“La pregunta del millón es, sabiendo que la prohibición no funciona, ¿por qué se mantiene?”
El juez José María Asencio y el derecho a la libertad
He quedado un viernes lluvioso en un club de cannabis en Barcelona con el juez, profesor universitario y escritor José María Asencio (Alicante, 1988). Llega puntual, con su impecable traje algo empapado y escuchando a Extremoduro.
A la temprana edad de 24 años se coinvirtió en juez y a sus 34 ha sido reconocido como Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional Hermilio Valdizán de Huánuco (Perú). Tras empezar en Salamanca y pasar por Torrevieja, Mollet del Vallès y Terrassa, ejerce en el Juzgado de lo Penal nº 11 de Barcelona, una carrera de juez meteórica que ha ido acompañada de cargos gubernativos, consultorías internacionales y docencia universitaria. Pero más allá de su trayectoria, destaca como una persona cercana, apasionada y comprometida, un defensor acérrimo de la libertad y amante del arte en todas sus manifestaciones. Valores que, sin duda, se plasmaron en su primera novela En busca de la irrealidad (ECU, 2020).
Su sola presencia, su vasto conocimiento cultural y sus habilidades comunicativas son cautivadoras y hacen que conversar con él bajo la esperada lluvia sea un auténtico deleite intelectual.
Me gusta empezar las entrevistas indagando en los orígenes para entender al personaje.
Eso decía Sorrentino en la última escena de La Gran Belleza, que los orígenes son importantes. He crecido en una familia donde me han inculcado siempre el valor principal de la libertad. Desde pequeño me han inculcado la pasión por la música, por la literatura, por la poesía, por la pintura y por la idea de que la libertad es lo más importante, y que la cultura es lo tiene que ser más libre. Yo diría que esos son mis orígenes, la pasión por la cultura, el arte y todo lo que ha venido después.
¿Eres de esas personas que ya desde pequeñas tenían claro a qué querían dedicarse?
Mis padres son profesores de derecho en la universidad así que lo de “en casa de herrero cuchara de palo” no es aplicable en mi caso. Ya de pequeño me gustaba el derecho que, al fin y al cabo, son las normas que regulan una sociedad, de cómo se hagan las normas depende que un Estado sea más o menos democrático. Siempre me quise dedicar a esto. Mi padre estuvo en el proceso de paz trabajando con la ONU en El Salvador a principios de los 90 así que con seis años estuve viviendo allí. A partir de aquel momento, incluso cuando le fui siguiendo a estas misiones internacionales, siempre me gustó todo este tema de la diplomacia. Entonces cuando entré en la carrera de Derecho fue para estudiar diplomacia. De hecho, empecé a estudiar diplomacia en el último año de carrera, pero de repente llegó la crisis económica de 2010, dejaron de convocar oposiciones y al final decidí dedicarme a la judicatura porque me dijeron que también tenía un aspecto internacional. Y lo tiene y lo he ejercido durante tres años que he sido jefe de Relaciones Internacionales de la Escuela Judicial, unos años que no he dedicado a impartir justicia, sino a la representación internacional. Así que de alguna manera he podido cumplir ese sueño adolescente que tenía de dedicarme a la diplomacia.
“Lo más acorde con el derecho fundamental a la libertad reconocido en la Constitución es despenalizar, no prohibir. Prohibir en ese sentido iría en contra del derecho fundamental a la libertad y de la misma doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos”
¿Y fue lo que esperabas?
Sí, porque mi rol no era político, sino únicamente de gestión. Gestionaba la formación internacional de los jueces extranjeros en España y de los jueces españoles en el extranjero a través de la Red Europea y la Red Euro-Árabe de Formación Judicial.
Ingresaste en 2013 en la carrera judicial con 24 años, algo bastante insólito. ¿Qué drogas tomaste para conseguir esta hazaña al alcance de tan pocos? ¿O fue solo cafeína?
Diría que prácticamente ni siquiera eso. Ahora bebo más café que antes porque me he apasionado con el café barista, incluso he hecho varios cursos. De vez en cuando, hago la ruta de las cafeterías de especialidad por Barcelona, y en cualquier ciudad del mundo a la que voy trato de encontrar una cafetería barista para desayunar. Pero antes no era así, antes me conformaba con cualquier café. Así que no fue ninguna droga, simplemente me gustaba la oposición. No me gustaba el modelo de oposición, en el sentido de estar encerrado en casa durante ocho horas todos los días durante varios años. A esa edad quieres salir de fiesta así que es algo antinatural estar encerrado en casa. Pero me gustaba lo que estudiaba, si llega a ser otra materia a lo mejor no. No es solo una profesión, me gusta lo que hago.
Ingresando tan joven en la carrera judicial, ¿te has sentido cuestionado en algún momento, quizá por jueces más mayores?
