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Baudelaire, ¿prohibicionista ‘avant la lettre’?

También el hachís y opio se hallaban entre los pasaportes que le franqueaban a Baudelaire la zambullida en las tinieblas de la depravación inducida. ¡Qué decepción, pues, descubrir lo ralo y ambiguo de la presencia explícita de esos agentes transportadores en las páginas del poemario “satánico” por excelencia!

Lo prohibido, lo alucinado, lo corrompido... La posibilidad de contagiarse de esas y parecidas infecciones tan cortejadas durante la juventud, alcanzando así una morbidez aguda, era lo que en témporas antiguas, con la misma seductora succión que otras obras de autores iniciáticos como pudieran serlo Poe, Burroughs, Sade o Lovecraft, precipitaba a lectores adolescentes por las aciagas simas de Las flores del mal. La decadencia intrínseca al malditismo hacía de Baudelaire (1821-1867) apetitoso bocado, y de Las flores del mal, libro “atroz” según su artífice, un grimorio donde conjuraba invocaciones diabólicas y celebraba los ritos de la ebriedad, esencialmente la vitícola, constituyendo lo segundo uno de los principales incentivos para que aspirantes a psiconauta se intoxicaran con su supuestamente maculadora lectura: “Es menester embriagarse sin cesar, con vino, con poesía o con virtud, como queráis”.

Esa melopea perenne estaba abierta efectivamente a otros combustibles. También hachís y opio se hallaban entre los pasaportes que le franqueaban al desdichado vate francés la zambullida en las tinieblas de la depravación inducida. ¡Qué decepción, pues, descubrir lo ralo y ambiguo de la presencia explícita de esos agentes transportadores en las páginas del poemario “satánico” por excelencia! Baudelaire prefería un romántico ósculo a cualquier otro inductor del delirio. “Más que constancia, opio y tinieblas –decían los versos de Sed non satiata–, anhelo el elixir de tu boca donde el amor se ufana”. Vaya por dios. ¿No concursaba una contradicción, entonces, cuando pocas páginas después, en El veneno, afirmaba del opio: “Amplía lo inmenso, ensancha lo ilimitado, ahonda el tiempo, cava en la voluptuosidad”?

1 Ilustración de Carlo Farneti para Les Fleurs du mal, 1935.
Ilustración de Carlo Farneti para Les Fleurs du mal, 1935.

Febrícula del épater le bourgeois, consigna precisamente acuñaba por decadentistas y simbolistas, la registrada por Las flores del mal en el termómetro de la mojigatería bienpensante podía congratularse de anticipar un primitivo concepto del exploitation, ya desde su título, sugerido a Baudelaire por unos libreros que lo creían más sensacionalistamente comercial que Limbos, como en principio había pensado bautizarlo el autor. Publicado en 1857 con una tirada de mil trescientos ejemplares, al cabo de un mes la justicia ordenaba su retirada de las librerías acusándolo de “escandaloso”, condenando tanto a autor como a editor a satisfacer una sanción; lo cual no hizo sino incrementar reputación y ventas, ascendiendo Las flores... al estatus de best seller en su época.

Irónica carambola, en tanto que, bajo el dictado de una inspiración oscilante entre lo sublime y lo corriente, lo único moralmente reprochable de sus páginas parecía ser el no por soterrado menos repulsivo humor de poemas como “La carroña”, en el que una pareja de enamorados se extasía ante la hedionda visión del cadáver descompuesto de un animal. Pero, claro, merecida o no, la mala fama de Baudelaire, entonces ya con treinta y siete años, volaba en alas de la vox populi. Del resto se encargaría el papanatismo de la opinión pública, y una respuesta crítica que consagraba abrumadoramente al insólito literato parisino como inventor de la modernidad, responsable de uno de los más profundos cambio sufridos por la poesía occidental.

Putero habitual de los más abyectos lupanares, sifilítico de por vida desde los diecinueve, el maléfico floricultor encanallaba su historial consumiendo opio y hachís, vino blanco y aguardiente, ginebra y whisky, tabaco y café; y, por razones médicas, digital (Digitalis purpurea, herbácea con virtudes medicinales), belladona y quinina. Aunque no hay datos de cuándo empieza a ingerirlo regularmente, se especula que su iniciación en el hachís data de 1841, cuando obligado por su padrastro se trasladaba un año a las islas Mauricio; allí descubre el dawamesk, una confitura entre cuyos ingredientes se cuentan hachís, almizcle, canela, pistacho, azúcar y opio. Reafincado en París al año siguiente, tomará aposentos en el luego célebre hotel Pimodan, futura sede de las reuniones del hachisófago Club des Hashishins, ya cuando Baudelaire había cambiado de domicilio tras un intento de suicidio en 1845.

