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D’A 2017: viejos fantasmas, nuevas tecnologías

Consolidado el D’A, el Festival de Cine de Autor de Barcelona, como gran escaparate barcelonés y primaveral de las últimas tendencias del cine más arriesgado, en su séptima edición, celebrada entre el 27 de abril y el 7 de mayo, han desfilado un buen puñado de títulos de imprescindibles del cine contemporáneo y también una selección de piezas de jóvenes cineastas que, más allá de los grandes nombres que constituyen su principal gancho, es la que le otorga verdadero sentido, de ahí que la sección competitiva sea Talents, dedicada a directores con no más de tres largometrajes en su haber.

Consolidado el D’A, el Festival de Cine de Autor de Barcelona, como gran escaparate barcelonés y primaveral de las últimas tendencias del cine más arriesgado, en su séptima edición, celebrada entre el 27 de abril y el 7 de mayo, han desfilado un buen puñado de títulos de imprescindibles del cine contemporáneo y también una selección de piezas de jóvenes cineastas que, más allá de los grandes nombres que constituyen su principal gancho, es la que le otorga verdadero sentido, de ahí que la sección competitiva sea Talents, dedicada a directores con no más de tres largometrajes en su haber.

Aquí entresacamos unas cuantas de las perlas del festival. Seguro que no están todas las que son, porque no llegamos a todo, y menos pagando religiosamente cada entrada, que el D’A no quiso acreditar a Cáñamo para cubrir informativamente el certamen. Pero sí son todas las que están.

‘Malgré la nuit’: Palpar la oscuridad

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Arrebatada, oscura y magnética, Malgré la nuit, cumbre estética del francés Philippe Grandrieux y del festival, es una fábula siniestra de romanticismo visceral e imágenes que basculan entre la evanescencia propia de un Malick que en lugar de filmar a plena luz del día escrutara en la profundidad de la noche y la fisicidad de una cámara que a menudo se pega como una lapa a la piel de los personajes para hacernos sentir tanto la intensidad de sus caricias como la debilidad de su carne, erosionada por las pulsiones desaforadas, el paso del tiempo y los desmanes del infierno. Así percibimos claramente la piel erizada de la chica desnuda, atada, enmascarada y tirada en el suelo, que es pasto de la voracidad de unos carroñeros fabricantes de snuff movies. Así se transmite el escalofrío en esta sinfónica cartografía del deseo, en la que un joven británico regresa a un París espectral en busca de un antiguo amor desaparecido, una Madeleine que invoca a aquel otro fantasma que Hitchcock sublimó en Vértigo, pero se refugia en otras dos mujeres, quizá dos dobles, que comparten nombre con la amada perdida: una responde per Helène, otra por Lena. Su enfebrecida peripecia, más que verse, se respira y se palpa con el corazón en un puño, entre el asombro, la congoja y, finalmente, la conmoción.

‘People that are not me’: crónica de una desconexión

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“Yo he venido aquí a humillarme”, confesaba Manuel Jabois en uno de esos artículos hilarantes en los que el gallego relata episodios verídicos y se caricaturiza a veces hasta sangrar. La máxima serviría igual para Hadas Ben Aroya, la joven actriz, guionista y directora de People that are not me, del mismo modo que sirve para Lena Dunham, alma mater de la serie Girls, con quien se la compara sistemáticamente y con quien la cineasta israelí comparte pulsiones narcisistas, alma urbanita y una frescura tan cruda que llega a lo hiriente a la hora de relatar las zozobras sexuales y sentimentales de sus personajes. Ben Aroya, en todo caso, tiene personalidad propia. La suficiente para forjar un tan irresistible como descorazonador manifiesto millennial que se llevó el premio Talents y que avanza al ritmo que marca Joy, la veinteañera encarnada por la propia cineasta y de la que la cámara, enamoradísima, no se separa nunca. Al cabo, se trata de ella y los demás, que ya se sabe que el mundo se divide en dos clases de personas que percibimos de forma radicalmente distinta: uno mismo y el resto, esa gente que no soy yo del título. El meollo radica en las a menudo insalvables dificultades para conectar con los segundos, que no es lo mismo que relacionarse. Dificultades que en la era en que se supone que disponemos de más herramientas para hacerlo, léase Twitter, Facebook, Tinder, Whatsapp y derivados, omnipresentes a lo largo del metraje, se acrecientan. Así, la cineasta se confiesa: enganchados a lo virtual, ella la primera, la desconexión, también emocional, se hace crónica.

‘Le parc’: perdidos en el jardín

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Una chica mantiene una conversación vía mensajes de texto con el chico del que se acaba de despedir. La cámara se mantiene inmóvil sobre su rostro, mientras cae la noche sobre el parque y su semblante se oscurece a medida que la charla virtual se vuelve inhóspita y desmiente el tono, los gestos, la complicidad, las caricias que habían aflorado en la cita previa. La larga secuencia sirve de bisagra entre las dos partes en que se divide la segunda película del francés Damien Manivel. La primera, la diurna, se centra en el encuentro –un primer encuentro– entre los dos jóvenes en el parque del título, tercer protagonista en discordia. Pese al tema y el peso del paisaje, estamos en terrenos más próximos al laconismo bressoniano que a los flirteos primorosamente dialogados de un Rohmer, porque no da para tanto la torpeza expresiva de dos enamorados de la generación del tonteo 2.0. Cuando el cara a cara es sustituido por la mucho más despersonalizada comunicación virtual, el escenario, siendo el mismo parque, ya otro, como la película. Así, con ligereza admirable, muta esta fresca miniatura del naturalismo romántico al fantastique alucinado de un Tourneur.

