En el homófobo mundo del narcotráfico solo hay un capo que haya salido del armario: Hélmer “Pacho” Herrera, quien durante los ochenta y noventa fue uno de los cuatro padrinos que comandaban el cártel de Cali. Todos aceptaban su homosexualidad, y es posible que quien no lo hiciese terminara con un tiro en la sien. Herrera era el encargado del brazo militar del cártel, y quienes le conocieron le describen como un hombre sanguinario y voluble. Su guerra contra Pablo Escobar dejó centenares de muertos en las calles colombianas.
Nació en 1951 en Palmira, y no está claro su parentesco con Benjamín Herrera, uno de los primeros narcotraficantes colombianos apodado “el Papa Negro de la Coca”. Herrera marchó a Nueva York en 1976, donde realizó todo tipo de trabajos hasta que encontró su vocación: lavar dinero del narco. El joven Herrera viajaba de Nueva York a Colombia con decenas de miles de dólares escondidos en electrodomésticos que las autoridades nunca detectaban. Si lo hacían confiscaban el dinero y le dejaban marchar; en esos años nadie perseguía el lavado de dinero. Pronto empezó a contratar a jóvenes que hicieran el viaje cargados de dólares, y el negocio prosperó. En 1996, Herrera declaró a la Fiscalía colombiana que entre 1983 y 1993 introdujo al país ciento veinticinco millones de dólares.
Herrera buscaba diversificar su negocio, y lo hizo cuando conoció a Chepe Santacruz y a los hermanos Rodríguez Orejuela, con quienes se asoció para formar el cártel de Cali. Herrera, el más joven de los socios, empezó creando una red de distribución de cocaína en Nueva York. Los cuatro capos compartían una desbordada pasión por el fútbol. Los Rodríguez Orejuela, de hecho, eran los dueños del América de Cali. En sus mansiones instalaban antenas parabólicas con las que podían seguir las ligas europeas. Pacho era, sin duda, el que mejor jugaba al fútbol. Según Jorge Salcedo, que fue jefe de seguridad del cártel de Cali hasta que se convirtió en informante de la DEA, Herrera contrataba a sus sicarios en función de su habilidad con el balón. Sus sicarios, además, solían ser veinteañeros que vestían a la moda y que viajaban en motos Harley-Davidson. Eran la envidia del cártel de Cali, pues los hermanos Rodríguez Orejuela prohibían a su gente viajar en autos ostentosos. Todos los traslados se hacían en sedanes Mazda, que por entonces eran muy comunes en Colombia.
En los ochenta, la relación entre el cártel de Cali y Pablo Escobar era muy buena. Las cosas se torcieron cuando el capo de Medellín pidió a los Rodríguez que le entregaran a un sicario llamado Piña, que era uno de los hombres de Herrera. Pacho se negó, y así empezó la guerra entre ambos. Las cosas se salieron de control en febrero de 1988, cuando Pacho Herrera dejó un coche con setecientos kilos de explosivos en la puerta del edificio Mónaco, donde vivía Pablo Escobar. Aunque el capo no estaba en casa en ese momento, su familia sí estaba, y su hija Manuela estuvo a punto de quedar sorda por la explosión. El atentado enardeció a Escobar, quien juró venganza y empezó a poner coches bomba en la cadena de farmacias propiedad de los Rodríguez Orejuela.
Contrataba a sus sicarios en función de su habilidad con el balón. Solían ser veinteañeros que vestían a la moda y que viajaban en motos Harley-Davidson
Escobar buscaba la manera de acabar con Pacho y creyó encontrar su talón de Aquiles en su gran pasión: el fútbol. En sus múltiples residencias a lo largo de Colombia solía construir estadios para disfrutar de partidos con sus amigos y guardaespaldas. En el rancho Los Cocos, una lujosa hacienda en medio de la selva, tenía un campo con alumbrado profesional. Todo el pueblo sabía cuándo estaba Herrera porque las luces se veían a kilómetros a la redonda. Hasta allí mandó Escobar a sus sicarios en 1990, disfrazados de policías nacionales, que mataron a diecisiete personas (incluido el árbitro), pero Herrera salió ileso.