Más localizado parece estar su bautismo de opio, aproximadamente en 1849, a los veintiocho años, y por causas estrictamente salutíferas: cuatro años antes la familia lo llevaba a los tribunales con objeto de evitar que continuara dilapidando su peculio, dejándolo casi tieso y a las puertas de una etapa de feroz hambruna; el opio calmaría los dolorosos estragos causados por el ayuno en su estómago. Hasta aquí, se diría que Baudelaire carecía de vocación toxicómana per se, siendo el suyo un caso de experimental pragmatismo. No sabemos a ciencia cierta hasta qué extremo las drogas perjudicaron (más) su ya derruida salud mental y física o contribuyeron a dilatarle la imaginación, las visiones, los trances con los que intentaba fugarse de precariedad y prejuicios, incluso de losas aún más pesadas, como el tiempo y el tedio.

Autofumándose a uno mismo

Baudelaire bajo la influencia del hachís, autorretrato.
Baudelaire bajo la influencia del hachís, autorretrato.

Organizado por el pintor Fernand Boissard, el Club des Hashishins lo componían pintores y literatos afines como Théophile Gautier, cronista oficial del grupo, Nerval, y en alguna ocasión el endiosado Balzac, quien rechaza comulgar con sustancias que puedan escapar a su control, si bien, como los demás socios –que en cualquier caso no imitaban a sus hipócritas epígonos británicos Coleridge y De Quincey, quienes aducían imaginarios males para justificar su relación con el opio–, admitiendo sin reparos la curiosidad que le suscitaba esa y otras drogas.

Baudelaire acudía a muchos de aquellos cónclaves alrededor del hachís en calidad de espectador pasivo, si bien no faltan testigos afirmando que aprovechaba cualquier descuido para sustraer porciones del preparado, que luego consumía en privado junto a su amante, la prostituta negra Jeanne Duval. En la correspondencia que el autor mantiene en 1849, dejará constancia Baudelaire de las elevadas dosis trasegadas, prevaleciendo a la postre el opio sobre el hachís prácticamente hasta su muerte. 1851 es el año de publicación en una revista del primer escrito del también ensayista y periodista que aborda la materia, Del vino y del hashish, al que sucederán El poema del hashish (1858), y Un comedor de opio (1860). Los tres aparecen reunidos en Los paraísos artificiales (1860), la segunda obra baudelairiana más divulgada. Para entonces, el vino, “excitante grosero y popular que contiene un canto de luz y de fraternidad”, al que ensalzará sin complejos, elevándolo a néctar proletario al calor de las jornadas revolucionarias del 48, deja de tener presencia destacada tanto en la vida como en la obra de Baudelaire, monopolizando sus disquisiciones hachís y opio, causantes de esa “aristocracia que crea en torno suyo la soledad”.

Más asiduo al opio, pues, en Los paraísos artificiales se prodigaba no obstante Baudelaire consignando los efectos del hachís; al contrario que con la Papaver –Un comedor de opio devenía prácticamente sinopsis de Confesiones de un comedor de opio inglés y Suspiria de profundis, obras ambas de De Quincey–, haciéndolo tanto a través de sus propias vivencias, las menos, como de las de terceros, como si de ese modo quisiera minimizar sus lazos con la sustancia. Del opio se ocupará más a fondo en una dispersa serie de artículos, poemas y diarios; “inspirándose” en Poe además de en De Quincey. Del hachís, serán tan elevadas las dosis pautadas que Baudelaire consigue efectos quasi-lisérgicos, alcanzando una sinestesia romántica en la que se originará el simbolismo. Por el contrario, el opio elevaba su conciencia, llenándola de luz: “Agranda el opio aquello que no tolera límites. / Lo ilimitado alarga. / El tiempo profundiza, los deleites ahonda. / Y de placer triste y oscuro / anega y colma al alma rebosada”.

A pesar de las apariencias, tanto vino como hachís y opio, parte los tres de un gran segmento de su obra, no constituyen para Baudelaire instrumentos creativos; dichos productos solo actúan “sobre lo que ya existe en la mente y la memoria del hombre que los consume. No crean nada. Reflejan las formas en que el cerebro se manifiesta”. El peor defecto del hachís, sostiene, es ser antisocial, comparado con el vino. Su variedad favorita, la procedente del cáñamo indio o egipcio, se presentaba en una confitura verde extraordinariamente aromática: “Cójase de la confitura el tamaño de una nuez, llénese una cucharilla con ella y se poseerá la felicidad absoluta con todos sus embelesos, todas sus locuras de juventud, y también sus bienaventuranzas infinitas”. Dado lo desproporcionado de la cantidad ingerida, no es de extrañar que acabara sufriendo ataraxia, devorándose a sí mismo: “Uno está sentado y fuma (tabaco), pero cree que está sentado en la propia pipa, y que la pipa es la que lo está fumando a uno; es uno mismo el que se exhala en forma de nubes azuladas”. Añadiendo en ocasiones cantárida, aquella otra forma de hachís no le resultaba desagradable a Baudelaire, quien afirmaba que se podían tomar dosis “de quince, veinte y treinta gramos, bien envuelto en una oblea o bien en una taza de café”.

