Pocas semanas atrás, el Parlament de la Generalitat tuvo el gesto de convocar a algunos de nosotros –los que antes o después escribimos o hablamos sobre el tema en foros públicos– para preguntarnos sobre los clubs cannábicos que brotan como hongos por nuestra geografía. Allí estábamos ante seis diputados, representantes de otras tantas formaciones políticas, de los cuales solo el del Partido Popular se declaró repugnado por cualquier aroma a hierba. Pero incluso él se comportó con cortesía exquisita, escuchando atentamente y absteniéndose de decir una palabra contra la propuesta de normalizar esos sitios.
Todos mostraron con mayor o menor énfasis que no tenían nada serio contra el cáñamo; tomaron buena nota de lo que fuimos diciendo, y se cuidaron de aclarar que el único aunque permanente problema del legislador actual es esforzarse por no escandalizar a nadie.
Si no me equivoco, cinco al menos sentían bochorno ante el islote de delirio que representa guerrear contra una entelequia como La Droga, en sociedades prósperas y a comienzos del siglo xxi, tras reconocerse la aconfesionalidad del estado, el librepensamiento, la emancipación femenina y lo más peliagudo de todo: el cuadro de conductas y símbolos antes llamado perversión sexual. Quién hubiera dicho hace treinta años que las operaciones requeridas para cambiar de genital serían cubiertas por el seguro como las apendicitis, y que el colectivo LGTB obtendría la misma protección ante faltas de respeto y discriminación que el colectivo heterosexual. He ahí una muestra de amor por la libertad tanto más admirable cuanto novedosa, porque la reverencia del ateniense clásico ante las inclinaciones de Eros y Venus siempre fue un asunto sotto voce o de mano izquierda, jamás un derecho civil en sentido estricto.
Los demás pueblos, antiguos y modernos, cultivaron una ferocidad indisimulada hacia estas minorías, y fue Freud quien rompió la primera lanza declarando que todos somos “perversos polimorfos” desde la infancia. Negarlo, añadió, se paga con distintos grados de angustia, histeria e incapacidad laboral, y no evitará antes o después un “catastrófico retorno de lo reprimido”, pues la energía del deseo puede acabar canalizándose hacia metas tan fértiles como el arte, la ciencia, la filantropía o el simple civismo, pero no antes de reconciliarse cada cual con sus pulsiones conscientes e inconscientes. El hecho a mentirse no tarda en proyectar sobre otros el autodesprecio que ello le granjea, y lapidando, crucificando o abrasando congrega a la ecclesia vil por excelencia, articulada en torno al principio de que los males pueden curarse encontrando chivos expiatorios.
Esta transferencia mágica –fulano lavará la culpa colectiva– dejó de valer para el colectivo LGTB, al menos en la parte civilizada del mundo, y propongo ver en ello una de las razones inmediatas para seguir confiando en progresos no limitados al desarrollo tecnológico. De hecho, la sociedad occidental se las ha ido ingeniando para seguir cada vez más autónomamente las aspiraciones personales de felicidad, algo que en la práctica supone deslindar crímenes con víctima concreta (herir, robar, estafar…) de crímenes con víctima solo supuesta, como toda suerte de actos y criterios consentidos de buen grado entre adultos, cuyo único defecto es no someterse a la veleidad de algún tirano.
Quintaesencia de la tiranía es cualquier pretensión de censurar el entendimiento mediante amenazas, cuando la naturaleza inmaterial del propio entender lo puso a cubierto de chantajes, determinando que mandar sobre la inteligencia ajena “solo engendre hábitos de hipocresía y maldad, abonando la bellaquería por doquier”. Thomas Jefferson alegó esto a propósito de un libro sobre Newton que pretendía prohibirse por difamatorio: “Pues la verdad se defiende sola, si no es despojada de sus armas naturales por mano de censores, y solo el error necesita apoyo del gobierno”. Caso de prosperar dicha iniciativa, dijo, todo ciudadano responsable se verá obligado a comprar ese libro, aunque sea una colección de disparates, para poner de relieve que no es un pelele gregario y crédulo.
De la religión única, el partido único y el sexo único partieron crímenes tan faltos de lesión demostrable como la apostasía, la propaganda ilegal y el travestismo, y nos ha costado ríos de sangre empezar a comprender que cualquier unidad política será frágil si no parte de venerar la diferencia. Incontables personas siguieron –y siguen– a iluminados más o menos grotescos, renunciando para empezar al derecho de expresión y asociación, y tan magnética es la constelación mesiánica que la unidad basada en suprimir la diferencia, el absolutismo, no solo sostuvo monarcas por la gracia divina sino déspotas ateos, entronizados desde Lenin. Con hitos intermedios como la confederación suiza y los muy posteriores estados federales democráticos, sancionar el culto a la diferencia en un territorio tan vasto como la Unión Europea tomó milenios, y tan reciente es victoria del consentimiento sobre el sometimiento que muchos reclaman o bien disolverla o bien tornarla autoritaria, como si su logro más sensacional no fuese el derecho de secesión reconocido a todos los miembros.
