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Chemsex. El tabú de lo físico y lo químico

Al calor de las nuevas apps de ligoteo y su capacidad para conectar lo próximo, una nueva práctica se extiende por algunos círculos urbanos de sexo entre hombres. Sustancias químicas de nueva generación que permiten auténticas maratones sexuales.

Al calor de las nuevas apps de ligoteo y su capacidad para conectar lo próximo, una nueva práctica se extiende por algunos círculos urbanos de sexo entre hombres. Sustancias químicas de nueva generación que permiten auténticas maratones sexuales. Pisos convertidos durante todo el fin de semana en madrigueras de placer extremo donde muchas veces se desatiende toda prevención profiláctica. Pero ¿hasta qué punto es todo esto nuevo? Las autoridades sanitarias han comenzado tímidamente a sensibilizar sobre estas prácticas a la población que consideran “en riesgo”. ¿Están en lo cierto o exageran desde el prejuicio? Tratamos de acercarnos al fenómeno para desmitificarlo, o al menos para entenderlo.

Las sesiones

Chemsex

Si eres hombre y practicas sexo con otros hombres, es posible que la palabra sesión te suene. Las sesiones son fiestas sexuales aderezadas con diversos tipos de drogas que reúnen a varios participantes en un domicilio privado. Se convocan a través de las llamadas apps de ligoteo para gais y bisexuales (Grindr, Wapo, Scruff, etc.), no tienen un final previsto (pueden durar lo que aguante el cuerpo), y sus integrantes, salvo el anfitrión de la casa en que se celebre, suelen ir renovándose continuamente gracias a la presteza con que abastecen de repuestos las apps sexuales. Las sesiones son el nombre español con que se conoce a las chemsex parties (chemsex es el acrónimo de los términos chemical y sex, o sexo con sustancias químicas), sobre las que últimamente se ha hecho eco cierta prensa sensacionalista, a propósito especialmente de una variedad concreta, el slamming (cuya traducción sería algo así como ‘pinchada’), donde el ceremonial está mucho más ritualizado y las drogas se toman por vía intravenosa. Sobre este tipo específico de práctica underground habla el documental británico titulado Chemsex (2015). Algunas asociaciones LGTBI (como la FELGTB), en colaboración con las autoridades sanitarias, alertadas por la mezcla de consumo abusivo de drogas ilegales y sexo sin protección (que es el que, en la era postsida, se suele practicar no solo en el mundo gay sino también en el no gay o hetero), han empezado tímidamente a lanzar campañas de sensibilización sobre este fenómeno. Pero tratemos de profundizar más en él, de manera desprejuiciada.

De la orgía clásica a la sesión

La orgía como práctica sexual avivada por la ebriedad nos remite, como mínimo, a la época clásica y sus rituales dionisíacos. Es decir, nada nuevo bajo el sol. M., de cuarenta y ocho años y asiduo de las actualmente llamadas “sesiones”, me comenta que no hace mucho tiempo a estas prácticas se las conocía por el nombre tradicional de orgías. Se solían convocar a las puertas de las discotecas, cuando los que aún no están saciados ni cansados para irse a casa se suelen reunir en racimos parecidos a aquellos con que se representa a menudo al dios Baco. De ahí se iban a alguna casa, muchas veces sin tener claro lo que pasaría: si iba a seguir la fiesta con charla y música (lo que viene siendo un chill) o si aquello iba a acabar con todos follando en grupo. Al albor de ciertas tecnologías como internet, el IRC y los chats para gais y bisexuales, empezaron a aparecer grupos con la temática orgía, en los que la ambigüedad y la incertidumbre se borraban: los que acudían a la convocatoria sabían a ciencia cierta que allí se iba a follar en grupo. M., que es de los pocos que no se droga en este tipo de fiestas, me dice que lo que sí ha notado es cómo, a medida que nos acercamos al presente, las drogas han ido pasando de un segundo plano a un primerísimo plano, hasta el punto de que muchas veces, al saber que él no se drogaba, lo han echado amablemente de algunas de estas sesiones. Así, podemos concluir a rasgos generales que en este salto de nomenclatura el uso de ciertas drogas ha desempeñado un papel protagonista. Drogas todas ellas euforizantes y que fomentan el placer sexual, al tiempo que permiten (“Al menos en parte”, dice M.) la erección, caso de la mefedrona (mefe), el éxtasis líquido (G o GHB, técnicamente, gamma-hidroxibutirato), la tina (metanfetamina, conocida en el mundo anglosajón como crystal meth) o el regulado citrato de sildenafilo, más conocido por uno de sus nombres comerciales: Viagra. Es decir, nada de alcohol ni de cocaína. Y de las llamadas drogas blandas, en todo caso la maría, y de tarde en tarde. En la mayor parte de las sesiones estas drogas se consumen por vía nasal (tina y mefe), por vía oral combinada con bebidas no alcohólicas (la Viagra o el G, también llamado bote) o fumadas (tina). Solo cuando algunas de estas drogas (tina y mefe) se pinchan, entramos en el mundo más ritualizado del slamming, fenómeno del que hablaremos más adelante y que últimamente ha sido objeto de morbo para cierta prensa, que, tomando la parte por el todo, ha equiparado slamming con chemsex o sesión.

