Memorias de Ibiza
Cómo dejó atrás la isla su miseria, para convertirse en meca del multimillonario, no es independiente de los melenudos y melenudas que empezaron a reproducirse allí hacia 1965, ellos portando pantalones de terciopelo sin trabilla y ellas con faldas largas floreadas, prescindiendo de sostén cuando esa prenda equivalía a decencia elemental.
Décadas de moda habían ido afilando las protuberancias mamarias como conos puntiagudos desprovistos de pezón, mientras el pelo se recogía en moños con remolino –como el de Kim Novak en Vértigo–, cuando no aprovechando el cardado y la laca para componer cascos variados, todos ellos de vastas proporciones.
Para la playa se llevaban trajes enteros o dos piezas, con bragas por encima del ombligo como las de las abuelas, pues alguna fuerza invisible impedía aprovechar el hueso de cadera como soporte. Languidecía lentamente el modelo avispa asegurado por corpiños, aunque ambos sexos coincidían en ceñirse justo por debajo de las costillas, y en ciertos casos –como el de Obelix y Camilo José Cela– las calzas acomodaban el vientre acercándose a las axilas.
No recuerdo cómo obtuve mi primer pantalón de terciopelo negro aligerado de la franja dedicada a sostener el cinto, que empezaba dos o tres dedos por debajo de lo normal, y poco después su análogo en verde, una colección con la cual me sentí bien adaptado a un círculo de señoras que se soltaban el pelo y presumían de no portar ropa interior. Debí obtenerlos, como el resto del atuendo, de que mi mujer y algunas amigas se dedicaban a hacer patrones cosidos luego por payesas con su Singer eléctrica o de pedal, y producían mucho por poco dinero. Pero estoy adelantando detalles accidentales, como si ayudasen a entender por qué Ibiza dejó de ser pobre, cuando mi llegada se postergó a 1970 y fue a todas luces tardía, sobre un terreno ya colonizado por pioneros rurales y urbanos, sobre los cuales no sobran dos palabras.
La aristocracia campestre foránea se instaló en los altos de San Juan, la zona más recóndita, y de alguna manera asumió los primeros movimientos masivos de hash afgano y LSD por Europa, con la fachada cubierta por buenas familias inglesas y gentlemen como Blind George, que a despecho de ser ciego dormía con dos huríes, adornado por largas melenas blancas y una combinación de ropa con abalorios que evocaba viajes con y sin desplazamiento. Bastantes eran propietarios de sus respectivas casas payesas, y quienes se encargaban de traficar lo hacían en términos altruistas, para asegurar un menú farmacológico alternativo al mundo. El suministro de afgano dependía de contactos en Kandahar establecidos poco antes por la Fraternidad del Amor Eterno, un grupo de jóvenes californianos a caballo entre el surf y el atraco, cuyo último atropello fue obtener algunas dosis de ácido a punta de pistola –irrumpiendo en la fiesta de un psiquiatra muy conocido, terapeuta de Cary Grant y Marlon Brando–, hasta que tomarlo les convenció de estar ante un sacramento.
Desde entonces pensaron que su deber era asegurar un suministro a la Humanidad, sufragando el par de laboratorios requeridos con el tráfico de cannabis, un plan de perfiles delirantes que funcionó muy bien. La Fraternidad tenía al menos un miembro viviendo en las lindes de San Juan y cala San Vicente, que recibía partidas de ambos fármacos a través de yates cuando no de los ferris, pues furgonetas VW surcaban la ruta de la seda acondicionadas de modo muy ingenioso, lo bastante como para no ser descubierto hasta bien entrados los años setenta.
Los alimentos de la tribu
Desde el puerto partía hacia las capitales europeas un afgano de aroma quizá insuperado, en tabletas finas de un material entre marrón y gris por la abundancia de puntos blancos, que dejaba en ridículo los tabletones de producto marroquí, tanto polen como goma, siempre cargados con un adulterante u otro. Tres caladas llevaban donde varios canutos no conseguían acercarse, y aunque fuese mucho más caro siempre dejaba a su portador un margen de beneficio comparable al de la henna mezclada con polvo de flores que ascendía desde Ketama. Por lo demás, el chollo se acabó pronto, cuando el envenenamiento de John Griggs –el Farmer, como se hacía llamar– resquebrajó la Fraternidad, y hasta su galante coordinador en Ibiza acabó cayendo. El afgano pasó a ser muy escaso, y desapareció por completo tras la invasión soviética en 1979, que supuso sustituir los cultivos de cáñamo por adormidera, planta no menos inmemorial en aquellas latitudes pero más capaz de resistir las inclemencias térmicas, y mucho menos requerida de agua.