Recuerdo uno de mis primeros juicios cuando tenía 25 años y que algún abogado me miraba extraño, en el sentido de “qué hace este chico tan joven sentado en el estrado con la toga de juez, a lo mejor es una broma”. En cualquier caso, son miradas que ceden en el momento en que saben que eres una persona que aprobó una oposición y que, por lo tanto y por muy joven que seas, se supone que tienes ciertos conocimientos para estar en el estrado. Respeto profundamente la experiencia y a los mayores. Creo que uno de los defectos de la sociedad que tenemos actualmente es que es que no se respeta tanto a los mayores como se hacía antes, no se les aprecia. Siempre he dicho que yo me quedo con los viejos, escuchando sus anécdotas, porque es así como se aprende a vivir. Pero a pesar de ese respeto hacia los mayores, tampoco se puede menospreciar la juventud. Hay personas que siendo muy jóvenes tienen las ideas muy claras y personas que siendo muy mayores están muy perdidas. Nunca me gustó generalizar, prefiero conocer a la persona antes de emitir un juicio.
Como juez con una trayectoria en distintos juzgados, ¿qué tipo de casos te has encontrado relacionados con temas de drogas y qué porcentaje del total representan en tu quehacer?
No he hecho ninguna estadística, pero depende del territorio. Por ejemplo, en Mollet del Vallés, donde estuve casi tres años de juez, y luego cuando estuve en Terrassa, lo que veía sobre todo eran procedimientos relacionados con plantaciones. El tema de pases de drogas se veía muy poco en esa zona y, sin embargo, sí lo veo más en Barcelona ciudad, donde, al contrario, apenas existen asuntos de plantaciones. Posiblemente los haya en otros juzgados, pero yo no he tenido ningún caso todavía. En Barcelona sí que he tenido muchos de pases de drogas e incluso casos en el que una actuación policial por otro asunto encuentra que el detenido lleva cierta cantidad de droga encima. Y, claro, esa cantidad según la jurisprudencia del Tribunal Supremo podría considerarse preordenada al tráfico. Estos son los tipos de asuntos que he manejado y no sabría decirte un porcentaje, pero teniendo en cuenta que tengo dieciocho juicios cada semana, casi todas las semanas suele haber un caso que implica o bien un pase o la posesión de una cantidad más o menos importante.
“Hay más delitos que pecados”
Vamos a adentrarnos un poco en los orígenes de la mal llamada guerra contra las drogas. Una de las cuatro premisas básicas que sustentan el régimen internacional de fiscalización es que “la adicción es un mal que debe ser erradicado de la faz de la tierra”. De hecho, la Convención de 1961 se inicia diciendo “las partes preocupadas por la salud física y moral de la humanidad…”, ¿no crees que esta frase y toda la convención en sí misma choca frontalmente con algunos derechos fundamentales?
Primero habría que concretar qué es la adicción. Tengo amigos adictos al café que toman ocho tazas de café al día y eso, al parecer, según los médicos, no es del todo saludable. También tengo amigos que consumen bastante alcohol y supongo que la convención tampoco se refiere al alcohol. También tengo amigos que consumen tabaco, incluso desgraciadamente he tenido amigos que han padecido cáncer de pulmón por consumir durante muchos años dos paquetes de tabaco al día. Pero supongo que la convención tampoco se referirá a esa adicción. Así que partiendo de esa premisa entiendo que es una utilización gramatical desafortunada cuanto menos. Y en relación con los principios democráticos, siempre he creído que si vivimos en un estado democrático los políticos tendrían que hacer gala de lo que significa. Hoy en día hay posiciones que se esconden detrás de las banderas del progreso cuando son totalmente reaccionarias. Decía Schopenhauer eso de que “hay épocas en las que el progreso es reaccionario y lo reaccionario es progresista”. No se refería para nada a esto, pero lo traigo a colación aquí. El derecho fundamental principal que existe en un estado democrático para que pueda definirse como tal es el derecho fundamental a la libertad en todas sus manifestaciones: libertad individual, de expresión, libertad deambulatoria… Por lo tanto, la función de un estado democrático es proteger ese derecho fundamental a la libertad. Yo, como ciudadano, tengo que ser libre para poder decidir acerca de lo que hago o no hago con mi vida. En cierta medida esa libertad tiene que estar limitada. ¿Cómo? Pues utilizando lo que decía la Declaración Francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano, es decir, mi libertad termina donde empieza la de los demás. Pero mientras tanto, mientras yo no cause ningún daño al prójimo, el Estado tiene que proteger mi derecho a la libertad. Si yo quiero consumir cannabis, no veo por qué el estado tiene que prohibírmelo. No le veo ningún sentido salvo que esto sea motivado por algunos intereses espurios que no nos quieren decir o por algunos intereses económicos, por supuesto, porque los intereses son todos económicos, ¡no nos engañemos! O simplemente por la imposición de una moralidad determinada, lo cual es bastante preocupante porque un estado democrático no me tiene que imponer ninguna moralidad. Hoy en día hay más delitos que pecados, y esto es muy peligroso.