Pablo Escobar se entregó a las autoridades en 1991 a cambio de que no le extraditasen a Estados Unidos. Ingresó a La Catedral, una “cárcel” que el propio capo había construido y que tenía jacuzzis, billar, salas de fiestas y todo tipo de lujos. Desde allí siguió controlando su emporio hasta que se fugó en julio de 1992. Poco después, Herrera financió la puesta en marcha de los Pepes (acrónimo de Perseguidos por Pablo Escobar), un grupo paramilitar cuya única misión era acabar con el capo de Medellín. Contaban con el apoyo informal de las autoridades colombianas y de la DEA, a pesar de que los Pepes empleaban tácticas brutales. Ponían bombas, asesinaban y descuartizaban a los sicarios y contables de Escobar, y dejaban carteles con mensajes amenazadores.
El 2 de diciembre de 1993, Escobar fue finalmente abatido en un tejado de Medellín por agentes del Bloque de Búsqueda, un grupo creado para acabar con él, que combinaba al Ejército, a la policía, a la DEA y a la CIA. Cuando lograron su objetivo, su atención se dirigió inmediatamente a terminar también con el cártel de Cali, que de la noche a la mañana pasó a controlar el ochenta por ciento de la producción mundial de cocaína. Los padrinos tenían clara una cosa: no querían acabar como el capo de Medellín. En julio de 1994 habría elecciones presidenciales, y decidieron patrocinar a un candidato. Herrera fue quien se encargó de la operación. En los primeros meses de 1994 dio unos seis millones de dólares a la campaña de Ernesto Samper, quien, a la postre, se terminó convirtiendo en presidente de Colombia.
Los de Cali pretendían que, a cambio del financiamiento, obtendrían el perdón presidencial. Se entregarían a la justicia, pasarían una breve temporada en la cárcel y al salir abandonarían el narcotráfico. A cambio, mantendrían todas sus propiedades y cuentas bancarias. El plan era perfecto, pero se filtraron a la prensa grabaciones en las que hablaban del financiamiento. La presión pública y de Estados Unidos hizo que el acuerdo se viniera abajo. El Bloque de Búsqueda empezó a perseguir con ahínco a los de Cali. El 4 de julio de 95 capturaron a Chepe Santacruz; un mes después, a Miguel Rodríguez Orejuela, y al año siguiente (junio del 96), a su hermano Gilberto.
A lo largo de su carrera criminal, Herrera siempre mantuvo un perfil bajísimo. Nadie sabía quién era ni cómo era su cara. De hecho, hasta marzo de 1995, la Fiscalía colombiana no emitió una orden de captura en su contra. Tan desconocido era para las autoridades que en febrero de 1996 la policía colombiana detuvo a un hombre al que llevaba tiempo siguiendo pensando que era Herrera, aunque en realidad era otro narco. El 1 de septiembre de ese año, Herrera finalmente se entregó a las autoridades colombianas y fue recluido en la cárcel de máxima seguridad de Palmira.
Pacho se mantuvo activo tras las rejas. Empezó a estudiar la carrera de Administración de Empresas, y en junio del 97 se ofreció a pagar cuatro mil millones de pesos colombianos (1,2 millones de euros) para compensar el mal que le había hecho a su país. También se dedicó a su gran pasión: el fútbol, organizando torneos y convirtiéndose en el capitán del equipo de la cárcel. Murió haciendo lo que más le gustaba. El 4 de noviembre de 1998, mientras disputaba un partido de fútbol en el patio de la penitenciaría, lo asesinó con siete balazos un hombre que había entrado a la cárcel haciéndose pasar por abogado. Así acabó la leyenda de Pacho, el único narco en la historia en declararse abiertamente gay.