¿Dónde se autogobernaron 500 millones de ciudadanos, en vez de ser tutelados graciosamente por un autócrata, esgrimiendo alguna verdad revelada para siempre? Como la respuesta es nunca, la salud actual de las libertades públicas no debe por ningún concepto olvidar su abyecta condición previa, que por cierto sigue informando la situación en buena parte del planeta, llena aún de censores y verdugos aplicados a crímenes sin víctima. Somos la especie locoide por excelencia, herida por una compenetración de sádicos y masoquistas, que quizá bebe en última instancia de cuán pequeño es nuestro consciente y cuán grande nuestro inconsciente, pues, a pesar de que lo crucial para vivir de modo pacífico y próspero son inventos anónimos –el derecho, el profesionalismo, etcétera–, resurgen sin pausa partidarios de que todo se entregue a la conciencia única de otro Líder Supremo para acceder al paraíso moral y económico. Gracias a Arquímedes sabemos que todo hielo flotante deja al descubierto un décimo de su masa, y a lo sumo un décimo del espíritu humano es conciencia subjetiva; pero la mayoría de las personas no se han parado a pensarlo, y todos los fanáticos apuestan por hundir con designios conscientes el grandioso edificio derivado de dejar ser y dejar pasar.
Sentado ante los seis representantes del Parlament, la batería de preguntas sobre los clubs cannábicos fue exhibiendo, como les dije, un rubor mejor o peor disimulado, sin duda porque todos fueron testigos –cuando no actores– en no pocos varapalos legislativos a delitos tan ridículos como la blasfemia, el adulterio o la sodomía. Andar haciendo componendas con algo tan inocuo tóxicamente como la maría tenía su lado muy serio –el de que cada partido no perdiese votos– y el lado cómico de su picaresca: cómo sancionar la distribución lícita de una cosa distribuida en todo caso, que en los clubs no se compra ni se vende, a despecho de las apariencias, pues en las cuotas de socio está incluido cultivar y recoger una cantidad modesta para autoconsumo. Se non è vero, è ben trovato.
Todas sus señorías parecieron singularmente receptivas a mi observación de que la naturaleza hizo la inteligencia refractaria a coacciones, y el combate librado contra la inventiva química constituye un contrasentido, todavía más flagrante que pontificar sobre preferencias dietéticas o sexuales. Sin la presión legal, el emporio basado en buscarle variantes no eufóricas a los euforizantes –digamos el que sustituye la anfetamina por anfepramona– dejará de despilfarrar tiempo y recursos con sucedáneos mucho más rudos, y bien puede considerarse llegada al fin la hora de que la cruzada farmacológica se soslaye discretamente, como en su día la cruzada contra las hechiceras y sus untos.
Ni siquiera el representante del PP objetó el empleo de la palabra anacronismo para describir el estado de cosas, o la conveniencia de repensar a quién favorece hoy el oscurantismo. Mis parabienes, por tanto, para el Parlament catalán, que parece dispuesto a estabilizar las cuatrocientas y pico asociaciones de su país, poniéndolas a cubierto de que un juzgado con malas pulgas arruine arbitrariamente a alguna. En el encaje de bolillos construido en torno a una prohibición desobedecida masivamente, una amabilidad como escuchar a expertos distintos del acostumbrado ignorante merece registrarse, no menos que la labor de Oriol Casal, un prócer civil a cuya desinteresada dedicación debemos el conjunto de la iniciativa y las recogidas de firmas que la hicieron posible.
Por lo demás, me dejo mil cosas en el tintero, pues convendrá matizar en muchos aspectos la contraposición entre delitos reales y ficticios. Como la desviación sexual e ideológica, el menú farmacológico alternativo –y la asignatura pendiente de cultivar la sobria ebriedad, en vez de masoquismos papanatas– fue un objeto satanizado por medios tiránicos, pero expuesto al retorno de lo reprimido que moviliza todas las construcciones lanzadas al desván de la inconsciencia. Antes o después adviene lo verdadero, y para un vejete como yo es gozoso comprobar que la rebeldía juvenil de otrora sigue creciendo. Tardé tiempo en darme cuenta de que los crímenes sin víctima –tradicionalmente llamados “de lesa majestad”– son crímenes de lesa humanidad, y jalonan la tortuosa odisea de volver a ser libres respetando al prójimo. Las majestades pasaron del Colegio Cardenalicio al no menos infalible Colegio de Médicos, aunque el tinglado de tratarnos como párvulos perpetuos lo tiene cada vez peor, gracias sobre todo a internet.
Puesto que los matices del caso exceden el espacio disponible, permítanme como despedida provisional recordar lo que dijo el economista y sociólogo Carl Menger, coincidiendo con el hallazgo psicológico de lo inconsciente hecho por Freud, a fines del siglo xix: “El objeto primordial para las ciencias humanas es explicarse cómo las instituciones esenciales para el progreso van surgiendo, sin una voluntad común que persiga su creación”.