Como sugerí el mes pasado, al considerar la prohibición de algunas drogas –sean ellas las hoy perseguidas o las perseguidas otrora–, es invariable aventurarse por sendas de conjeturas, y preguntar qué pasaría si cambiara el régimen vigente para cada una. Pero da la casualidad de que prácticamente todas las substancias psicoactivas han sido objeto de regulaciones muy distintas, y es mala fe plantear conjeturas en cuestiones donde abundan las experiencias. Me propongo por eso ir poniendo lo vivido en lugar de lo imaginado, y comienzo con el coco absoluto de la película, que es el caballo.
¿Qué pasaría si la heroína fuese ampliamente publicitada como remedio para muchos males, y se vendiera en las farmacias sin receta? Esta posibilidad no es un futurible, sino algo ocurrido desde finales del siglo xix hasta los años cincuenta en todo el mundo, con la única excepción de Estados Unidos, donde en vez de medio siglo dicho fármaco solo disfrutó de un cuarto, pues empezó a prohibirse en 1924. Fundamentalmente, lo que nos interesa es qué pasó durante esas décadas de difusión planetaria, y qué tipo de usuarios tuvo, aunque los pormenores distinguen lo real de lo fantaseado, y conocer las circunstancias específicas ligadas al lanzamiento de esta droga ayuda mucho a matizar su éxito.
Bayer empezó siendo una empresa pequeña, dedicada casi con exclusividad a la fabricación de tintes, hasta que incorporó al químico Heinrich Dreser (1860-1924), cuya revolución fue servirse de anhídrido acético –principio último del vinagre– para destilar la morfina y el salicilato presente en la corteza del sauce. De ahí nacieron la diacetilmorfina (heroína) y el ácido acetilsalicílico (aspirina), llamados a ser con el tiempo los prototipos universales del fármaco legal e ilegal, presentados inicialmente en un célebre envase doble. Bayer vendía el gramo de heroína a 6 dólares, aunque tuvo gran éxito su oferta de rebajarlo a 4,85 si el usuario compraba una onza (25 gramos), asegurándose así la provisión para varios años.
En efecto, siendo unas tres o cuatro veces más activa que su prima hermana, la morfina, cada gramo contiene entre 33 y 40 ingestas (dependiendo sobre todo del peso de cada sujeto), y bastan dos tomas diarias para asegurar un mantenimiento pleno. Quien ponga en duda lo recién expuesto puede verificarlo en inglés y alemán, viendo con sus propios ojos la propaganda preservada por Wikipedia y varias otras fuentes. Repuesto del previsible shock ligado a esa información, el lector se preguntará cómo justificaba Bayer su invitación al uso cotidiano de un fármaco tan enérgico y potencialmente tóxico, que puede sumir en coma o matar por depresión respiratoria desde el cuarto de gramo.
Pero la cuestión merece considerarse en términos objetivos en vez de folletinescos, y el primer dato pertinente es que muchos medicamentos de uso habitual –entre ellos los antihistamínicos vendidos para la congestión y el insomnio, o las anfetaminas– son letales en márgenes menores o mucho menores de dosis. A efectos científicos, lo crucial es determinar la dosis activa mínima y la dosis media potencialmente mortífera –el llamado margen de seguridad–, que en el caso de la heroína ronda quizá el 1/50. Jamás la medicina propiamente dicha se ha sentido desbordada o incomodada por disponer de substancias con alta actividad, porque una de sus metas invariables es inducir tales o cuales efectos mediante cantidades ínfimas, preservando así de saturación toda suerte de tejidos.
Bendición divina
Desde Hipócrates y Galeno, el opio, matriz de la morfina y la heroína, se considera “frío en cuarto grado” –otra forma de indicar que quince o veinte veces su dosis activa puede sumir en coma–, aunque hasta bien entrado el siglo xx nadie le discute su condición de medicamento número uno del vademécum, y tanto Sydenham como Paracelso lo tienen por “bendición divina”. Los láudanos de uno y otro serán desde el Renacimiento la única existencia considerada imprescindible en boticas y botiquines, e innumerables tratados coinciden en que ningún hallazgo singular se le compara siquiera de lejos.