Ya que has hecho mención a la función principal de un estado democrático, me gustaría saber tu opinión sobre la Constitución de 1812 que decía que “el objeto del gobierno es la felicidad de la nación”.
“Los jueces no hacemos la ley, la aplicamos estemos o no de acuerdo. Como juez tengo que condenar los pases de drogas y las plantaciones de cannabis. No tengo otro remedio. Son los políticos, es el Congreso quien hace las leyes y yo me rijo por el principio de legalidad”
He de reconocer que no soy nada partidario de que el Gobierno diga que uno de sus objetivos debe ser procurar la felicidad de la sociedad. La felicidad como individuo ya me la procuro yo, no quiero que el Gobierno me procure ningún tipo de felicidad. Es algo que me recuerda mucho a Un mundo feliz de Aldous Huxley. No quiero que el gobierno me procure la felicidad porque, ¿cómo me la procura?, ¿imponiéndome una moral determinada?, ¿diciéndome que actúe de una manera determinada? ¡No! El gobierno de un estado democrático lo que tiene que procurarme son las condiciones necesarias para que mi libertad sea efectiva. Es más, el artículo 9 de la Constitución Española, apartado segundo, dice literalmente que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo sean reales y efectivas”. Entonces este es el objetivo principal, no la búsqueda de la felicidad. Soy partidario de eliminar el concepto de la felicidad de todos los textos normativos y que sea el individuo, no el Estado, el que decida qué es lo que le hace feliz o no. Solo hablaría de libertad porque todo lo demás se puede tergiversar.
Otra de las premisas de la prohibición es que la criminalización y estigmatización hacia las personas que usan drogas manda un fuerte mensaje de condena social que sirve para proteger la sociedad en su conjunto. ¿Cuál es el límite entre esta protección de la libertad individual y la supuesta protección de la sociedad?
A propósito de la pandemia de la COVID me he pronunciado en muchas ocasiones sobre esto. Se suelen utilizar palabras que me dan mucho miedo y concretamente dos, que son “bien común” y “pueblo”. Son las palabras que han sido utilizadas por todas las dictaduras a lo largo del siglo XX para restringir derechos en pos de la felicidad colectiva, del bienestar y del pueblo. Si me preguntas cuáles son los límites entre el bien común y la libertad individual, para mí siempre tiene que primar la libertad individual con el límite que mencioné, es decir, que mi libertad termina donde empieza la de los demás. Pero ese concepto genérico de bien común, me recuerda mucho al concepto de la alarma social en la prisión provisional. Muchas personas que se autodenominan progresistas o de izquierdas hoy en día lo dicen como si fuese una bandera, es decir, hay que ingresar en prisión provisional, aunque no haya juicio ni condena porque causa alarma social. El concepto de “alarma social” es un concepto nazi. Y que personas que se autodenominan progresistas rescaten conceptos nazis y traten de instaurarlos y venderlos como si fuesen el summun del progreso, me parece muy peligroso. Así que si me preguntas qué tiene que primar por encima de todo, si el bien común o la libertad individual, te digo la libertad individual. ¿Cómo? Con educación, porque un conjunto de libertades individuales llegadas a través de la educación es lo que crea una sociedad donde prime el bien común, a través del fomento de la libertad individual.
Otra de las premisas de la prohibición es que el uso del sistema de justicia penal en materia de drogas, imponiendo penas fuertes a todas las actividades relacionadas con ellas, disuade del uso y sirve además al propósito de disminuir o erradicar la producción y el tráfico ilícito. ¿Verdadero o falso?
Falso. A las pruebas me remito. Pero no solo en materia de drogas, en cualquier materia. Es decir, por el mero hecho de aumentar las penas de las violaciones, ¿va a haber menos violaciones? No. Por el mero hecho de aumentar la pena del robo, ¿habrá menos robos? No. Por el mero hecho de sancionar penalmente una conducta como el tráfico de drogas, ¿la gente va a dejar de consumir? No. Se sigue violando, robando y consumiendo drogas. El derecho penal nunca ha sido la vía para nada. No se van a reducir nunca los delitos por el mero hecho de establecer penas más graves o menos graves. En las clases de criminología en la universidad, las preguntas que siempre hago a los alumnos al principio del curso son: ¿Se puede reducir la criminalidad? ¿Se puede eliminar? ¿Es posible llegar a un estado en el que no exista la criminalidad? Todo apunta a que es imposible eliminar cien por cien la criminalidad y que siempre quedaría algún reducto. Pero por supuesto que se puede reducir. Hay muchos delitos que se cometen teniendo en cuenta las circunstancias sociales en que ha crecido una persona y eso se puede reducir a través de ayudas sociales y educación. Hay otros que no, porque siempre he defendido que hay gente que es mala intrínsecamente. Algunos me rebaten en el sentido de decir que no son malos, que están enfermos. Bueno, a mí una persona que asesina a sus padres y a su hermano con un hacha no me parece que esté enfermo, puede estar enfermo, pero desde luego malo es. La maldad existe, no es el córtex prefrontal. En todo caso, la vía penal no es ni mucho menos la vía más eficaz para reducir la criminalidad.
