Unas botas verdes
Mi primer porro no fue nada memorable. Al menos no tanto como el lugar: una finca al borde del mar, muy cerca de Barcelona y propiedad de la familia de uno de los integrantes del bastante numeroso grupo que decidimos probar esa sustancia de moda entre los hippies.
Mi primer porro no fue nada memorable. Al menos no tanto como el lugar: una finca al borde del mar, muy cerca de Barcelona y propiedad de la familia de uno de los integrantes del bastante numeroso grupo que decidimos probar esa sustancia de moda entre los hippies. Corría la década de 1960. No sé si fue mi prudencia, la escasez de la sustancia o el hecho de que fumar siempre me había resultado desagradable, pero no recuerdo ningún efecto. Sí, en cambio, la reunión, con fines “especiales” entre muy buenos amigos.
Las veces que desde entonces he pensado en esa reunión me llevan siempre a recorrer el mismo camino: repasar la relación con las sustancias psicotrópicas que cada uno seguiría manteniendo a lo largo de su vida. Varios se engancharon a la droga dura durante años (dos de ellos nos dejaron pronto), pero hubo pocos porreros asiduos. La mayoría tomaría alcohol (muchos bastante más de la cuenta), pero no volvería a probar nada, más que de forma muy esporádica.
Yo no lo hice hasta una década después, cuando ya me había independizado y vivía entre artistas en el SoHo neoyorkino. No quise quedarme ajena a las veladas donde la circulación de la yerba era tan normal como las coca-colas. Ni se comentaba su consumo. Me tuve que entrenar para vencer la dificultad que me suponía inhalar humo. Me gustaba su uso, moderado, la verdad, pero que me cambiaba el rollo cuando llegaba a casa cansada de mi trabajo alimenticio o cuando se me hacía muy útil y agradable para divagar durante esa importante época de formación creativa.
Como la economía casera era muy justa, pensé que la yerba tendría que salir gratis, ya que no era un bien de primera necesidad. Me convertí en la encargada de pasarla a los amigos. Adquirirla me resultó más interesante aun que consumirla. Los tipos que la vendían eran a cual más pintoresco. El más frecuente era un chico de larga melena rubia que había llegado desde el Midwest para estudiar en alguna universidad neoyorkina. Pronto vio que le aportaban más sus encuentros con los artistas –se especializó en esa clientela– que las clases en sí. Abandonó los estudios, que encontraba muy caros, y decidió seguir su formación y aumentar sus ingresos entregando personalmente la mercancía. Al hacerlo, quería ver qué se pintaba, oír de qué se escribía, enterarse de qué se planeaba; hablar de política y lecturas; transmitir la información que había recaudado entre otros artistas de la ciudad. Cuando iba yo a su casa –un piso en la otra punta de Manhattan, donde la gran mesa del comedor estaba enteramente cubierta de una espesa capa de yerba– también me quedaba largos ratos hablando son sus clientes. Tenía planeado traficar durante cinco años (“Más tiempo aumentaría las posibilidades de problemas con la policía”) y regresar a su tierra natal, donde pensaba llevar una vida tranquila de campesino ilustrado. En efecto, un día se despidió. Nunca más supimos de él.
A partir de ahí me aprovisioné con gente que seguramente hacía lo mismo que yo: vender la suficiente cantidad para costearse su consumo. Desfilaron músicos, poetas y el fotógrafo que me ensañaría todo lo que sé, además de conseguirme trabajo en el laboratorio de la compañía en la que trabajaba.
Las estancias en España interrumpían mis caladitas, puesto que se fumaba hachís y este me producía un muy desagradable mareo. Así que pronto viajé con la sinsemilla jamaicana amontonada en la punta de una bota tejana del mismo verde que la yerba. Como resultó que allá les hacía ilusión el hachís, difícil de encontrar, acabé intercambiando lo uno por lo otro durante varios años hasta que el ataque a las Torres Gemelas exacerbó la vigilancia en los aeropuertos. Ya no me atreví a confiar en mi pinta de la que no ha roto un plato. También coincidió con un momento en que no resultaba difícil encontrar yerba en España y, sobre todo, con mi paulatina pérdida de interés por cualquier estado que no fuera el mío propio, que de por sí ya me causa suficientes sorpresas.
La maría ha quedado inscrita en el apartado de “estudios artísticos y sociológicos” de mi biografía.
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