terrible y alegórica historia de venganza empieza a sufrir de mala manera, nos da un poco igual. A Lanthimos no le faltan admiradores. Algunos de ellos le comparan con Kubrick o Haneke. No sale bien parado. Los personajes del norteamericano y el austríaco parecen personas; los de Lanthimos, parecen robots. Aunque nada de eso evita, todo hay que decirlo, los escalofríos que es capaz de provocar sin apenas mover una ceja el jovencito Barry Keoghan con su mirada enajenada y su rostro de esfinge.

Una persecución en Jupiter’s moon

 

La gran, y discutidísima ganadora, fue Jupiter’s moon, en la que el húngaro Kornél Mundruczó se sirve del fantástico para abordar el drama de los refugiados. Cuenta la historia de un inmigrante sin papeles que, tiroteado por la policía, en lugar de morir desarrolla el superpoder de levitar. Pero la alegoría sobre una Europa corrupta que ha perdido sus valores y podría recuperarlos gracias a esos refugiados que menosprecia está mucho menos trabajada que el vistosísimo despliegue visual que la envuelve, a partir de sofisticados planos secuencia. El cineasta, que no logra trascender su premisa, se recrea en los vuelos de su atribulado protagonista, confiado en la capacidad de fascinación de la estampa y de la metáfora que encierra, pero ninguno de esos momentos puede competir con esa persecución filmada en un único plano subjetivo por las calles de Budapest que impide parpadear.

Unos torturadores y verdugos (reales) en Tesnota

 

También es cine social, de crudeza abrumadora y sin gimmick fantástico que la amortigüe, Tesnota, rotundo debut del ruso Kantemir Balagov que aborda la problemática de la minoría judía en el norte del Cáucaso a finales de los noventa a través de la historia de una joven cuya familia tiene que hacer frente al pago de un rescate para liberar a su hermano secuestrado. Hacia la mitad del metraje, un grupo de chicos, entre los cuales la protagonista, que oculta su condición de judía para evitar problemas, ven en la tele un vídeo con grabaciones de soldados torturando y ejecutando a sus prisioneros durante la guerra de Chechenia. Durante unos minutos interminables, el film queda suspendido de esas imágenes, al parecer reales, lo que incrementa la incomodidad. Al cabo, constituyen el escalofriante fondo del pozo en el que pueden acabar las tensiones como las descritas en esta película, que no se sabe muy bien qué pintaba en Sitges pero que en todo caso es una gran noticia: supone la irrupción tanto de un cineasta muy a tener en cuenta como de Darya Zhovnar, una de esas raras actrices con suficiente fuerza en cada gesto y cada mirada para magnetizar por si sola la pantalla.

Una sesión de masoquismo en Caniba

 

Se vieron en el festival diversos intentos de profundizar en la mente de un asesino y los resortes que le impulsan. Desde el puro género, con Leatherface, decepcionante precuela de La matanza de Texas a cargo de Bustillo y Maury, o desde la introspección psicologista de las notables My friend Dahmer, de Marc Meyers, y Hounds of love, de Ben Young. Pero ninguna como este acercamiento de los documentalistas Lucien Castaign-Taylor y Verena Paravel al japonés que en los ochenta se comió en París a una amiga. Rodada a pocos centímetros del rostro de su protagonista, a menudo desenfocado, nunca queda claro si el viejo y probablemente perturbado caníbal y su hermano y cuidador son tratados como objetos de estudio o como monstruos de exhibición. Los directores se recrean sometiendo al espectador a una sucesión de momentos de lo más incómodo, pero el episodio más repulsivo es la sesión de masoquismo de la que nos hace partícipes el hermano, que frente a la cámara se hiere con alambres de espinos, velas encendidas y puntas de cuchillos. El motivo por el que los directores consideran necesario mostrar todo eso lo sabrán ellos. Eso sí, les ha servido para estar en Sitges. Donde resulta perturbador que las imágenes más incómodas que se hayan visto no solo no emerjan del fantástico, sino tampoco de la ficción.

Una tarta en A ghost story

 

No conviene acercarse con mucha información previa a A ghost story, el pequeño film de fantasmas que David Lowery rodó en secreto y casi en familia. Pero que nadie espere una película de terror. Aquí, el fantasma, omnipresente a lo largo del metraje, va ataviado con una sábana, y podría ser cualquiera de nosotros. Con ecos de Terrence Malick y hasta de Wong Kar-Wai, Lowery entrega un hipnótico, sobrecogedor poema audiovisual sobre el amor, la vida, la muerte, el paso del tiempo, la memoria, el arraigo y otras las cosas que nos importan, y consigue conmover con un plano de nueve minutos, y en su mayor parte fijo, en el que lo único que pasa, en apariencia, es que Rooney Mara devora una tarta. Si se proyectó en Sitges algo parecido a eso que llaman obra maestra, fue A ghost story.