Al respecto de las reformas de Educación, te he escuchado decir en alguna entrevista que cada gobierno implementa su reforma educativa y que ésta suele ser infinitamente peor que la anterior, pero infinitamente mejor que la próxima. Si no voy mal errada en el último cuarto de siglo ha habido más de treinta reformas en el código penal y cada gobierno que sube al poder aprovecha la ocasión para reformarla con la finalidad de endurecerlo. ¿Sucede algo similar en la justicia a lo que ocurre en educación?
“La legalización del cannabis a mi juicio podría redundar en beneficio de toda la sociedad”
El aumentar las penas es puro electoralismo. Es la manera más sencilla de vender a la sociedad que yo quiero terminar con alguna situación. “Vamos a conseguir tal cosa”, ¿qué hago? Aumentar las penas o crear un nuevo delito. Y eso, al fin y al cabo, da a entender a la sociedad que mi gobierno está comprometido con una causa concreta cuando realmente no estoy haciendo nada, no estoy poniendo fondos, no estoy educando, no estoy haciendo absolutamente nada más que reformar una Ley Orgánica como es el Código Penal. Es puro electoralismo, una medida que no tiene ninguna eficacia. Como he dicho antes, hoy en día hay más delitos que pecados. El código penal del 73, paradójicamente de la época de Franco, era mucho más pequeño que el actual, el del 95 con sus sucesivas reformas. Pero, es más, si vamos a la redacción originaria del Código Penal del 95, vemos que tiene más o menos la mitad de extensión que tiene ahora. Las reformas del Código Penal del 95, algunas muy grandes como la de 2003, 2010, 2015 y recientemente la del 2020, han contribuido a que el actual código penal sea más bien un tratado. Los opositores a la judicatura son incapaces de meter los temas en tiempo porque el código penal es tan grande que resulta imposible. Y es que se crean delitos constantemente para reprimir cualquier tipo de conducta. Siempre he sido un detractor acérrimo de la tipificación de los delitos de odio en todas sus manifestaciones porque a mi juicio son manifestaciones que implican una restricción de la libertad de expresión. De hecho, se me ha criticado en muchas ocasiones por ello. Hay que proteger a los colectivos vulnerables, sí, pero no con el código penal. ¿Pero por qué quieren siempre utilizar el código penal para sancionar cualquier tipo de conducta? ¿Acaso no existen otros mecanismos en el derecho para sancionar y para proteger? Uno de los principios básicos que rigen en el derecho penal es el principio de la última ratio o el principio de intervención mínima, es decir, solo acudiré al derecho penal cuando se trate de proteger los bienes jurídicos más importantes y de los ataques más graves contra éstos. Pero en otro caso, disponemos de mecanismos administrativos y civiles a los que recurrir. Me parece algo muy grave que no se advierte. De hecho, he recibido algunas críticas de sectores pseudoprogresistas –progresistas de palabra, pero no de obra– que critican que proponga reducir el código penal. Es que a mí lo que me enseñaron de pequeño es que el progresismo busca reducir el código penal para que la libertad de los individuos sea real y efectiva. Me enseñaron que los reaccionarios aumentan el número de delitos y las penas, mientras que el progresismo utiliza otras vías para solventar la delincuencia, pero no aumentar las penas. Así que, sí, soy partidario de reducir el código penal hasta su mínima expresión.
Afortunadamente en España el consumo o la posesión nunca estuvo tipificado como delito. Sin embargo, a lo largo de los debates de la Ley Corcuera de 1992, el Partido Popular entonces en la oposición, presentó en reiteradas ocasiones enmiendas que habrían tipificado como delito la posesión para el uso personal de acuerdo, según ellos, a los tratados internacionales. El PSOE se mantuvo firme acogiéndose a la excepción de que era incompatible con los principios constitucionales de España. Aunque no se abundó mucho en ello, en los debates se mencionó la doctrina de los bienes jurídicos, argumentando que el consumo individual no suponía delito alguno contra la salud pública, defendiendo el derecho a la libertad y el principio de intervención mínima. ¿No serían estos mismos argumentos aplicables en el ámbito administrativo?