¿Qué pasaría si la heroína fuese ampliamente publicitada como remedio para muchos males, y se vendiera en las farmacias sin receta? Esta posibilidad no es un futurible, sino algo ocurrido desde finales del XIX hasta los años cincuenta en todo el mundo
Por consejo de Galeno, el emperador Marco Aurelio desayunaba medio gramo de opio, pues, antes de los láudanos –que son diluciones de esa substancia en alguna bebida alcohólica–, el milenio previo empleó las llamadas triacas o antídotos, cuyo ingrediente principal era extracto de adormidera, consumidas siempre con regularidad por su propia naturaleza de remedios preventivos. No olvidemos tampoco que tanto las triacas como los láudanos fueron desplazados por el hallazgo de los alcaloides opiáceos –morfina, codeína y heroína–, precisamente porque su pureza permitía dosificar con mucha mayor precisión, siendo el estamento médico quien defendió ese paso.
Las dos guerras del opio entre Inglaterra y China lo aceleraron, porque los regentes manchúes impusieron como cura obligatoria para el hábito de opio la morfina, y décadas después la heroína. Por lo demás, Europa consumía mucho más opio por habitante que ningún país asiático, y es digno de tenerse en cuenta que solo con la prohibición china aparecieron palabras para describir al usuario de este fármaco. Roma lo usó liberalmente, pero no hay palabra latina para quien lo emplee –como no tenemos nosotros palabras para quien use aspirina o ibuprofeno–, en contraste con una docena de calificativos para el borracho. Eso demuestra que los supuestos de uso excesivo (o percibido como tal) eran tan infrecuentes o anodinos como el de quienes se atiborran hoy de ibuprofeno.
Los primeros usuarios
Teniendo presentes unas y otras circunstancias se entiende mejor que Bayer vendiera envases con dosis suficientes para años, porque el opio y sus derivados siempre se caracterizaron por un uso crónico, sobre todo en edades avanzadas, sin perjuicio de que fueran y sigan siendo fármacos de uso ocasional también, imprescindibles en anestesia, recuperación de traumatismos y disentería, entre otras funciones. Dreser no vaciló en prometer que su hallazgo acababa con la tos seca, preservaba de catarros y bronquitis, mantenía a raya la tuberculosis y la pulmonía –las enfermedades más devastadoras de aquella época– y aseguraba un sueño tranquilo, siendo el mejor sedante descubierto por su capacidad para no interferir en el desempeño de tareas complejas. Reducir en un tercio el metabolismo respiratorio, digestivo y cardiaco permitía emplearlo como excedente energético y barrera profiláctica, y era el tratamiento idóneo para habituados al opio o la morfina, por impregnar mucho menos los tejidos y no ser a juicio de Dreser un fármaco creador de síndrome abstinencial.
En esto se equivocaba groseramente, como no tardó en verse, si bien los síndromes de privación en el caso de heroína y otros opiáceos naturales son menos graves que los inducidos por benzodiacepinas, metadona o alcohol. El delirium tremens del borracho mata a una cuarta parte si el sujeto no es internado en alguna unidad de vigilancia intensiva, y los “monos” de benzodiacepinas y metadona no solo son más prolongados sino fuente de una desorientación más profunda, que desintegra al paciente en términos intelectuales y emocionales. Es curioso por eso que en los años setenta el presidente Nixon impusiera la metadona como tratamiento obligatorio para el consumidor de heroína, cuando en los años treinta exhaustivas investigaciones del Ejército alemán le llevaron a descartar este compuesto por “demasiado tóxico.
Como los químicos honrados, Dreser practicó concienzudos bioensayos antes de lanzar su producto –de hecho, fue el primero en negarse a que cobayas animales decidieran en un sentido u otro–, y encontró el nombre gracias a voluntarios de la propia Bayer, pues más de uno se sintió “heroico” bajo sus efectos. Todo apunta a que él y algunos colegas de la Bayer fueron los primeros usuarios regulares del nuevo fármaco, y llevaba unos treinta años sirviéndose de sus ventajas principales –no acatarrarse ni engriparse, no sufrir tos seca ni accesos depresivos, y mantener un alto grado de concentración en cualquier empeño– cuando un derrame cerebral masivo le mató. Se llevó a la tumba, salvo error de quien esto escribe, cómo combatió la tendencia al estreñimiento –principal efecto secundario indeseable para el usuario– y qué factor de tolerancia fue desarrollando durante ese prolongado lapso de tiempo.