‘Personal shopper’: entre el iPhone y el más allá

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También en Personal shopper, compleja y juguetona incursión en el fantástico de Olivier Assayas con final de sombrerazo, el iPhone es omnipresente y una larga conversación vía mensajes de texto vertebra un par de secuencias modélicas y se erige en pared maestra del film. Quien aquí la mantiene con un interlocutor misterioso es el personaje encarnado por Kristen Stewart –que nunca ha estado tan bien como en manos del cineasta francés–, asistente personal de una supermodelo y en sus ratos libres médium emperrada en establecer contacto con su hermano fallecido. Assayas se muestra respetuoso con la tradición del género pero juega con sus códigos y hasta cierto punto subvierte unos cuantos estilemas tanto del cine clásico de fantasmas como de esa penúltima tendencia japonesa en la que el más allá siempre anda trasteando con las nuevas tecnologías.

‘Le secret de la chambre noire’: fantasmas

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Los recuerdos, es decir, los fantasmas, siempre tan caros a la imagen cinematográfica, al cabo registro vivacísimo de un pasado que no vuelve pero nunca se va del todo, han sido omnipresentes en el D’A. A los de Malgré la nuit, los de Personal shopper o los que habitan la Vilha Borguese, la decadente residencia de artistas en la que transcurre L’indomptée, estimulante debut de Caroline Deruas, hay que sumar los de Le secret de la chambre noire, elusiva intriga gótica de fuego lento que es la primera incursión en el cine europeo del japonés Kiyoshi Kurosawa, manejándose como pez en el agua en terrenos que bien podrían haber transitado el mago del suspense o ese mordaz discípulo suyo que fue el maestro Chabrol. Aquí, el catalizador, la güija que invoca a los fantasmas, es el dispositivo inmovilizador que un fotógrafo chapado a la antiquísima utiliza para hacer fotografías siguiendo la primitiva técnica del daguerrotipo. Imágenes forjadas hoy como si fueran del ayer, para traerlo de vuelta, mientras el presente, en forma de trepas y especuladores inmobiliarios, trata de abrirse paso a dentelladas.

‘Free fire’: ‘cartoon’ salvaje

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“Podéis parar un momento? ¡Ya no sé con qué bando voy!”, aúlla uno de los reservoir dogs involucrados en la refriega inacabable que acapara tres cuartas partes de Free fire, última y desopilante propuesta de Ben Wheatley, que, tras haberse atrevido a adaptar a Ballard en High rise, mantiene el gusto por el desfase, pero esta vez sin meterse en camisas de once varas conceptuales. La apuesta recuerda a la de George Miller en Mad Max: Fury Road. Si allí se sublimaba y dilataba hasta el paroxismo una persecución, aquí Wheatley exacerba el showdown final característico del thriller más ruidoso hasta dejar que el tiroteo fagocite por completo el relato. Lo filma como si se tratara de una pieza de teatro del absurdo inflamada de ruido y furia y tocada por un humorismo hiperbólico en virtud del cual los personajes son maltratados a la manera de los cartoons de Tex Avery. Cuando al fin cesan los disparos, todo sigue sin tener mucho sentido. Pero para entonces, uno lleva hora, hora y media pasándoselo pirata.

‘A cidade onde envelheço’: un lugar en el mundo

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¿En qué ciudad queremos envejecer?, se pregunta en su debut Marília Rocha. Y, con ella, sus protagonistas, dos amigas portuguesas que se reencuentran en la ciudad brasileña de Belo Horizonte. La pregunta, que da título a esta película deliciosa, plantea la relación con el lugar en el que vivimos en términos sentimentales, y así, con sensualidad y una frescura naturalista solo en apariencia fácil de conseguir, filma y describe ese vínculo la inquieta pero precisa cámara de Rocha. Rica en improvisaciones que acentúan la sensación de urgente verismo, la película entrelaza la descripción, sutil y llena de matices como las interpretaciones de Elizabete Francisca y Francisca Manuel, de la relación entre las dos amigas con la que cada una de ellas mantiene con la ciudad brasileña –para una un descubrimiento y para la otra ya agotada– y también con la Lisboa de la que proceden, que nunca aparece pero, instalada en el recuerdo, nunca deja de estar presente.