Totalmente. Pero es que la penalización de la posesión y del consumo en la vía pública es una decisión política. Con la constitución en la mano podría perfectamente despenalizarse. Es más, la despenalización es lo más acorde con la Constitución. Si efectivamente la Constitución proclama el derecho fundamental a la libertad, en ese sentido, despenalizar la posesión y el consumo está más acorde con la Constitución que la prohibición. De hecho, el Tribunal de Estrasburgo de Derechos Humanos Europeo dice que las normas que garantizan derechos fundamentales tienen que interpretarse siempre de la manera más extensiva posible. Es decir, que el derecho a la libertad tengo que interpretarlo de la manera más extensiva posible y, si existe alguna duda, siempre a favor del derecho a la libertad. Y las normas que restringen derechos fundamentales tienen que interpretarse de la manera más restrictiva posible. Por ejemplo, la prisión provisional es una norma que restringe un derecho fundamental, el derecho a la libertad. Pues yo interpretaré eso de manera restrictiva lo que implica que solo acordaré la prisión provisional cuando no quede otro remedio para cumplir los fines de aseguramiento del proceso y demás. Pero en este caso, si aplicamos la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de que los derechos fundamentales tienen que interpretarse de la manera más extensiva posible, lo más acorde con el derecho fundamental a la libertad reconocido en la Constitución es despenalizar, no prohibir. Prohibir en ese sentido iría en contra del derecho fundamental a la libertad y de la misma doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Cannabis: legalización
No deja de sorprenderme que se sancione la posesión en la vía pública dentro de la Ley de Seguridad Ciudadana. Una ley que obvia la evidencia y donde subyace la idea errónea de que las personas que consumen drogas no reguladas suponen un peligro para la seguridad. ¿Con quién tengo que hablar para cambiar la ley?
Pues yo siempre digo lo mismo, los jueces no hacemos la ley, la aplicamos estemos o no de acuerdo. Como juez tengo que condenar los pases de drogas y las plantaciones de cannabis. No tengo otro remedio. Son los políticos, es el Congreso quien hace las leyes y yo me rijo por el principio de legalidad. Otra cosa es lo que piense y que pueda condenar a alguien en contra de lo que pienso. Hay muchos jueces que condenan o absuelven en contra de lo que piensan, pero nos guste o no, nos toca aplicar la ley. Entonces, ¿qué se puede hacer? A mi juicio, lo principal es concienciar, crear debate y que el debate se extienda porque así llega a los medios de comunicación y también al Congreso. Si existe una demanda social para aumentar el ámbito del derecho fundamental a la libertad, al final se tomará conciencia. En el tema del cannabis, creo, y espero no equivocarme, que es una cuestión de tiempo y que falta poco, pero hay que seguir saliendo a la palestra a defender la libertad. Algunos dicen “es que usted defiende el derecho a drogarse”, no, yo defiendo el derecho a la libertad, a que si yo quiero consumir cannabis pueda hacerlo sin que usted me sancione. Otra cosa es que yo a lo mejor sea un neurocirujano y fume cannabis antes de una operación. Pues no lo haga, pero de igual manera tampoco puede tomarse dos cervezas o siete cafés. Lo que reclamo es la libertad con responsabilidad. Sin responsabilidad, la libertad se convierte en un caos. Pero los detractores de la libertad hablan precisamente de ese caos. Yo no quiero generar el caos, pero para evitar que haya caos forme usted a la ciudadanía, aporte usted los medios económicos, los medios materiales para que la ciudadanía pueda formarse y luego decidir libremente. Sin embargo, vivimos en un proceso muy peligroso al que yo me refiero como la idiotización de la sociedad. Nos quieren sumisos y nos quieren cada vez más idiotizados y para ello emplean todos los mecanismos como la televisión, la programación basura, la obsesión por las redes sociales… El otro día leí un artículo sobre un estudio hecho por YouTube que decía que jugar a videojuegos es bueno para encontrar trabajo. Una auténtica barbaridad. ¿Cómo nos idiotizan? Privándonos, por ejemplo, de los clásicos de la literatura, dándonos en el colegio libros escritos por a saber quién mientras no nos enseñan a leer el Quijote, a Dostoyevski, a Tolstói. Todo esto contribuye a idiotizar la sociedad y es muy peligroso porque no quieren que pensemos, porque el pensar es fundamental para ser libre y una sociedad que no piensa y que actúa simplemente por órdenes es una sociedad totalmente sumisa. Y esto lo hemos visto con el COVID, como la gente obedecía totalmente las premisas que luego han sido declaradas inconstitucionales, como yo venía diciendo desde el día uno de la pandemia. Ocurre lo mismo con esto y por eso es necesario despertar conciencias. Como siempre digo, y menciono en el libro, soy un revolucionario, pero mi revolución no es de este mundo porque no consiste en enarbolar banderas rojas, sino consiste en la revolución de las conciencias, en la liberación del moralismo imperante. Es la autoliberación de ese moralismo imperante donde radica la auténtica revolución. Esa es la revolución que tenemos que hacer.
¡Me apunto! De hecho, ya la empezaste publicando un artículo titulado “Cannabis: legalización”. ¿Qué te impulsó a ello?
Me impulsó lo mismo que me llevó a escribir sobre el COVID, la ley trans o las críticas de la Inteligencia Artificial en la justicia o como le llama mi buen amigo filósofo Jordi Pigem, la “invasión algorítmica”. En todos los casos trato de aportar mi pequeño grano de arena, que posiblemente será nimio, pero considero que es fundamental.
