Cuando la familia de Antonio Escohotado me pidió que escribiera unas líneas para presentar la obra póstuma de quien fuera mi maestro y amigo, experimenté una sensación bien parecida a la que pudo sentir el predicador Juan el Bautista en el momento en que se vio impelido a bautizar a Jesús de Nazaret. Superado ese trance inicial, me puse a ello con pies de plomo, no solo por el abismo intelectual que nos separaba, sino también por otros motivos.
Nos encontramos ante el que quizá sea el libro de Antonio Escohotado más largamente esperado, tanto por sus más fieles incondicionales como por sus detractores más acérrimos. No en vano, durante años, el maestro del pensamiento –también perito en técnicas de marketing– estuvo promocionándolo como su dietario farmacológico secreto. Un libro misterioso, oculto, que solo vería la luz pública tras su muerte y en torno al cual, precisamente por ese carácter arcano, se ha ido tejiendo toda una leyenda. «Ese va a ser mi gran best seller, con diferencia. ¡Que se preparen los mustios eunucos!», le oí decir en alguna ocasión. O también esta otra frase reproducida textualmente palabra por palabra: «Esto se publicará cuando me haya muerto porque, si no, estoy seguro de que una turba gris vendrá a quemar mi casa».
Ahora, transcurridos dos años de su fallecimiento, ha llegado la hora de desvelar aquel misterio durante tan largo tiempo incubado. Pero ¿qué diablos contiene este libro para que Escohotado pensara que una turba gris podría ir a prender fuego a su casa?
Sin duda, el motivo que alimentaba tal pensamiento no era otro que la descripción pormenorizada de su dieta farmacológica, y en particular de su larga relación con las drogas malditas por excelencia: la familia de los opiáceos. Y no solo por las sustancias en sí, sino porque a través de sus prolijas anotaciones deja constancia de cómo la ebriedad –con independencia de la vía que la posibilita– no es otra cosa que «el juego de la naturaleza con el hombre», como dijo Nietzsche. O porque a través de sus comentarios podemos comprobar que Filón de Alejandría tenía razón cuando definía al ebrio como quien que se entrega a «la liberación del alma».
Siguiendo la recomendación de los antiguos paganos –que, tal y como resumiría mucho más tarde Montaigne, aconsejaban «la ebriedad para relajar el alma»–, se autoimpuso ese empleo como reto ético y estético personal, atendiendo a la aventura de libertad y saber allí subyacente, teniendo como pauta de conducta durante décadas la sobria ebriedad, es decir, aquella que faculta para gozar el entusiasmo sin incurrir en necedades.
Escohotado, siguiendo la recomendación de los antiguos paganos –que, tal y como resumiría mucho más tarde Montaigne, aconsejaban «la ebriedad para relajar el alma»–, se autoimpuso ese empleo como reto ético y estético personal, atendiendo a la aventura de libertad y saber allí subyacente, teniendo como pauta de conducta durante décadas la sobria ebriedad, es decir, aquella que faculta para gozar el entusiasmo sin incurrir en necedades. Y, desde luego, salir airoso de semejante prueba –en esa pugna por no abandonarse a la glotonería–, siempre en busca de la elegancia, de la excelencia, es algo que las turbas grises no suelen perdonar.
En su monumental Historia general de las drogas, Escohotado nos descubrió que la costumbre musulmana tradicional era tomar poco o nada de opio como euforizante hasta acercarse a los cincuenta años, y comenzar entonces a administrarlo cotidianamente para conseguir las ventajas de una «familiaridad» como la mencionada por los médicos griegos y romanos. Nos desveló cómo nuestros antepasados la concebían como una droga de senectud que permite a los humanos ir envejeciendo sin amarguras y morir dulcemente; cómo el consumo de opio se consideraba no solo un modo de defender el equilibrio psíquico, sino un medio para preservar la salud física, debido a la modificación del metabolismo ligada al hábito. En este sentido, Escohotado se ufanaba de ser inmune a dolencias como el catarro y la gripe, singularmente debilitadoras para personas de edad avanzada, gracias a su familiaridad con la heroína. Y a lo largo de este dietario encontraremos la confirmación de todo lo dicho.
De hecho, si el título elegido para estas confesiones alude a la filia y no a la manía es porque su autor siempre renegó de la condición de víctima involuntaria, considerándose en todo momento un usuario responsable y consciente. Y, ciertamente, como ya comenté en el homenaje que se organizó en su honor en la Institución Libre de Enseñanza (ILE) a finales de marzo de 2022, y que puede verse en su sobresaliente canal de YouTube, en su admirable coherencia farmacológica ha sabido demostrarnos que lo que muchos califican de dependencia en su caso no fue otra cosa distinta que un signo de independencia.
A nivel formal, el libro, que antes de Confesiones de un opiófilo se tituló provisionalmente Cuaderno Rebeca y más tarde Día a día, incluye un total de 238 entradas que abarcan un período de casi tres décadas, desde que su autor contaba con poco más de cincuenta años de edad, hasta unos meses antes de producirse su defunción, concretamente desde el 10 de septiembre de 1992 hasta el 28 de febrero de 2020. Sin embargo, no se trata de un diario sistemático ni cronológicamente compensado, pues si bien durante el quinquenio 2003-2007 apenas se registran dos anotaciones (el 0,84 % del total), en el quinquenio comprendido entre 2014-2018 se concentran casi el 40 % de las entradas. Es, por tanto, un diario centrado en la senectud, el declive físico y la muerte, presentida cada vez más próxima.
Hay otra singularidad, a nivel formal, que merece ser puesta de relieve y que muchos de los lectores asiduos de la obra de Antonio Escohotado quizá percibirán sin necesidad de esta aclaración. Me explico. Escohotado, siempre tan puntilloso con su escritura, repasaba y corregía una y otra vez sus textos antes de quedarse satisfecho y darlos por definitivos. En cambio, se negó en redondo a revisar estas confidencias, a volver sobre lo ya escrito, lo cual puede que vaya en detrimento de su estilo tan esmerado y pulido, pero a mi juicio le otorga el valor añadido de la espontaneidad y la inmediatez. Y no es poco.
Con todo, quien piense que estas Confesiones de un opiófilo –sin duda en la estela de las Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), de Thomas de Quincey– son exclusivamente una descripción detallada de su régimen farmacológico anda muy equivocado. Por encima de todo son un ejercicio de introspección, de autoconocimiento. Además, Antonio Escohotado era una persona muy reservada y para nada le gustaba hablar de su vida privada. Sin embargo, en este texto póstumo plagado de agudas observaciones y profundas reflexiones sobre numerosos temas, relata muchas cosas de su vida íntima y del entorno natural –animales, árboles, plantas– que le rodeaba y con el que interactuaba. Podemos decir en este sentido que, si en sus años ibicencos se desnudó físicamente, siguiendo las exigencias del hippismo más entregado, en este diario Escohotado se desnuda intelectual y emocionalmente como quizá nunca antes había hecho. Por eso, nos atrevemos a afirmar sin ambages que no defraudará a nadie, ni a incondicionales ni a detractores.
Juan Carlos Usó Nules, 23-24 de septiembre de 2023