La incidencia de las tecnologías de última generación en las sesiones

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Este artículo quedaría cojo si, aparte de mencionar las drogas y las prácticas sexuales, no reflexionásemos, al menos de pasada, sobre la vital importancia que las nuevas tecnologías han tenido no solo en el desarrollo de la sesión como fenómeno sino también en el espíritu que reina en ellas. Además de las drogas que consiguen dilatar el tiempo de estas sesiones (haciendo que, en algunos casos, puedan durar varios días, normalmente del fin de semana), el acceso a la infinidad de recursos que permiten, tanto internet como las apps sexuales que se han desarrollado gracias a la tecnología 3G y 4G de los teléfonos inteligentes, ha contribuido a una sensación de disponibilidad y abastecimiento perpetuos. No solo de camellos o participantes, con los que se puede contactar de inmediato, sino de todo un catálogo de pornografía en la red con la que inspirar, mediante un juego de duplicidad y reflejo, de representación, aquello que está sucediendo en la realidad. De ahí que como dice R., un chico de treinta y tres años que casi todos los fines de semana participa en sesiones (muchas de ellas pinchadas), “el móvil, y no la polla o el culo, pase a convertirse en el instrumento rey de estas fiestas”. Porque en muchas de estas reuniones, cuando algunos van muy puestos de drogas y el porno actúa como ideal, se está más en la promesa futura que en el “aquí y ahora”. Una ansiedad silenciosa recorre las sesiones y muchos se agarran a sus móviles en busca de una renovación que parece no tener fin. No solo ciertas sustancias psicoactivas ayudan a dilatar el tiempo y los anos; también lo hace el fácil acceso a recursos casi ilimitados (más hombres, más películas, más camellos) disponibles a un solo clic.

La profilaxis en las sesiones

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Desde la aparición del TARGA (tratamiento antirretroviral de gran actividad, un cóctel de fármacos, dispensado a veces en una sola pastilla, que utilizan los pacientes seropositivos para mantener controlado el VIH), con su consecuente conversión del VIH en “enfermedad” crónica y, sobre todo, a raíz del uso de la profilaxis de preexposición (PrEP, según sus siglas en inglés) en forma de pastilla (Truvada©), los hombres que mantienen sexo regular con múltiples parejas sexuales se han relajado frente al fantasma de la abeja reina de las enfermedades de transmisión sexual: el sida. En la mayoría de las sesiones, el uso de condones físicos se ha sustituido por condones químicos, una profilaxis que funciona a nivel molecular y no a modo de barrera física. En la era farmacopornográfica, término acuñado por Paul B. Preciado, el uso de preservativos parece cosa del pasado: del capitalismo industrial. Aunque existe un profundo debate sobre este asunto y los beneficios que de este modo obtiene la abusiva industria farmacéutica, el uso de condones químicos (ya sea como tratamiento crónico o como tratamiento preventivo) permite a los participantes de estas prácticas ahorrarse una pregunta peliaguda, relacionada con el todavía existente estigma del VIH: ¿quién es seropositivo y quién no? C., de treinta y nueve años, seropositivo y habitual de las sesiones, afirma que “muchos de los que participamos en estas fiestas somos seropositivos que ya no tenemos nada que perder y, aunque entre nosotros guardamos en general silencio sobre nuestro estado serológico, hemos convertido estas reuniones en lugares donde, de manera subrepticia, nos afirmamos sexualmente o nos sentimos miembros pertenecientes a una misma comunidad”.

El ‘slamming’ y sus rituales

Dentro de las sesiones, el slamming es la más extrema o, dicho con palabras foucaultianas, la más reglamentada de estas prácticas químico-sexuales. En ella la tina o la mefe se consumen por vía intravenosa, y el ritual de las jeringas y la sangre añade un extra de sofisticación al asunto. Son sesiones que se pueden prologar mucho, hasta cuarenta y ocho o setenta y dos horas, y que muchas veces vienen acompañadas de otra práctica extrema: el fist-fucking (también conocido como fisting), modalidad sexual que consiste en meter el puño o todo el brazo del uno en el ano del otro, tomando normalmente una serie de cuidados previos, como cortarse las uñas, usar guantes de látex y lubricante, hacerse una lavativa rectal, etc. Aunque es una práctica minoritaria entre los sesionistas, es la que últimamente más ha llamado la atención de los medios.

La vida como deporte de riesgo

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De los tres entrevistados que me han ayudado para elaborar este artículo, ninguno de ellos se siente adicto a este tipo de prácticas hasta el punto de verse impedido en su vida normal. Todos trabajan y ninguno de ellos se ha sometido voluntariamente a tratamiento psicológico. De hecho, tengo la impresión, tras conocer dónde viven, que se trata de gente muy autocontrolada en su día a día y que incluso, en algún caso, rayan lo maniático. Con ello no quiero decir que a veces no se sientan solos, padezcan una terrible resaca tras algunos de sus fines de semana o vean este tipo de ocio como una compulsión un tanto autodestructiva. Al fin y al cabo viven en sociedad, han sido educados en el sentimiento de culpa (ya lo han sufrido intensamente durante el descubrimiento de su sexualidad) y saben que la insatisfacción de la vida cotidiana es la que suele llevar a este tipo de evasiones químico-sexuales. La vida ordinaria es frustrante, y este tipo de prácticas se nos pueden presentar como vías de escape. Podríamos haber hablado de Eros y Tánatos, o de la pulsión de muerte freudiana, pero como no deseo cerrar con ninguna conclusión de corte moralista o psicológico, prefiero irme por la tangente y remitirme a esas personas aceptadas e incluso admiradas a las que les gustan los subidones de adrenalina que producen los llamados deportes de riesgo: ahí están el motociclismo, el automovilismo, el parapentismo, el puentismo, el montañismo o la escalada en hielo. Si a ellos, que también ponen en riesgo su integridad física, se les llama aventureros, ¿por qué a los sesionistas, incluso a los más extremos de entre ellos, no?

Fotos: Daniel González

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #239

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