“La guerra contra las drogas es muy cara, y no solo en términos económicos, sino en términos sociales y, desde luego, en términos humanos, porque ha causado muchísimas muertes, cantidad de problemas familiares y marginación, y los seguirá causando en tanto no se regule. Si se regula, todos estos problemas se eliminarían o por lo menos se reducirían considerablemente”
¿Qué reacciones has tenido? ¿Te has llevado muchos palos?
Tengo una ventaja y es que no tengo redes sociales así que no me entero de lo que dicen. Tengo amigos que me envían capturas de pantalla o que lo intentan para mostrarme comentarios a los artículos, pero no los leo, lo borro automáticamente. Les pido que no me envíen nada, que prefiero no saberlo porque soy partidario de ir a la barra del bar y que la gente me cuente sus cosas, pero en las redes sociales no. Así que, como no veo lo que la gente dice sobre mí en internet y en la calle todavía nadie me ha tirado nada a la cabeza ni me ha empujado, pues no creo que el feedback haya sido del todo malo.
Nadie en tu colectivo te ha dicho, pero “José María, con lo tranquilo que podrías estar, ¿por qué te metes en esos fregaos?”
Jueces no, pero algún buen amigo, desde el cariño y desde el amor, sí que me ha preguntado por qué lo hago. Porque soy así y es como me han educado. Me enseñaron que cuando hay una cosa que no te parece bien, tienes que decirlo. Algo que le debo a mis padres y que les agradezco profundamente.
¡Yo también les doy las gracias! Afortunadamente, otros jueces recibieron similar educación y aunque parezca insólito, ya en 1989 encontramos la primera referencia en Estados Unidos al respecto. Fue el juez Robert Suite del Tribunal Federal quien en un artículo publicado en The New York Times hizo un llamamiento para la legalización del crack, la heroína y otras drogas. Palabras mayores. ¿De qué no puede hablar un juez públicamente?
Si acudimos a algunos dictámenes del Consejo Europeo de Jueces se dice que los jueces tienen libertad de expresión porque son ciudadanos como otro cualquiera. ¿En dónde se tiene que restringir la libertad de expresión de un juez? Evidentemente en cuestiones relacionadas con casos que él lleve o, por ejemplo, en fase de instrucción, si es una causa secreta. Otra cosa que no debemos hacer y lo tenemos explícitamente prohibido en el régimen de incompatibilidades es lanzar exaltaciones o críticas directas dirigidas a políticos concretos. Quitando esos dos límites, que me parecen correctos, un juez debería poder hablar de cualquier cosa y más aún debería poder hablar de una regulación legal porque precisamente nos dedicamos a aplicar la ley y la conocemos. Así que creo que los jueces podemos aportar bastante en la regulación legal. Otra cosa es que yo hablase sobre las confederaciones hidrográficas sobre las que no tengo ni idea, pero en materia de justicia los políticos deberían tenernos en cuenta.
No es ningún secreto que los juzgados están sobrecargados, entre otros motivos, por la falta de recursos. En cualquier caso, ¿crees que la regulación del cannabis ayudaría a descongestionar la justicia?
Sería una manera sobre todo en aquellos partidos judiciales donde hay más asuntos relacionados con drogas. Tampoco es que lograra el desatasco de los juzgados solo con la regulación del cannabis, pero lo que sí que lograría es que todo el dinero que se invierte en investigación policial se podría destinar por ejemplo a campañas de concienciación acerca de los efectos que tiene el cannabis, los efectos positivos y los negativos, e incluso invertir en educación, en sanidad, es decir, al igual que ocurre con el tabaco y con el alcohol, recaudar impuestos para invertir en los recursos públicos. La legalización del cannabis a mi juicio podría redundar en beneficio de toda la sociedad.
Porque la guerra contra las drogas, además, es costosa.
Muy cara, y no solo en términos económicos, sino en términos sociales y, desde luego, en términos humanos, porque ha causado muchísimas muertes, cantidad de problemas familiares y marginación, y los seguirá causando en tanto no se regule. Si se regula, todos estos problemas se eliminarían o por lo menos se reducirían considerablemente. Esa es nuestra obligación, por lo menos, ponerlo de manifiesto.
El consumo de cannabis o de cualquier otra sustancia no regulada, ¿es una cuestión de seguridad ciudadana o de moral?
Es una cuestión de seguridad ciudadana porque su penalización causa inseguridad ciudadana, es lo que se conoce en términos criminológicos como la violencia sistémica, es decir, aquella que genera todo el tráfico ilegal de drogas, las mafias, las disputas territoriales en materia de droga, los asesinatos por esas disputas territoriales… Si legalizas el cannabis, toda esa violencia sistémica, que es la que de verdad genera conflictividad social y puede generar problemas para la seguridad ciudadana, te la estás cargando, ya no existiría o se reduciría muy considerablemente. Porque el modelo de compulsión económica, que se refiere a delinquir para procurarse los medios para comprar sustancias, no existe en el caso del cannabis. Quizá exista algún caso, pero no he conocido a nadie que cometa delitos para comprar un gramo de cannabis. Algo que estaba muy presente en los 80 con el consumo de heroína y que sigue existiendo, aunque afortunadamente mucho menos que antes. Así que no existen problemas de seguridad ciudadana derivados de la compulsión económica asociada al cannabis, donde existen los problemas es en relación a las mafias. Si legalizas, eliminamos o reducimos a la mínima expresión estos problemas que realmente sí afectan a la seguridad ciudadana. Sin duda, contribuiría a que la seguridad ciudadana fuese mayor que actualmente con la prohibición.