Antes y después de su prohibición
Lo que sí sabemos a ciencia cierta es qué pasó en Norteamérica antes y después de 1924. Tras lanzarse en 1898 como panacea, que interrumpía el hábito de opio y morfina sin inducir otro nuevo, y venderse sin receta a dos o tres céntimos de dólar la dosis, la creciente propaganda sufragada por el éxito lleva a conjeturar que el fármaco sedujo a millones, y solo por casualidad no contagió a todos. Pero lejos de ocurrir tal cosa, en 1910 sus usuarios regulares eran personas con más de cuarenta años –bastantes ligadas de modo directo o indirecto al estamento terapéutico, como profesionales en ejercicio, esposas de médicos y personal de enfermería–, y sobre todo ancianos de ambos sexos, que vieron mejorar espectacularmente su calidad de vida con algo que les preservaba efectivamente de catarros, gripes, tos y otros achaques, creando una euforia duradera allí donde primaban sentimientos inversos.
La autoridad en esta época, el médico y funcionario norteamericano David Musto, precisa en su libro más conocido –The American Disease: Origins of Narcotic Control (1973)– que ni uno solo de estos usuarios se significó por actos delictivos, o siquiera por escandalizar a familiares y vecinos. En 1924, al ilegalizarse la heroína, entre los aproximadamente doscientos cincuenta mil consumidores regulares del país más de la mitad seguían fieles a la morfina, y continuaron abasteciéndose gracias a médicos y farmacéuticos benévolos, dispuestos a dispensar análogos o las existencias restantes todavía en consultas y boticas. Sin embargo, el estado de cosas cambió de modo radical cuando el Tribunal Supremo declaró “perversa” cualquier terapia de mantenimiento, sancionando la práctica de atrapar a profesionales perversos puesta en marcha por el Departamento de Narcóticos, mediante policías disfrazados de usuarios.
En 1930, unos setenta y cinco mil médicos y farmacéuticos habían sido sometidos a proceso por “dispensación liberal”, y buena parte de ellos condenados a penas de cárcel, provocando que apareciesen artículos de denuncia en las revistas de la Asociación Médica y la Asociación Farmacéutica (alegando “una conspiración para privar al estamento terapéutico de sus responsabilidades”). Pero ambas asociaciones habían pasado de una existencia solo germinal al estatus de poder creciente aliándose en 1914 con los cruzados promotores de la Ley Volstead (o “ley seca”) y la Ley Harrison, que restringió la dispensación de opio, cocaína y morfina, esperando con ello borrar del mapa una competencia agrupada genéricamente como “matasanos”, haciéndose con una exclusiva en la dispensación de drogas. Sin embargo, lo que ganaron por un lado lo perdieron por otro, dejando el terreno librado a legisladores, jueces y policías.
Eso no se había visto jamás, pero era –como dijo el presidente Hoover– el gran experimento moral de la modernidad: limpiar el mundo de cualquier euforia de origen químico. El primer eco a largo plazo de la iniciativa llegó a mediados de los años cincuenta, y fue comprobar que habían desaparecido los doscientos cincuenta mil consumidores asiduos de heroína tradicionales, entendiendo por ello personas de mediana o tercera edad sin historial delictivo. No obstante, habían surgido unos quinientos mil usuarios de nuevo cuño, prácticamente todos con historial delictivo y muy jóvenes, en la franja de edad comprendida entre los dieciocho y los veinticinco años. Así como la “ley seca” creó el crimen organizado, el retorno del alcohol a la legalidad no afectó a la trama gansteril, reciclada merced al tráfico de cualquier otra droga prohibida.
El hallazgo de Dreser iba a transmutarse merced a la iglesia draculina de la aguja, que convirtió la medicina de otrora en una coartada de irresponsabilidad confirmada por el propio Tribunal Supremo norteamericano, pues si en vez de consumirlo como antes el usuario se lo pinchaba no sería un memo, un vicioso o un delincuente, sino “un enfermo” merecedor de tratamiento sufragado con fondos públicos. Desde entonces nadie osaría alegar experiencia de primera mano con el vehículo infernal, y tanto los documentos oficiales como las enciclopedias –entre ellas la Wiki– usan elipsis para aludir a sus efectos. “Algunos creen que la heroína es más eufórica que otros opiáceos”, dice por ejemplo esta última, pues el indefinido algunos y el ambiguo verbo creer velan púdicamente lo esencial del asunto: algo vendido muy barato y sin receta no creaba delitos, sobredosis o siquiera una gran clientela.
Pero queda para la próxima entrega ver cómo la profecía pudo sobreponerse a su incumplimiento inicial, para empezar con ayuda de Charlie Parker, Billie Holiday y William Burroughs.