La red montada por algunos freaks de Laguna Beach, un distrito de Los Ángeles, desafió todo lo verosímil y apenas aguantó un lustro, pero pudo hacer y repartir unos quinientos millones de hostias lisérgicas, que modificaron el sentido de lo real en bastantes casos, y fortalecieron quizá un sentimiento de rechazo ante recursos a la violencia. Eso serían ya palabras mayores, que afectan al espíritu del mundo, pero estoy sugiriendo troqueles reducidos a Ibiza, donde el difuso entramado de gran tráfico y peregrinación rural no tardó en frenarse por un lado y crecer por otro: el foco de San Juan se extendió a San Carlos y Santa Eulalia, mientras la efímera chispa de Griggs y su hombre en la isla se convertían en pequeño tráfico combinado con un experimento sistemático de vida rural, consolidado al inaugurarse en Es Canar el primer mercadillo alternativo. Cuando terminaban los años sesenta, centenares de hippies –anglosajones, en su mayoría– se habían establecido en el noroeste de la isla, y los menos considerados con el huerto del payés acabaron provocando en Santa Eulalia el único enfrentamiento entre forasteros e indígenas del que tengo noticia, donde la guardia civil intervino para frenar la bronca y comenzó una política de expulsión interrumpida al poco, porque incluso siendo pobres los recién llegados eran agua de mayo para ibicencos mucho más pobres.
Otro edén para buscavidas
Sin embargo, un sello no menos indeleble que el haz el amor y no la guerra, y probar a vivir en el campo sin luz eléctrica y agua corriente, debe localizarse en la vieja ciudadela de Ibiza, donde el húngaro Elmyr de Hory (1906-1976) catalizó una combinación de marchantes, galerías y primeros famosos, cuyo broche acabaría siendo el documental de Orson Welles F for Fake. Tras esforzarse por vivir de sus óleos, que parecieron demasiado tradicionales a la crítica, De Hory descubrió que podía hacerlo como Picasso, Matisse, Modigliani o Renoir, entre otros, y dejando a sus agentes la parte delictiva del asunto –que era falsificar la firma de cada cuadro–, produjo al menos mil obras, muchas de ellas colgadas aún en los más prestigiosos museos y colecciones privadas como originales. El colosal escándalo resultante sigue coleando medio siglo después, pues cada nueva tela descubierta funciona como un altavoz para el “¿quién preferiría un mal original a un buen fraude?”, en la expresión de Elmyr de Hory.
Lejos de reconocer que albergaba al falsificador más eximio –y por tanto, a un prócer ilustre–, la policía y el juzgado maquinaron recluirle dos meses en 1968 por “homosexual relacionado con delincuentes”, mientras en Dalt Vila empezaban a aparecer galerías de arte; en la zona del puerto, boutiques de ropa ad lib, y el bar La Tierra hacía de centro estratégico. Una noche de suerte encontrabas allí a la troupe de More –una historia trágica de ácido, jaco y sexo libre con música de Pink Floyd, filmada en 1968–; a Ursula Andress, la primera chica Bond, y a la pandilla del inquieto Clifford Irving, inmortalizado por De Hory en una de sus telas, que había dado con sus huesos en la cárcel por una biografía no autorizada del magnate Howard Hughes, y preparaba otro superventas contando la historia del falsificador supremo. A Ibiza ciudad se le quedaría el colmillo retorcido por esa bohemia específica, que rumiaba preguntas turbadoras sobre lo original y dio a Welles el argumento para su última película, una larga ironía sobre la ilusión y el truco en los procesos creativos.
Junto a la sencillez de costumbres buscada por los emigrados al campo, la ambigüedad vanguardista prosperó sola en el medio urbano, con una apuesta por los buenos fraudes que funcionaría como segundo imán. La isla empezó a presumir de sí misma, y el atropello padecido por De Hory a cuenta de su sexualidad iba a ser vengado por una mezcla imbatible de ingenuos y ambiguos, que aprovechando los años de dictablanda y la eventual muerte de Franco creó el medio menos represivo del planeta, donde la libertad sería nodriza y sudario para faunos y ménades ceñidos por orgasmos, parafraseando el poema de un amigo. Algunos accidentes más precipitaron las bodas de Eros y Pharmakeia, un evento tan estimulante para el corazón aventurero como desolador para autoritarios y eunucos vocacionales, del cual iba a seguir viviendo.
Conocí –sin darme cuenta hasta mucho después– al freedom fighter delegado por la Fraternidad, y por supuesto a un Elmyr que adoraba sentarse en los cafés a charlar con cualquiera, aunque ellos se iban y yo llegaba. Fíjense en esta foto de 1969, donde no hay manera de saber si los cuatro jóvenes vivían en la ciudadela o en el campo, y tres payesas diminutas se cogen de la mano al verles pasar, entre violadas y deslumbradas por mutantes que les doblan en tamaño. La grey dionisíaca siguió creciendo, sostenida sobre la alegría de acumular belleza, pero se me acaba el espacio. Continuará.
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