También le preocupaban a Baudelaire los sedimentos paranoicos sembrados por el hachís: “Uno de los efectos más grotescos del hachís es el temor, llevado hasta la más meticulosa de las locuras. Si uno tuviera la fuerza precisa, incluso disimularía el estado extranatural en el que se halla para no provocar inquietud al último de los hombres”. Llega así a la conclusión de que son muchas las razones que desaconsejan la manutención de ese hábito, sugiriendo abiertamente el prohibicionismo: “Un estado razonable nunca podría subsistir con el uso del hashish. Este no produce ni guerreros ni ciudadanos. En efecto, al hombre le está prohibido, so pena de decaimiento y muerte intelectual, alterar las condiciones primordiales de su existencia y romper el equilibrio de sus facultades con el medio ambiente. Si existiera un gobierno que tuviera interés en corromper a sus gobernados, solo tendría que alentar el uso del hashish... El vino es para quienes trabajan y merecen beberlo. El hashish pertenece a la clase de los placeres solitarios; está hecho para los miserables ociosos. El vino es útil, produce resultados fructíferos. El hashish es inútil y peligroso”.

El último retrato fotográfico de Baudelaire, realizado por Etienne Carjat
El último retrato fotográfico de Baudelaire, realizado por Etienne Carjat.

La moral del ‘hashish’

“Del hachís, serán tan elevadas las dosis pautadas que Baudelaire consigue efectos quasi-lisérgicos, alcanzando una sinestesia romántica en la que se originará el simbolismo”

“Podría citarles una serie de famosos creadores –dejó dicho Tennessee Williams– en el campo de las letras que sucumbieron a los estimulantes artificiales. Podría hablar de Faulkner y su hábito de subir a lo alto del granero de su granja de Misisippi con una botella de bourbon cuando se proponía escribir. Y de Jean Cocteau, lo mejor de cuyas obras fue escrito, según sé por fuentes bien informadas, bajo el efecto del opio. En cambio, claro está, no aconsejaría a ningún autor joven que emprenda ese camino en tanto no le sea impuesto, en tanto pueda seguir con su trabajo sin recurrir a los estimulantes”. A semejanza del dramaturgo norteamericano, y en boca de una de las voces ajenas de que se servía, Baudelaire reforzaba esa tesis: “No comprendo por qué el hombre racional y espiritual se sirve de medios artificiales para llegar a la beatitud poética, puesto que el entusiasmo y la voluntad bastan para elevarlo a una existencia supranatural. Los grandes poetas, los filósofos, los profetas son seres que, por el puro y libre ejercicio de la voluntad, alcanzan un estado en el que son a la vez causa y efecto, sujeto y objeto, magnetizador y sonámbulo”. “Yo pienso exactamente igual que él”, remachaba Baudelaire.

Que el hombre quisiera crear el Paraíso gracias a la farmacopea, daba ocasión al poeta de desarrollar un poco más ese sentir cristiano y moralista que subyacía no solo en Los paraísos... sino en el resto de su obra. “Es en esta depravación del sentido de infinito donde reside la razón de todos los excesos culpables, como la embriaguez solitaria y concentrada del literato que, obligado a buscar en el opio el alivio a un dolor físico, y habiendo descubierto así una fuente de mórbidos placeres, poco a poco ha hecho de él su única higiene y como el sol de una vida espiritual”.

Para evitar el falseamiento de la realidad implícito a esa toxicomanía extrema que transformaba al comedor de hachís en “un maníaco que reemplazara unos muebles sólidos y unos jardines auténticos por decorados pintados sobre tela y montados en bastidores”, recomendaba Baudelaire fumarlo en lugar de ingerirlo, mezclado con tabaco –del mismo modo que los socios hashishins potenciaban los efectos de su ingesta oral con té, café, licores y “otros potentes auxiliares que aceleran más o menos la eclosión de esta misteriosa embriaguez”–, ya que así “los fenómenos en cuestión no se producen más que de una forma muy moderada y, por así decir, perezosa”.

Si acudía a experiencias de terceros, afirmaba Baudelaire, lo hacía para demostrar “hasta qué punto pueden variar los efectos, incluso los puramente físicos, según los individuos”. Esa diversidad era extensible a “cosas más graves: las modificaciones de los sentimientos humanos y, en una palabra, la moral del hashish”. “¿Me equivoco al decir –se preguntaba al respecto– que el hashish aparecía, para un espíritu auténticamente filosófico, como un perfecto instrumento satánico? El remordimiento, ingrediente peculiar del placer, queda pronto anegado en la deliciosa contemplación del remordimiento, en una especie de análisis voluptuoso, y este análisis es tan rápido que el hombre, ese diablo natural, no percibe cuán involuntariamente y cuánto se acerca, de segundo en segundo, a la perfección diabólica. Admira su remordimiento y se glorifica por él, mientras va perdiendo la libertad”.

No todo está perdido para los que hemos hecho caso omiso de las apreciaciones de Baudelaire, a quienes incluso nos respetaba: “El hombre que, habiéndose dado largo tiempo al opio o el hashish, haya podido encontrar, debilitado como estaba por el hábito de su servidumbre, la energía necesaria para liberarse, me parece un prisionero evadido. Me inspira más admiración que el hombre prudente que nunca ha caído, por haber tenido siempre cuidado de evitar la tentación”.

 

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