En enero pasado, setenta y cinco reos escaparon de la prisión Pedro Juan Caballero, en la frontera entre Paraguay y Brasil, a través de un túnel. La investigación policial posterior apuntó a que algunos reos salieron también por la puerta principal. Fue la mayor fuga en la historia paraguaya y todos los prófugos pertenecían al Primer Comando Capital (PCC), la organización criminal más grande de Brasil, con operaciones en Paraguay, Bolivia, Europa y Asia.
Las autoridades brasileñas estiman que el PCC tiene treinta y cinco mil miembros y durante las últimas décadas ha controlado la vida en las favelas de São Paulo. Lo mismo se encargan de la venta de armas y drogas que dirimen diferencias entre los vecinos. Son zonas en donde la policía no entra. El PCC se autodenomina como una hermandad; para entrar en la banda hay que hacer un bautizo y los hermanos mantienen en secreto su pertenencia. Otra de sus peculiaridades es que la organización se dirige desde las cárceles estatales brasileñas.
El PCC nació durante un partido de fútbol en la prisión de Taubaté el 31 de agosto de 1993. El equipo triunfador decapitó al reo que controlaba la cárcel y también al subdirector del penal. Exhibieron la cabeza de este último en una estaca en medio del patio y con la del primero jugaron a fútbol, según narra Fátima Souza en el libro PCC: A facção. Ocho de estos reos fundaron el PCC con la intención de mejorar las condiciones en las cárceles brasileñas. Tres de ellos (Marcola, Geleiao y Cesinha) acababan de ser transferidos desde la prisión de Carandiru, en São Paulo, poco después de que las fuerzas de seguridad mataran a ciento once reos que se habían amotinado en el penal. Es, hasta la fecha, la mayor violación a los derechos humanos registrada en el país brasileño.
Brasil tiene la tercera población penitenciaria más grande del mundo (solo por detrás de Estados Unidos y China), con setecientos veintisiete mil reclusos distribuidos en ciento noventa y siete cárceles (que tienen capacidad para albergar a quinientos mil). Las condiciones son muy precarias, según organizaciones de derechos humanos brasileñas e internacionales, y se estima que el setenta y cinco por ciento de estas son controlados por el crimen organizado. Otro dato que ilustra el abandono en el que se encuentran es que en torno al cincuenta por ciento de los reos van armados. En los años posteriores a su fundación, el PCC abogó por mejorar las condiciones carcelarias a la par que empezaba a expandir sus tentáculos tras los muros de prisión en las favelas de São Paulo.
Uno de los motivos por los que las autoridades tienen tantas dificultades para combatirlos es que el PCC se dirige desde las cárceles y, mientras no retomen el control de estas, poco podrán hacer. De vez en cuando dan muestras de su poderío. En el 2006, por ejemplo, organizó un motín simultáneo en setenta cárceles en protesta por la dispersión de algunos de sus integrantes a otras prisiones. El motín empezó a la hora de las visitas familiares y en poco tiempo tomaron a miles de rehenes. Duró cuarenta y ocho horas y, cuando finalmente terminó, el saldo fue de ciento cincuenta muertos.
El PCC es un cártel atípico. De entrada tienen un estatuto en el que se regulan las normas de comportamiento que se esperan de los “hermanos”, como se llama a quienes pertenecen a la banda. En sus dieciocho artículos, exige a sus integrantes “dar buen ejemplo”, ser respetuoso con los demás y respetar la “ética del crimen”. Esta ética implica, por ejemplo, que el PCC no realiza negocios con aquellos que hayan violado, abusado de niños o hayan asesinado sin permiso. Tampoco permiten que se venda crac en las prisiones que controla y, hoy en día, regulan el precio al que se venden las dosis en las favelas.
Otra de sus peculiaridades es que, a diferencia de los cárteles mexicanos y colombianos –o de la mafia italiana– no hay un capo que mande sobre los demás. Los estudiosos describen al PCC como una organización horizontal. Todas las decisiones se consensúan entre sus dirigentes a través de llamadas telefónicas desde sus celdas. En estas reuniones llegan a participar decenas de hermanos. Quienes están fuera de la cárcel tienen la libertad de embarcarse en cualquier negocio, lícito o ilícito, siempre y cuando paguen su cuota a la organización y obedezcan las normas establecidas.
Para ingresar a la hermandad hace falta ser heterosexual (los gays tienen vetado el ingreso según el estatuto del PCC), recibir una invitación y tener al menos dos padrinos que ya formen parte de la hermandad. Tras ser aceptado, el hermano pasa noventa días de prueba antes de ser admitido definitivamente. Sus integrantes pagan una cuota de mil reales mensuales (unos ciento ochenta euros), que sirve para financiar los traslados para visitar a reos en prisión, abogados, armas y alimentos para los hermanos más necesitados. La cuota es menor para los que están presos.
Sintonía
El PCC tiene su propia jerga y cuando alguien está “en sintonía” quiere decir que sigue las directrices del PCC. Con el tiempo, la organización ha crecido tanto que incluso tienen un sistema de justicia paralelo tanto en las favelas como en las cárceles. En sus tribunales el acusado tiene derecho a defenderse y los veredictos se deben alcanzar por consenso. Muchos vecinos acuden al PCC para que dirima conflictos que van desde un robo, un coche mal aparcado, alguna pelea familiar o incluso algún crimen. El eufemismo que se utiliza para referirse a este sistema de justicia paralelo es “llevar un tema a las ideas”.
Las autoridades estiman que el PCC factura algunos millones de dólares todos los meses, una cifra muy inferior a lo que ingresan los cárteles mexicanos. El grupo está asociado con la ‘Ndrangheta calabresa y suministra algo de cocaína a Europa, que importa desde Bolivia (de ahí que, además de São Paulo, controle algunos de los estados fronterizos y tenga importantes negocios en Paraguay). La Fiscalía brasileña asegura que lavan sus ganancias en Asia.
Además del narcotráfico, otra de sus fuentes de financiamiento son los atracos bancarios. Uno de los más espectaculares ocurrió hace tres años en Ciudad de Este, Paraguay, cuando un comando de cincuenta sicarios atacaron durante tres horas la sede de la empresa Prosegur. Abrieron un boquete en la bóveda de seguridad y huyeron del lugar con cuarenta millones de dólares mientras detonaban autos con explosivos.
El PCC se jacta de que, gracias a la “sintonía” que ejerce en las barriadas de São Paulo, los homicidios en la ciudad más poblada de Brasil se redujeron drásticamente entre el 2010 y el 2016. Ese último año, sin embargo, los asesinatos se dispararon debido a un enfrentamiento entre el PCC y el Comando Vermelho, el otro cártel hegemónico en Brasil y que opera principalmente en Río de Janeiro. El motivo del enfrentamiento fue intentar hacerse con el control de una región del Amazonas, en la frontera entre Perú y Colombia y por donde se transporta cocaína. La guerra se libró tanto en las calles como dentro de las cárceles (en la de Altamira, en el Amazonas, un enfrentamiento entre presos de ambos bandos se saldó con cincuenta y siete muertos, dieciséis de ellos decapitados).
Marcola