Algo que ya vimos claramente con el alcohol durante la época de la Ley Seca en Estados Unidos.
Se ha demostrado que la prohibición no funciona. La pregunta del millón es, sabiendo que la prohibición no funciona, ¿por qué se mantiene? Vimos en la época de la Ley Seca la proliferación de la mafia en Estados Unidos, constantes asesinatos y producto adulterado, hecho en casa, en bañeras. Partiendo de esta base, Estados Unidos llegó a la conclusión de que esto no funcionaba. ¿Por qué no hacemos lo mismo? ¿Por qué no asumimos la realidad? No queremos ver la realidad de que el actual sistema no funciona. Cambiemoslo. ¿Puede ir a peor? Mucha gente dice que si se legaliza va aumentar el consumo. Es posible que el consumo aumente al principio y se estabilice con el paso del tiempo. En todo caso, la legalización contribuiría a la seguridad ciudadana y a la protección del derecho fundamental a la libertad.
España es el país europeo que más multas pone relacionadas con el cannabis, a pesar de que ocupa el cuarto lugar en cuanto a consumo. En 2018, último año del que existen datos comparables, se impusieron más de 300.000 sanciones por consumo o tenencia de cannabis en la calle. Tras España encontramos Alemania (179.700), Turquía (53.734) e Italia (33.363). Una gran recaudación para las arcas bajo la excusa de la seguridad ciudadana.
Insisto en que es una pura cuestión de decisión política. Tengamos en cuenta que hay conductas que no son legales y que están sancionadas, pero que no se reprimen porque se toleran por parte de la sociedad. Lo hemos visto a lo largo de la historia en muchísimas ocasiones. De hecho, el otro día hablando con el alcalde de un municipio me explicaba que tenían un parque donde dejan a la gente que tome alcohol y fume cannabis. Ambas conductas son sancionables administrativamente, pero hay una especie de acuerdo no escrito donde la gente puede hacerlo porque el concejal de seguridad de turno ha dicho a la policía que a partir de ahora vamos a dejar que la gente desarrolle su libertad en este sitio. Si lo hace en la puerta del colegio, ahí le sancionaremos, pero puede hacerlo en el sitio habilitado. No iremos al espacio a molestar y ellos no molestan por el municipio. Es una decisión puramente política. Si tenemos en un ayuntamiento alguien que quiera restringir mucho más el consumo de cannabis, pues lo perseguirá más y si tenemos alguien mucho más permisivo, teniendo en cuenta que existe igualmente la ley, vamos a intentar crear un espacio de libertad. No creamos que es algo novedoso, se ha hecho a lo largo de la historia en todos los países. Yo lo que propongo es crear un espacio de tolerancia a nivel nacional que empiece en los Pirineos y termine en Tarifa, pero insisto, con responsabilidad. La libertad sin responsabilidad no es libertad.
Un tipo muy polifacético
Además de juez, escribes artículos de opinión en diarios, realizas críticas de música y de teatro, has escrito tu primera novela, organizas un festival de música barroca e incluso te he escuchado cantar. Me consta que haces las cosas porque te gustan y te apasionan. ¿Qué faceta disfrutas más?
“Yo lo que propongo es crear un espacio de tolerancia a nivel nacional que empiece en los Pirineos y termine en Tarifa, pero insisto, con responsabilidad. La libertad sin responsabilidad no es libertad”
Lo que más me llena es la literatura. Leo mucho, le quito horas al sueño para leer y no leo de todo porque nos han concedido muy poco tiempo en este mundo y hay que seleccionar. Pero tampoco es solo la literatura, sino la cultura en general, aunque a lo que me dedico principalmente es a la literatura. Tengo buenos amigos en el teatro, en la poesía, en el cine, en la música. La música también me llena mucho. Toco varios instrumentos como la guitarra, el charango, el laúd o el piano, pero he aprendido a tocarlos de oído. No sé distinguir un do de un re en una partitura. También he cantado con la Orquesta Sinfónica de Alicante y en los conciertos de homenaje al poeta Miguel Hernández, y en algunos bares en Lima y en algún bar del Raval canciones de Silvio Rodríguez y de Ismael Serrano.
También te he escuchado cantar con tu padre.