‘Demonios tus ojos’: el demiurgo amoral

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El donostiarra Pedro Aguilera indaga en su tercer largo en la fuerza vampirizadora de la imagen, de una imagen prohibida capaz de operar como motor y llave para acceder a territorios vedados y peligrosos. Juguetona y malintencionada, precisaría más hondura en el dibujo de su protagonista masculino, un director de cine que propicia el reencuentro con su hermana por parte de padre, veinte años menor y a la que no ve hace mucho, tras encontrársela follando en un vídeo en internet. Pero el calculadísimo control con el que Aguilera narra el vertiginoso abismo emocional en el que precipita a sus criaturas es cosa fina, y el retrato que el film hace del cineasta entregado a fondo a satisfacer su naturaleza de voyeur definitivo y de demiurgo omnipotente que opera en virtud de su arte pasando por encima de cualquier ley y cualquier moral es francamente perturbador.

‘Fixeur’: el periodismo prostituido

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“Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible”. La lapidaria sentencia con la que Janet Malcolm arrancaba su ensayo El periodista y el asesino, tan debatible, serviría para describir perfectamente a los protagonistas de Fixeur, en la que el rumano Adrian Sitaru demuestra ojo clínico para denunciar los abusos de ese sensacionalismo que siempre tiene a mano la función social del periodismo como coartada. Aquí, se trata de conseguir entrevistar a toda costa a una adolescente apenas rescatada de una red de prostitución de menores, a mayor gloria de las ansias de trepar de un reportero de medio pelo que remite directamente a aquel Chuck Tatum que vislumbraba la gloria en un hombre atrapado en un pozo en El gran carnaval. De fondo, la corrupción de las administraciones y el conflicto entre el mundo rural y la ciudad, tan caros al nuevo cine rumano y ya presentes, sí, también, en aquel clásico inmortal de Wilder al que tanto debe Fixeur.

‘La película de nuestra vida’: hogar, dulce hogar

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Como en la peripecia del director ficcional y perverso de Demonios tus ojos, en el origen del proyecto que acabó siendo La película de nuestra vida hay imágenes encontradas. Aquí, viejas grabaciones de celebraciones domésticas, algunas de los años cincuenta, en la casa de veraneo de la familia del cineasta Enrique Baró Ubach. Y si Marília Rocha exploraba el vínculo sentimental con nuestra ciudad, Baró escruta el nexo íntimo con el hogar en el que crecimos. Así, filma en el mismo escenario nuevas secuencias a modo de rimas visuales que actualizan esos viejos fragmentos documentales, de nuevo recuerdos del pasado, fantasmas, que afloran en el presente. El hilo narrativo es mínimo: tres hombres, tal vez un hijo, el padre y el abuelo (interpretado por el propio padre del director), que, antes de venderla, pasan en la casa familiar un día de verano que transcurre plácido entre el ocio, la recolección de recuerdos y la filmación de un proyecto cinematográfico de andar por casa. Pequeña, vitalista y a la postre sorpresivamente catártica, se llevó una mención especial del jurado de la crítica.

El BCN Film Fest, última incorporación en una ciudad de festivales

El arranque del D’A se encabalgó durante tres días con el final del BCN Film Fest (o, en versión larga, el Festival Internacional de Cine de Barcelona-Sant Jordi), un nuevo certamen impulsado por los Cines Verdi que se celebró del 21 al 28 de abril y que en su primera edición se centró en la relación entre cine, historia y literatura. El festival tendrá que acabar de afinar su propuesta, aún poco enfocada, pero aportó sus dosis de glamour con la visita de Richard Gere, y su programación incluyó sorpresas estimulantes como Tanna, de Martin Butler y Bentley Dean; Marie Curie, de Marie Noëlle, o Su mejor historia, de Lone Scherfig, además de ofrecer los últimos films de cineastas como Andrzej Wajda (Los últimos días del artista: Afterimage), Niki Caro (La casa de la esperanza) y Yoji Yamada (Nagasaki: recuerdos de mi hijo). Mención aparte merece Bertrand Tavernier, que también visitó Barcelona para presentar en persona Las películas de mi vida, su suculento, torrencial, nada exhaustivo pero sí personalísimo repaso a la historia del cine francés un poco a la manera en que Scorsese lo hizo con el cine italiano y el norteamericano.

Bertrand Tavernier en un fotograma de Las películas de mi vida
Bertrand Tavernier en un fotograma de Las películas de mi vida, un repaso a la historia del cine francés.

El encabalgamiento durante tres días de las programaciones de uno y otro certámenes evidencia el boom festivalero que en los últimos años vive la ciudad de Barcelona. Del mismo modo que en el 2011 el D’A planteó una alternativa ahora ya implantadísima a L’Alternativa, el veterano Festival de Cine Independiente de Barcelona, que se viene celebrando desde 1993, cuando también debutaba la Mostra Internacional de Films de Dones, en los últimos años han brotado certámenes pequeños que se han ido afianzando. Al menos tres nacieron en el 2014, y en apenas cuatro ediciones han crecido de forma notable. Se trata del Americana, el festival de cine independiente norteamericano; el Offside, consagrado a los documentales de fútbol, o el Serializados, el certamen dedicado a las series, que también se celebra en primavera. Citas que completan un calendario que también incluye el ya veinteañero DocsBarcelona, el gran encuentro de cine de no ficción, o el In-Edit, igualmente centrado en el documental, en este caso el musical, y que tras catorce ediciones ya es el encuentro mundial de referencia en este ámbito.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #234

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