Un desguace (a mano) en Brawl in cell block 99

 

El intimidante exboxeador que borda Vince Vaughn acaba de perder el curro cuando su mujer le confiesa que le engaña. El tipo la hace entrar en casa y acto seguido comienza a golpear y desmantelar su propio coche, brutal pero metódicamente. Es su forma de desfogarse antes de mantener una conversación civilizada con su esposa. La secuencia define al personaje, una mala bestia que ha aprendido a controlarse; anticipa lo que veremos cuando el tipo se enfrente a sus enemigos en escenas de una violencia seca y salvaje, y sintetiza igualmente el método de su guionista y director, S. Craig Zahler, que, como ya acreditó en Bone Tomahawk, gusta de cocinar la tensión a fuego lento, y sabe mantener el tono y la cadencia del relato incluso cuando se enfanga en lo bizarro, en este caso, el cine carcelario más abracadabrante –subgénero del que, por cierto, se pudo ver otra joya, la angustiosa A prayer before dawn–. Tras solo dos películas, ya hay quien le compara con Tarantino, con quien comparte un manejo de la pausa que precede a la tormenta digno del centro del campo del Barça de Guardiola. La eficacia de su cine, puro pulp que bebe de la serie B setentera más desbocada, es estrepitosa.

Una cabeza sin cuerpo en Marlina the murderer in four acts

 

En los últimos años se insiste en Sitges en la idea de que cada vez hay más directoras haciendo cine de género y con el empoderamiento femenino por bandera. Y, como si hubiera que escoger un film que abanderara la tesis, el jurado premió como mejor directora a la francesa Coralie Fargeat, que también se llevó el Citizen Kane a la mejor dirección novel, por Revenge, relectura de los códigos del rape and revenge con chica violada y dejada por muerta que dará caza a sus agresores uno a uno. El doble galardón sorprende porque, salvo en el sanguinolento plano secuencia del enfrentamiento final, la película no aporta gran cosa, es atropellada y ni siquiera resulta divertida. Y, de estar dirigida por un hombre, para describir la forma en que es filmada y definida su protagonista, habría reseñas hablando de “cosificación”. No, puestos a buscar un film dirigido por una mujer y con heroína empoderada, mucho mejor la sobria y peckinpahiana Marlina the murderer in four acts, de Mouly Surya, especie de western indonesio en el que la protagonista –Marsha Timothy, premiada como mejor actriz– se pasea buena parte del metraje como si fuera el Warren Oates de ¡Quiero la cabeza de Alfredo García!, llevando a cuestas la cabeza que previamente ha separado a machetazos del cuerpo de su violador.

Un tiroteo y una venus crucificada en Laissez bronzer les cadavres

 

Hélène Cattet y Bruno Forzani prosiguen su tarea de reaprovechamiento y exacerbación de los códigos del cine de género europeo de los 60 y los 70. Si en sus dos primeros films, Amer y El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo, se aplicaban con los estilemas del giallo, ahora aplican los del spaguetti-western y el poliziottesco a su adaptación de la primera novela de Jean-Patrick Manchette, escrita a medias con Jean-Pierre Bastid. La película apenas cuenta una larga refriega, diseccionada al detalle y relatada de forma simultánea desde distintos puntos de vista. Con el relato reducido a la mínima expresión, se trata de sacar el máximo partido expresivo a todos aquellos tics propios de un cine que ya no existe y cuyo impacto audiovisual alcanza ahora niveles paroxísticos. Aquí hemos venido a jugar, parecen aullar a cada plano Cattet y Forzani, que, sin más excusa que la pura pasión por el género, se entregan a una bacanal, y nos invitan. En la coctelera, junto con los tiros, las explosiones y el sudor, se atreven incluso a meter insertos oníricos y surrealistas, como esa venus primero bañada en oro y luego crucificada al sol y con champán brotando de sus pezones.

Un crimen en la ducha en 78/52

 

Si Laissez bronzer les cadavres desmenuza un tiroteo, 78/52 abre en canal un asesinato. Tal vez el más famoso de todos: el de Marion Crane en la ducha de su habitación en el motel Bates en Psicosis. El documentalista Alexandre O. Philippe dedica toda una película a despiezar casi fotograma a fotograma una única secuencia. Eso sí, una que cambió la historia del cine. A base de entrevistas y un concienzudo trabajo de documentación, escruta las decisiones y las intenciones detrás de cada una de las 78 posiciones de cámara que se usaron para filmar la escena y de los 52 cortes de montaje que la integran. Ideal para una sesión doble con Hitchcock/Truffaut, documental que también pasó por Sitges hace un par de años, 78/52 es una inmersión en la magia capaz de hacer brotar esas imágenes que, por alguna extraña razón, se nos quedan grabadas para siempre.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #239

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