Mi padre es el presidente de la Orquesta Sinfónica de Alicante y grabó un disco donde yo canto con él dos canciones, pero no es mi estilo de música. Me gusta, pero lo mío es más de guitarra y cantautor. De pequeño siempre he admirado a estos cantautores, por ejemplo, Lluís Llach, al que conozco mucho, me parece uno de los músicos más excelentes que tiene Cataluña. Aun así, lo que más disfruto es escribiendo. Escribo todos los días, otra cosa diferente es que publique lo que escribo.
¿Escribes para ti también?
Creo que un escritor debe escribir para sí mismo. Es fundamental. Si no escribe lo que le llena, lo que lo que le remueve la conciencia y las entrañas está escribiendo una prosa falsa. En mi caso, escribo todos los días, pero no lo público y la mayoría acaba en la basura. En el contenedor de reciclaje es donde se pueden encontrar mis obras literarias.
Afortunadamente, tu primera novela, En busca de la irrealidad no acabó en la basura.
La verdad es que a pesar de que es corta, me costó mucho tiempo escribirla porque tuve que reflexionar mucho. Es una novela donde sobre todo se habla de la libertad. Habla de un grupo de artistas que vagan por las calles de Barcelona, que conversan unos con otros, que no discriminan con quien conversan y creen que pueden aprender mucho de cualquier persona independientemente de quien sea, de donde venga, del color de su piel, de su profesión... Hay de todo, pero sobre todo libertad a través del arte. Siempre digo que la música, el arte, es lo único que nos puede salvar del declive.
La crítica a la novela es excelente. ¿Te la esperabas?
Ni mucho menos. Esto de ser escritor siempre fue una cosa que tuve guardada como un sueño. Aunque también tengo en mente esto que decía Bukowski en su última novela de que “antes las vidas de los escritores eran más interesantes que sus obras, ahora ni sus vidas ni sus obras son interesantes”. A Bukowski nunca hay que hacerle caso y hay que hacerle mucho caso, depende del momento. Para mí siempre fue mi sueño. No obstante, cuando la escribí, no tuve desde luego la intención, las ganas sí, de que la novela iba a tener tan buena crítica y tanta difusión. Ya va por la tercera edición y se publicó también en El Salvador y Perú donde iré a presentarla en agosto. He tenido la suerte maravillosa de conocer a grandes escritores y a grandes representantes de la cultura a los que ya admiraba antes de conocerlos. Ahora, que les conozco, les admiro más. Es el caso de Juan Manuel de Prada al que conocí a raíz de la novela y tuvo a bien presentarla conmigo en el ateneo de Madrid. La reseñó muy bien y viniendo de Juan Manuel, que la sinceridad es lo que le caracteriza principalmente, pues la verdad es que me llenó de satisfacción. Así que no me lo esperaba, pero estoy muy contento porque al final uno escribe para que le lean también.
Respecto a tu posicionamiento con la regulación, ¿existió algún punto de inflexión?
Aquí voy a hacer honor a un gran amigo mío, Miguel Sarceda, que en la novela aparece bajo el pseudónimo de Don José. Es un traumatólogo jubilado que tiene 75 años, uno de mis mejores amigos, vive en Alicante y es gallego. Voy muy poco a Alicante, pero cada vez que voy le visito en su casa maravillosa frente al mar donde mantenemos largas conversaciones acerca de todo. Podemos conversar horas y horas por las noches, sin dormir, y a pesar de su edad tiene más aguante que yo. Nació en una familia con ciertos problemas en la época de Franco y dejó la casa temprano, con 16 años. Se fue a París donde repartió panfletos con Jean Paul Sartre en Mayo del 68, conoció a Jacques Brel haciendo autostop, estuvo en el Sáhara español, vendió obras de arte en Arabia Saudí, ha sido y es voluntario médico, ha creado hospitales en Togo… Una persona maravillosa. Siempre he crecido en este ambiente de libertad y he considerado que la libertad tiene que ser todo pero a partir del momento en que conocí a mi querido amigo Miguel Sarceda el cambio fue todavía mucho mayor. Ese impulso de “vamos a reclamar, a reivindicar nuestro derecho a la libertad” se lo debo a tres personas, a mi padre, a mi madre y a Miguel Sarceda.
A tus 34 años, tienes una trayectoria corta a la vez que brillante. ¿Qué te gustaría en el futuro?
Si me preguntas desde un punto de vista literario, en el futuro a corto plazo estoy a mitad del segundo libro. Si me preguntas desde un punto de vista profesional, no tengo ni idea. No lo sé porque no me gusta pensar tan a corto plazo. Eso decía Faulkner, el pasado no existe, ni siquiera ha pasado y el futuro tampoco. Lo único que existe es el presente, estamos aquí los dos y ya está. No me gusta pensar a largo plazo, aunque es inevitable pensar a corto plazo porque al fin y al cabo mañana está ahí.
Y para acabar, aprovechando que eres un ávido lector, recomiéndanos un libro que te haya marcado.
¡Es imposible! Pero vaya, si hay que escoger uno, y como quiero ser provocativo, voy a decir Las Partículas Elementales de Michel Houellebecq.